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La Biennale de Venecia es seguramente el evento contemporáneo de arte más longevo y llega este año a la 60.ª edición. La propuesta está divida en tres grandes apartados. La exposición central, comisariada por Adriano Pedrosa, da el lema de la bienal, que este año es Foreigners Everywhere – Extranjeros en todas partes, con la presentación de 331 artistas (la más alta hasta ahora). También, como cada año, encontramos los pabellones nacionales y, finalmente, los llamados eventos colaterales, de carácter diverso, ya sea para representar a naciones que quieren ser estados y no lo son, como el pabellón catalán (con un proyecto muy interesante de Carlos Casas comisariada por Filipa Ramos a partir del texto Disputa de l’Ase [La disputa del Asno] de Anselm Turmeda), u otras propuestas curatoriales y expositivas que aprovechan la afluencia de tantos interesados por el arte contemporáneo en la ciudad para dejarse ver.
Ya sea por la tradición histórica de la bienal, iniciar la visita por Giardini suele ser habitual, ya que es el espacio donde se fundó en 1895, y no es hasta casi un siglo más tarde, cuando Arsenale se incorporó para acoger trabajos que ya no cabían en el primer espacio. Sin embargo, podría no serlo, y justamente es una de las cosas de las que hablaremos más adelante.
Giardini, ubicada en los jardines de Castello, en el extremo de la ciudad, tiene en la entrada los pabellones más antiguos de la Biennale, entre ellos Bélgica, Holanda y España. Justo después, se llega al gran templo del arte, que en esta ocasión se presenta como una de las primeras piezas, realizada con un mural muy llamativo del colectivo brasileño MAHKU (Movimento dos Artistas Huni Kuin) inspirada en los rituales sagrados con ayahuasca. De hecho, esta primera pieza ya nos alerta de que lo que quizás estamos a punto de ver no es más que una continuación del colonialismo propio del siglo XIX y XX, esto es, llevar a artistas del sur a ver el gran norte, que se aprovecha de ellos.
La exposición tiene como objetivo destacar una constelación de creadores y creadoras del presente y del pasado reciente que son considerados como extranjeros desde diversas perspectivas, y que han sido marginados en los discursos predominantes. Con esta idea se incorporan a la Biennale, uno de los templos del reconocimiento del arte Europeo y Norteamérica, artistas con orígenes indígenas, colonizados, racializados, patologizados, migrantes, disidentes y queer.
Más allá de la fachada, la entrada en el recinto comisariado es toda una declaración de intenciones o debería ser así, puesto que es el lugar dondeen pasadas ediciones aparecen las piezas que marcan el imaginario de la Biennale. Es imposible no pensar en el elefante hiperrealista de Katharina Fritsch que había en la pasada edición, comisariada por Cecilia Alemani o los reyes rata gigantes de la Biennale de 1999, con la curaduría de Harald Szeemann.Pedrosa, sin embargo, no ha optado por esta monumentalidad y ha hecho una entrada más discreta, con una propuesta de Nil Yalter que refuerza su discurso.
Tras las dos primeras salas, se llega a trabajos vinculados a la abstracción pictórica partiendo del arte no consagrado, mostrando trabajos no habituales. La diferencia con el discurso de Cecilia Alemani es que ella lo hacía desde la valentía, quizás por haber tenido que luchar mucho tiempo por discursos alternativos al arte, quizá por un dominio de la museografía mucho más precisa y más discursiva, quizá por ser mujer.
Esta tendencia menos arriesgada la encontramos en gran parte de la edición de este año. Se ha mantenido un discurso muy clásico y hasta cierto punto aburrido. Esta museografía se nos hace poco atractiva sobre todo en Arsenale, donde metros y metros de espacios se llenan de obras, sin un discurso fuerte, sin un efecto sorpresa, sin un trabajo del espacio, como es el caso de la instalación de Daniel Otero Torres. En otros casos, es imposible leer las cartelas por la oscuridad a pesar de tratarse de secciones tan importantes como el Archivo de la Desobediencia de Marco Scotini. El corredor final se propone entronizar el queer con Aravani Art Projecte, un colectivo cis y transgénero de Bangalore (India) que debe luchar con el chocante recuerdo de la pieza que Barbara Kruger había instalado en la edición anterior, y con un final de exposición donde parece que al comisario ya se le había acabado el presupuesto y abandona la última sala en la oscuridad con una pieza de WangShui que no aguanta bien la presión de ser la última.
Arsenale apuesta, pues, por artistas indígenas, a menudo menospreciados como artesanos, que nunca han tenido cabida en el discurso del arte. En ese sentido, se percibe una continuidad con la Biennale de hace dos años, que rompió un canon clásico e incorporó a un gran número de mujeres. Esta idea la ha recogido tibiamente Pedrosa aunque no aprovecha plenamente la oportunidad. Si bien incluye a visionarias como Aloïse Corbaz o Madge Gill, no les da la relevancia que podrían tener como disidentes y novedad en el mercado artístico. El discurso museográfico de Pedrosa es correcto y académico, pero pierde fuerza al intentar ser formalmente impecable diluyéndose en un cubo blanco, que mantiene la exotización y la mirada colonial propia del evento, con un público mayoritariamente blanco y turista.
Sin embargo, la Biennale, como la ciudad, nunca se ahoga. Resiste y encuentra la forma de ser atractiva. En contraposición a otras bienales, la coyuntura política que suponen las exposiciones por pabellones nacionales aporta elementos interesantes, especialmente por la visión de quienes han querido sumarse a la idea de Adriano Pedrosa, de «extraño en todas partes» para hablar de este tema, confrontarlo desde una perspectiva propia, más allá de la propuesta inicial curatorial. Destacan, por valientes, el pabellón de Bélgica, uno de los más antiguos, instalado en 1908, con una ubicación privilegiada junto a la entrada principal y que en el proyecto actual, pone sobre la mesa su pasado despótico en el Congo.
Otro país que merece una mención especial por su excelencia es el pabellón español que, de la mano del artista Sandra Gamarra presenta una institución, la Pinacoteca Migrante, de la que el curador jefe sería el curador del pabellón, Agustín Pérez Rubio. En sus cuadros, Gamarra ha partido de pinturas de colecciones patrimoniales españolas de la época del Imperio hasta la Ilustración que remata con una instalación compuesta por doce monumentos con una carga simbólica en la historia de las ex colonias. El proyecto habla de la colonización y la colonialidad, desde la complejidad y sin reparos, de la ignorancia impuesta en el discurso del colonizador y de la restitución del colonizado.
Otros pabellones también destacan por el diálogo en relación al discurso curatorial central y ponen el dedo en la llaga, quizá en parte asumiendo un mea culpa o evidenciando un pasado colonial sin complejos, haciéndolo visible. Lo son el pabellón egipcio, con el trabajo de Wael Shawky sobre la revolución de 1882; el pabellón británico con John Akomfrah; el pabellón suizo con el trabajo de Guerreiro do Divino Amor; Países Bajos con el colectivo Círculo de Arte de los Travailleurs de Plantation Congolaise y, finalmente, Brasil, que cambia de nombre el pabellón por el de Hãhãwpuá, nombre que recibe el territorio del pueblo pataxón. O el de Australia, que recibió el premio al mejor pabellón con el trabajo de Archie Moore sobre la genealogía. Sin ánimo de extendernos más, pero para entender qué significa este “festival”, este año ha sido el primer año en toda la historia de la Biennale que ha sido visitada por el Papa de Roma, que visitó el pabellón del Vaticano en la prisión de la ciudad, la llamada Casa Reclusione Femminile Venezia “Giudecca”, un monasterio del siglo XIII convertido en una cárcel para madres solteras, trabajadoras sexuales y enfermos mentales en 1859, que presenta una propuesta de varios artistas, comisariada por Chiara Parisi y Bruno Racine y donde el acceso está restringuido.
En definitiva, más allá de sus aciertos (o desaciertos) sobre el canon del arte y la comunión entre arte y geopolítica, Venecia sigue siendo un negocio. Conseguir que 87 países cada dos años expongan, ya sea en un espacio alquilado o en un pabellón de dentro del recinto, propiedad de los países participantes que lo financian, no deja de ser un truco de magia espectacular a la hora de mermar los gastos e incrementar los ingresos. Porque, quién ¿se atreve a no estar en Venecia?
[Imagen destacada: Pabellón de Polonia, con la pieza Repeat after Me II de Open Group. Retrato colectivo de refugiados de la guerra de Ucrania que recuerdan la guerra a través del sonido de las armas de fuego y después invitan al público a repetirlos. Foto: Ester Prat].
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