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Hablar sobre la dicotomía entre profesionalización y amateurismo con respecto a la práctica artística resulta siempre complicado, porque además son varios factores los que interfieren entre ambas posiciones, que van desde el deseo personal a la realidad laboral, depende también de la posición que el artista quiere asumir frente a la institución-arte, caer del lado de los apocalípticos o de los integrados, la resistencia a la instrumentalización de la propia práctica, compatibilizar o no el propósito experimental con las exigencias del mercado y un largo etcétera que tendrá que ver con las expectativas y objetivos de cada cual.
Recientemente he colaborado en la elaboración de un libro colectivo junto a Daniel Villegas y Alberto Chinchón, titulado La práctica artística contemporánea. La profesión y su ejercicio por lo que todas las cifras, porcentajes y otros estudios sobre profesionalización artística están en mi cabeza, sobre todo aquellos datos que estadísticamente dejan a las claras la imposibilidad de una profesionalización para el grueso de los artistas. En este sentido el estudio de Marta Pérez Ibáñez e Isidro Lopez Aparicio sobre la actividad económica de los artistas en España, es poco menos que un relato de terror al que se accede bajo la admonición dantesca del “Abandonad toda esperanza quiénes aquí entréis”: casi la mitad de los encuestados (el 46,9 %) declaraba percibir unos ingresos totales anuales iguales o inferiores al salario mínimo interprofesional contando también aquellos trabajos que nada tenían que ver con el arte, solo el 15% declaraba poder vivir exclusivamente de los ingresos derivados de su actividad artística. Otra estadística a tener en cuenta, y que viene a completar la anteriormente citada, conveniente para tener una foto más amplia de la situación, nos viene del informe del mercado del arte en España en 2016, realizado por Clare McAndrew, directora de Arts Economics, auspiciado por la Obra Social de La Caixa, en la que se afirmaba que el 63% de las obras de arte vendidas en una galería tenían un precio inferior a 5000 dólares. Si a ésta situación añadimos la brecha de género que se da en la incorporación de las mujeres artistas a las galerías, colecciones y exposiciones, la cosa está aún mucho más cruda para ellas.
Una de las premisas que reúnen esta serie de textos sobre el amateurismo es la de que a pesar de todos los esfuerzos gremiales y asociativos de los artistas españoles, la tan ansiada profesionalización no se ha alcanzado, no solo eso sino que incluso el panorama actual es peor que el de décadas anteriores. Las tan proclamadas buenas prácticas parecen haberse quedado en los procedimientos para la selección de directores de instituciones, con todas las reticencias que queramos aplicar, y no han alcanzado para regular dignamente la relación de los artistas con galerías e instituciones, objetivo principal de las distintas asociaciones españolas y de su estructura federativa, la Unión. A principios de la década del 2000, ejercí como vocal de AVAM (Artistas Visuales Asociados de Madrid) y la junta me encomendó representar la asociación ante una suerte de consejo de las artes de la Comunidad de Madrid, con un mandato muy claro: conseguir una remuneración expresa para los artistas que expusieran en espacios dependientes de esta institución. Aquello no dio resultado alguno, curiosamente la oposición mas férrea a aquella propuesta provino de la asociación de galeristas, mientras que la entidad de derechos de autor allí representada solo veía problemas que vendrían a interferir con sus modos de gestión. Claro, ¿cómo pretender profesionalizar algo cuando los patronos y los representantes de los artistas no están por la labor? Imposible. También fue una época en la que se construían nuevas infraestructuras culturales desde el Ayuntamiento de Madrid y éste buscaba legitimarse a través de la consulta a agentes y mediadores independientes ligados a espacios alternativos. Se abrió una ventana de oportunidad para proponer un nuevo modelo gestión y desde la misma asociación de artistas se estableció un encuentro con estos agentes para lanzar un órdago a la administración local, y que los artistas y los mediadores pudieran entrar en una cogestión de los recursos públicos. Aquello tampoco llegó a ningún lado porque los mediadores y espacios independientes decidieron que sus intereses no eran los mismos que los de los artistas. Finalmente abandoné la asociación de artistas porque también me pareció estar más preocupada por su propia subsistencia que por plantar cara de manera efectiva a los conflictos que se les planteaban a los artistas, que en gran medida suponía enfrentarse a algunas de las instituciones que la financiaban. Si bien el asociacionismo no parece tener la suficiente fuerza para establecer avances en la tan pretendida profesionalización, el individualismo, tan querido por los artistas y tan esgrimido como coartada de comportamientos más que erráticos, es todavía peor: mientras unos artistas rechazan trabajar en proyectos no remunerados por razones de dignidad, otros vienen a sustituirlos porque ponen por encima la visibilidad, quizás forzados por las demandas de la nueva “economía de la atención”. Por no hablar de cuando ha habido que enfrentarse en los tribunales a galerías que no querían pagar y veías como colegas rechazaban entrar en esos conflictos, no porque sus reivindicaciones no fueran a ser reconocidas, sino por no ponerse a mal con el medio, mejor dicho, más que con el medio, con la patronal.
Para aportar un punto de vista personal, dentro de mi propia trayectoria en el mundo del arte, hay momentos en los que he tenido la certeza de moverme dentro de unos parámetros profesionales y otros en los que sentía que no podía ser otra cosa sino un amateur. La mayoría de los artistas ganan poco con su actividad profesional; los artistas somos precarios y no ya solo por cuestiones de supervivencia sino incluso de independencia, el conseguir recursos para vivir fuera del arte se presenta como la opción más razonable y realista. Al final son los artistas los que con su trabajo patrocinan a las instituciones o las galerías, como señalaba una placa realizada por Manuel Saiz y exhibida en la galería Moriarty en 2007. Que diez años después, en 2017, esa misma obra apareciera en una exposición del espacio independiente Cruce, nos habla de los “paisajes endémicos” del arte. Esta obra enuncia que sin el propio esfuerzo (¿sin la “vocación”?) de los artistas el tinglado no se sostiene pero por otro lado también se podría ver como una íntima convicción de que el arte tiene que ver más con el regalo que con el comercio. Esa convicción se vuelve más problemática cuando la propia práctica está dándole vueltas a lo político, a la capacidad transformadora del arte, a su relación con la sociedad. En este caso se agudizan las contradicciones, ya que si aquel hilo rojo que conecta todas las propuestas más radicales del arte moderno y contemporáneo no es otro que la propia superación del arte ¿por qué seguir reproduciendo un modelo inserto en las propias lógicas que se pretenden abolir? Desde esta óptica, la práctica amateur parece más coherente para lograr esos objetivos que la búsqueda de cualquier tipo de profesionalización. Como cuando Nelo Vilar se autodefinía como artista collidor, convirtiendo su trabajo a lo largo de 10 años (1995-2005), la recogida de naranja, en una acción artística, lo que le permitía tener 8 meses de vacaciones anuales.
En 2016 tomamos parte de un interesante encuentro en Valencia que, bajo el nombre de AnARCO, arte liberal vs arte libertario, pretendía explorar las relaciones entre arte y pensamiento libertario y discutir sobre el papel del artista como agente transformador. En uno de los debates en torno a la confusión que puede haber entre las posturas liberales y las posturas libertarias en la práctica artística, el mismo Nelo Vilar indicaba que para considerar una práctica artística como «libertaria», ya no era suficiente la simple denuncia en sus contenidos, pues es lo que nos podríamos encontrar en ese mismo momento en todas las escuelas de bellas artes sin que por parte de los estudiantes pudiera haber un mínimo de compromiso con el pensamiento libertario, simplemente por una cuestión de discursos y lenguajes “de moda”, que un arte que se quisiera reclamar así tendría que incorporar de manera efectiva la práctica libertaria a la artística. Y entonces, si este arte parte de un rechazo de jerarquías, librándose de gustos y cánones estéticos, poniendo el énfasis en la acción y el interés colectivos, ¿cuál es su relación con el mercado y galerías, museos, colecciones? Podríamos respondernos que la fusión arte-vida tantas veces perseguida y tantas veces fracasada, en fin, la abolición del arte y sus instituciones tendría que seguir siendo el objetivo prioritario de los artistas que se reclamen radicales. El amateur puede situarse en esa posición sin confrontar las contradicciones del profesional, pues al estar su práctica fuera de los mecanismos de encargo y control, el disfrute de la creación se vuelve central y preserva la idea del arte como juego y trabajo voluntario. Sin embargo, cuando la discusión se abrió al público posteriormente, el debate se recondujo a la supervivencia, los modos de crear una economía alternativa, incluso a la escasez de ayudas y subvenciones (algo que podría parecer fuera de lugar para el ámbito en el que estábamos). Y claro, en este entorno salió a relucir la lucha sindical; si el artista como “trabajador cultural” está en unas condiciones laborales indignas, la construcción del un sindicato se antoja como la herramienta perfecta para revertir la situación. Del mismo modo que uno de los fines del anarcocomunismo es la abolición del trabajo asalariado, pero mientras se llega a esas condiciones el anarcosindicalismo centra la lucha en el mundo del trabajo, el artista podría seguir aspirando a la abolición del arte como fin último mientras que la acción sindical permite reclamar y mejorar sus derechos laborales cuando entre en contacto con las instituciones y el mercado. Al fin y al cabo, la lucha por la profesionalización lo que busca es no solo dignificar el trabajo del artista, también crear recursos de modo que no solo los rentistas puedan dedicarse a la práctica artística. Y esto es algo que tenía muy claro una figura fundacional del anarquismo español como Anselmo Lorenzo cuando hablando de la relación entre los intelectuales y los sindicatos escribía: “nadie les priva de constituirse en sindicatos de producción intelectual; por ejemplo, en defensa de sus derechos de autor contra la explotación editorial; porque, más o menos privilegiados, y a veces más míseros que los obreros de blusa bajo su traje decentemente presentable, son asalariados”.
Pero también tenemos que tener en cuenta la realidad del mundo del trabajo. El trabajo cada vez tiende más a su desregularización, ¿no es entonces hoy día de luchar por la profesionalización del artista, que viene de un ámbito económico absolutamente desregulado de por sí, una lucha aún más difícil? ¿No es quizás esta situación global la que no hace avanzar los esfuerzos por la profesionalización del ámbito del arte? ¿No sería el amateurismo, en esta circunstancia, una suerte de dandismo fuera de lugar que una masa de trabajadores precarios no puede permitirse? ¿Y si el fracaso del asociacionismo en el arte se da porque éste se ha organizado como una suerte de “gremialismo interclasista” que lo hace inoperante al no reconocer a los “patrones” como una clase distinta sino como compañeros de una misma aventura?. Si miramos a nuestro alrededor, los obreros en condiciones más precarias, los más desregulados están empezando a aglutinarse progresivamente en sindicatos autoorganizados, los manteros, las kellys, los riders, losriggers y también los músicos, con la entrada de la Unión de Músicos en la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), desde donde denuncian los festivales que no pagan a las bandas, la falta de contratos en condiciones para trabajar en una sala de conciertos o en un auditorio municipal… ¿Les suenan estas situaciones de algo a los artistas plásticos que están leyendo esto?
Recuerdo un proyecto paralelo del colectivo Preiswert (1990-2000) que planteaba un sindicato para artistas, el Sindicato de Medios, cuyo acrónimo era el resultante de la contracción del nombre: Sindios. Un sindiós no solo es una situación caótica como lo es la de las artes, también es una denominación perfecta para una organización alineada con la gran tradición del anarcosindicalismo español. ¿Quién se anima a reanimarlo?
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)