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El mal de Llobera

Magazine

02 mayo 2014
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El mal de Llobera


En una primera impresión -esa que se siente aproximadamente a los tres minutos de haber cruzado la puerta-, lo experimentado frente a la individual de Pere Llobera en la galería Fúcares, es el estar frente a un pintor que siente la necesidad imperiosa de trabajar sin descanso, de abrir a la desesperada una vía por la cual acceder a la tercera dimensión de la pintura y sin tener que hablar de pintura expandida ni mucho menos. El mal de Ensor es el título de una muestra que podrá verse hasta el 17 de mayo y que parece haber llevado a este pintor a un punto de indeterminación que contra todo pronóstico abre una serie de caminos aparentemente inagotables en su trabajo.

Hace exactamente un año, sobre las mismas paredes, Francisco Rueda comisarió Escópico-Esconder(se)-Escapar, un proyecto en el que Miki Leal, José Medina Galeote, Andrei Roiter y también Pere Llobera daban forma a un discurso que giraba en torno a la pulsión escópica, al parejo deseo de mirar y ser mirado. Cada gesto aparentemente aleatorio de Llobera esconde una preocupación por no perfeccionarse y caer en el hastío, en el desencanto con que muchos pintores se han topado al descubrirse repitiendo unas pautas hasta sentirse inmersos en una cadena de montaje.

Llobera mezcla imágenes cotidianas con la iconografía sesuda e intrincada que se espera hoy en día del pintor. Lo transcendental y lo banal parecen darse la mano, aunque llegado un punto ya no sabes si lo uno es lo otro o si lo otro es lo uno. Habla David Armengol -en un texto claro y básico para entender este paso en la carrera de Llobera-, de “una renuncia directa a la capacidad virtuosa del pintor […] y una búsqueda incansable de otras posibilidades expresivas ante el gesto creativo. El mal de Ensor es una lucha crónica contra las virtudes de uno mismo, un sistema de auto-control”. Y yo así lo veo, como una huída a la desesperada hacia ningún lugar, como un gesto valiente y determinante.

Contaba Albert Oehlen cómo la madre de Beuys se lamentaba al recordar lo bien que pintaba su hijo en comparación con los trabajos que le habían valido la fama. Oehlen recordaba este episodio mientras hablaba de Kippenberger, paradigma del cambio de registro. En Kippenberger ese gesto alcanzaba sus máximas cotas, encargando cuadros a pintores y alternando obras en las que su autoría sólo se corroboraba por medio de la cartela. Llobera bien podría ser un pintor de individuales-colectivas, un invitado perfecto que instala en el espectador una cara de sorpresa e incredulidad –la clásica cara de tonto-. Observamos La Porta Arreu, una escena en la que el paisaje y la puerta nos hablan de accesibilidad en medio de un entorno inconmensurable. La figura humana, reducida hasta su límite, observa de espaldas al pintor la barrera insalvable. Como un monje frente al mar.

En el centro de la sala se sitúa HAL, un archivador de madera con treinta y cinco cajones que han sido pintados uno a uno, desperdigados y testigos de sus sospechas; de haber sido contagiado por el mal con el que el belga James Ensor tuvo que cargar al no decantarse por una línea de trabajo concreta. En alusión directa al ordenador central de 2001: Una odisea del espacio, Pere Llobera establece aquí un cerebro del que parte la idea originaria que ha dado como resultado este proyecto. HAL, como La Porta Arreu, es también una entrada a ese lugar desde el que de manera rizomática las vías se multiplican. Seguramente también los problemas.

Es en una obra sin título de 2010 donde veíamos a un individuo –quizás el propio pintor- colgado de la manilla de una puerta, en un gesto que simulaba el de un jinete o un piloto de motos. La puerta entreabierta y su jinete cabalgándola o tratando por todos los medios de desprenderla para dejar esa vía abierta.

Llobera habla de la variación constante en la técnica y la temática, del miedo a encasillarse o aburrirse haciendo lo que uno ama. No es cuestión de asimilar un estilo, sino más bien de todo lo contrario. El resultado es una exposición que no huele a tópicos, sino a pintura.

Ángel Calvo Ulloa nació en un lugar muy pequeño plagado de infames personajes. En la facultad en la que realizó sus estudios jamás le hablaron de la crítica ni el comisariado, por eso ahora dedica sus días a leer, escribir y de vez en cuando hace alguna exposición. Adora viajar y sentirse pequeño en una gran ciudad. También adora volver a casa a odiar de nuevo ese pequeño lugar.

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