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“¿Y si la impostura fuera una manera de apropiarse de los lugares, que no está nada mal?”, se pregunta Jean Echenoz tras escuchar a Enrique Vila-Matas recordar el primer encuentro entre los dos en un bar efímero, de breve existencia, llamado El aviador. Echenoz no desmiente la historia del escritor barcelonés, recuerda ese bar cuya “barra era la reconstrucción, bajo una placa de vidrio, de un campo de aviación en miniatura”, pero y ¿si lo desmintiera? “Puede parecer una impostura, sobre todo si tú ahora me desmintieras y dijeras que no recuerdas El aviador, pero no lo harás. ¿No serás capaz de hacerlo, verdad?”, le pregunta algo alertado el autor de Bartleby y compañía a Echenoz. Y ¿si ese recuerdo no perviviera en el autor francés y fuera simplemente uno más de los recuerdos inventados de Vila-Matas? A fin de cuentas, ¿acaso no son todos los recuerdos una forma de invención? Pero entonces, ¿dónde estaría la impostura? ¿En los recuerdos que no pueden sino ser invenciones de quien recuerda? ¿En ese bar cuya existencia es tan dudosa como el hecho recordado? ¿O en el gesto de los dos autores apropiándose de un espacio, de un lugar, que, más allá de si existió o no, han convertido en escenario de un primer encuentro que nadie puede certificar que sucedió tal y como ellos mismos narran?
Según dictamina la RAE, la impostura es una “imputación falsa y maliciosa” o el “fingimiento o engaño con apariencia de verdad”. Ambas definiciones, sin embargo, se revelan insuficientes a la hora de pensar la impostura en el campo artístico y, en concreto, en el campo literario, puesto que nos obligaría no solo a asumir que hay una verdad objetivable a la que se contrapone la creación, sino también que la creación en tanto que ficción es equivalente a la mentira, un completo disparate. “Tú hablas de «impostura» y no creo que, sobre este asunto de tomar prestada una frase, sea ésta la palabra correcta. La impostura –y sobre todo el sentimiento de impostura– es algo distinto, mientras que aquí estamos hablando de nuestro trabajo mismo: captar, robar, apropiarse, desviar, romper en mil pedazos la percepción del mundo y reunir esos pedazos en un orden diferente para intentar dar una imagen reconstruida de ese mundo”, le dice Vila-Matas a Echenoz, abriendo así nuevos interrogantes. ¿Es, por tanto, erróneo definir la impostura como el solo gesto de “captar, robar, apropiarse, desviar, romper en mil pedazos la percepción del mundo”? Si la impostura no fuera nada más que el “trabajo mismo” del escritor, ¿existiría algún gesto artístico que escapara de la posibilidad de ser definido como impostura? Ninguno, puesto que todo ejercicio de creación es siempre un ejercicio de reapropiación, de construcción de un mundo posible que, siguiendo la lógica de la ficcionalización, se desvía de ese supuesto correlato llamado realidad. En este sentido, no hay mayor impostura que la voluntad realista de apropiarse de la imagen “real” del mundo para su representación. “Me parece que la realidad está sobrevalorada”, leí que Rodrigo Fresán decía en una ocasión, pero lo que verdaderamente está sobrevalorado no es la realidad en sí, sino “el realismo mal entendido”, esa ciega convicción no solo de que existe una realidad exterior definible e identificable, sino de que es posible reproducirla. “Es ficción todo lo que atraviesa el umbral de la verdad, sea o no sea verosímil este traspaso. De hecho, desde la gran impostura literaria que es el Quijote, puede decirse más todavía: no es ficción solamente lo que se parece a la verdad sin serlo, sino especialmente lo que la burla y la niega”, decía ya en 1984 el crítico Jordi Llovet leyendo a Vila-Matas en un artículo, «Lo verosímil como impostura», en el que trazaba la poética de la impostura que definiría, a lo largo de las décadas, la obra del escritor barcelonés. Pero, no adelantemos acontecimientos.
El retórica, escribía Paul de Man en Semiología y retórica, “suspende de manera radical la lógica y se abre a posibilidades vertiginosas de aberración referencial” y es esta aberración, esta desfiguración tanto del yo como de cualquier posible realidad exterior, la que define la escritura, la que no solo cuestiona el realismo más inocente –y también el menos inocente–, sino también la que obliga a repreguntarse qué se entiende por impostura. ¿No es quizá la conciencia de la escritura que se sabe y se revela como aberración referencial? “¿Soy conferencia o novela? ¿Soy? De repente, todo son preguntas. ¿Soy alguien? ¿Soy qué? ¿Me parezco físicamente a Hemingway o no tengo nada que ver con él?” se pregunta el narrador de París no se acaba nunca, subrayando no solo pirandellianamente no solo la no coincidencia entre lo que uno quiere, aspira o cree ser y lo que los otros ven de él –“Por sus miradas, respetable público, me parece que ustedes opinan como mi mujer y amigos. Ustedes tienen el mismo talante que ellos y que los organizadores del Key West. No sé por qué, me parece que me están descalificando”–, sino también la imposibilidad de hallar una respuesta a estas preguntas. “¡Sería una aberración referencial!”, me imagino gritando a Paul de Man ante la solo aparentemente ingenua respuesta del narrador: “Yo necesito creer que cada día me voy pareciendo más físicamente al ídolo de mis años parisinos”. Poca ingenuidad tras estas palabras: el narrador vilamatiano sabe tan bien como lo sabe su creador que la identidad solo se puede formular como un desideratum, que tan falaz es afirmarse el doble de Hemingway como definirse como “yo”, como “novela” o como “ensayo”. Ser, ¿qué significa ser? ¿Ser qué?, se pregunta no solo el narrador de París no se acaba nunca, sino el propio texto –¿ser novela o ensayo?–, evidenciando aún más si cabe la imposibilidad de una concreción, una imposibilidad que está presente en la obra vilamatiana desde sus inicios o, por lo menos, desde la publicación de esa novela de programático título, Impostura.
En aquel artículo de 1984, Llovet sostenía que lo interesante de esta novela de impúdico título, no reside tanto en la reiteración del motivo de la identidad imposible, “cuanto en la muy inteligente articulación de ese motivo como el motivo mismo de la literatura y el lugar del escritor en el seno del curso literario” y es que “Vila-Matas no se ha contentado con practicar el mal en el terreno del desmontaje de la ficción, sino que ha llevado el terror del análisis hasta el corazón mismo de la personalidad”. A través del personaje de un enfermo mental desmemoriado que no recuerda su identidad y al que la señora Bruch identifica como Ramón Bruch, un escritor falangista que colaboró con la División Azul, y al que Claudio Nart identifica como un anarquista y extorsionador, Vila-Matas no solo deconstruye la idea de identidad, sino también la propia idea de ficción o, para ser más precisa, la idea de una identidad ficcional capaz de regir el mundo posible de la ficción. Las preguntas que se hace tanto el narrador como el texto de París no se acaba nuncaestaban ya presentes en Impostura, donde, desde el propio título, se ponía el acento sobre la impostura que radica en toda concreción identitaria, una concreción que, como se observa particularmente bien en Mac y su contratiempo, resulta imposible en cuanto queda atrapada en un movimiento dialéctico entre la repetición y la diferencia, siendo la diferencia la leve desviación de una repetición que no puede dejar de ser. “Terminada la celebración, no le queda al lector más remedio que iniciar y multiplicar la producción de lo ficticio: inventar una personalidad posible para el escritor mismo”, escribía Llovet, y esa personalidad posible no escapa de ese juego de multiplicación de la producción de lo ficticio que tan bien resume la frase que algún día dijo alguien que ahora no recuerdo –¿Vila-Matas? ¿A. G. Porta? ¿Algún personaje? ¿Por mí misma?–: “Me llamo Vila-Matas como todo el mundo”.
En Intento de escapada, el artista Jacobo Montes, creado por el escritor murciano Miguel Ángel Hernández, pretendía borrar la distancia entre arte y realidad, convertir su performance en torno al drama de los refugiados no en una representación, sino en la realidad misma. Hernández no solo cuestiona el carácter ético de dicho gesto, sino la borradura del límite entre realidad y copia que permitiría a la copia afirmarse no como tal ni como representación sino como la “realidad en crudo”. Vila-Matas, por su parte, da un paso más allá: no solo cuestiona el estatuto de realidad y la distancia que la separa de toda obra por el estatuto de ficcionalización de esta última, sino que cuestiona la ficción en sí, la asesina, en palabras de Llovet. No existe la ficción de por sí, sino la constante reinvención ficcional de toda ficción, es decir, un constante movimiento de repetición y desviación de la ficción, que nunca es primera ni tampoco última, que nunca llega a concretarse, pues ahí, en esa concreción, residiría la impostura. “La ficción moderna está obligada (…) a no buscar ningún tipo de conciliación, sino todo lo contrario”, sostenía Llovet y esto es lo que hace Vila-Matas, planteando la más irresoluble de las paradojas: la impostura es pretender una conciliación, un aberrante referente dentro o fuera del marco ficcional, pero también es aquello que define la literatura en sí misma. “Creer en una sola teoría siempre sería algo totalmente suicida y, además, ligeramente estúpido, porque para un tímido como yo nada podía existir tan necio como pensar que precisamente la teoría de uno era válida”, afirma el narrador de Perder Teorías. Como él, Vila-Matas no se aferra a una única teoría, sino que las pierde y es que perder teorías es una manera de reinventarlas, de huir de su cosificación –de su identificación– en ese movimiento constante de repetición y diferencia que asesina todas las certezas del lector y todas las certezas del propio texto, obligado, como los personajes que lo habitan, a preguntarse y, consecuentemente, a construirse una identidad ficticia que nunca terminan de encontrar. La literatura es impostura en cuanto denuncia su impostura. En otras palabras, la impostura es la conciencia de esa literatura que se sabe aberración referencial.
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