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Turner Prize 2012: la conjetura del premio

Magazine

01 febrero 2013
Elizabeth Price

Turner Prize 2012: la conjetura del premio

Las exposiciones ligadas a un premio de arte tienen algo que no tienen el resto de exposiciones: la contienda silenciosa entre sus participantes ante esa condición singular, sobre la que se construyen la mayor parte de conquistas, un galardón del calibre del Turner Prize en este caso. Pensando en el espectador, que accede a un espacio demarcado por la construcción de un cuadrilátero sutil por incorpóreo, no es lo mismo acudir a las salas de la Tate Gallery antes o después de conocer el fallo del jurado. Porque quizás no estaría de más indicar que cuando no se conoce todavía al ganador, la observación de los proyectos expuestos se construye desde una atención más homogénea. A modo de detective estético, el espectador efectúa su sondeo buscando indicios y pruebas premonitorios de una decisión ajena –a pesar de esa apelación continua a la audiencia que practica la esfera del arte-. Sin embargo, cuando se conoce el ganador previamente, nuestra atención suele estar mediatizada por el status quo de un premio que jerarquiza inevitablemente los recorridos artísticos. Y nuestra recepción.

Ante un evento como el Turner Prize, muchos nos sentiríamos impelidos a hablar más de los que fueron nominados pero no ganaron. Incluso, en un delirio de subversión, podríamos atrevernos a construir otra exposición con otros proyectos y otros artistas. Sucede que, a veces y con cierta resignación por incurrir en el consenso, uno coincide con las valoraciones de un jurado y sale de la sala de exposiciones –cuando el ganador era una hipótesis- con un proyecto ocupando la memoria reciente: The Woolworths Choir of 1979 de Elisabeth Price.

Nominada por su exposición en el BALTIC Centre for Contemporary Art de Gateshead, donde presentó una trilogía de video-instalaciones entre las que se incluye la pieza que ocupa una sala a oscuras en la Tate, el trabajo de Price funciona por combinación y reanimación de textos preexistentes, imágenes de archivo y un uso estructural y narrativo del sonido. En The Woolworths Choir of 1979 encontramos aquello que podría servir para definir las video-instalaciones de la artista: la presencia de un narrador omnisciente autoritario que, lejos de aparecer mediante la estrategia del subtítulo, surge a través de definiciones y frases sueltas a modo de eslóganes en una tipografía que invoca el estilo de Barbara Kruger; una estética visual predominantemente en blanco y negro que construye esa atmósfera de ciencia-ficción de antaño donde la presencia humana desempeña una función objetual; la creación de un espacio ulterior a la imagen, que viene dado por la inoculación ambiental del sonido.

Esta insistencia en el espacio, ahora arquitectónico, se repite desde la configuración argumental. The Woolworths Choir of 1979 se origina secuencialmente mediante la polisemia del término “choir”. Al definir simultáneamente una zona eclesiástica, un conjunto de cantantes y los fajos de papeles para la encuadernación, Price impulsa por interconexión una segunda lectura que vincularía los procesos artísticos con los sociales y con los archivísticos. A modo de corolario, el video termina entre aplausos unitarios con el acontecimiento que origina su título: un incendio en un almacén de muebles de la marca Woolworths, en Manchester, 1979. Para entender el impacto que provoca este trabajo podría emplearse un razonamiento simple pero concluyente: ahora que nuestra paciencia audiovisual tiene un límite de escasos minutos, los veinte que dura The Woolworths Choir of 1979 suceden vertiginosamente y, una vez terminados, apetece repetir.

Spartacus Chetwynd, Paul Noble y Luke Fowler son el resto de artistas que constituyen un premio que, a pesar de la erótica de la victoria, funda parte de su atractivo en la incertidumbre momentánea y en una agrupación expositiva. Con una instalación derivada de una performance, Odd Man Out, Spartacus Chetwynd propone otro proyecto donde lo carnavalesco “hecho a mano” se mezcla con la densidad de referentes teóricos y la estructuración de las comunidades sociales, creando una actuación ritual en la que se apela directamente al espectador y surge de nuevo una problemática: ¿es la audiencia parte de un proyecto por el hecho de transformar la sala de exposiciones en una representación de un ceremonial, donde el espectador permanece siempre en el papel que el artista le asigna?

All divides selves es un documental de Luke Fowler en torno a la figura del antipsiquiatra RD Laing. Como en trabajos anteriores, convierte en protagonista a un personaje marginal empleando una narrativa de seguimiento que convierte al espectador en testigo. Uniendo la estética experimental del cine expandido con un lenguaje visual estructuralista, Fowler parece entender la cinematografía documental como una suerte de estudio sociológico desde el que analizar comportamientos y situaciones periféricos. Como todo investigador –y a pesar de esa neutralidad que el artista autoproclama-, el posicionamiento se halla ya implícito en la elección de los temas. Posiblemente la mayor queja ante All divides selves es, producto de su carácter cinematográfico, su larga duración y la (im)pertinencia de integrar estos formatos en un espacio tan dado a la intrusión y la distracción como la sala del museo. Como alegato a favor podría argumentarse que si hay algo que otorga valor al territorio artístico es su cierta y eventual legitimidad para lo inconveniente. Léase la disconformidad con los tiempos de lectura en los que nos vamos adiestrando y acomodando.

La sala que ocupa Paul Noble está presidida por fragmentos de Nobson Newton, un mundo surgido en los años 90 donde se dibuja –literalmente- una ficción visual en la que se mezclan la perspectiva caballera, la sátira, una arquitectura tipográfica, la palabra –inventada- como núcleo y embrión estructural, las figuras de Henry Moore y una idea de geografía sin referentes espacio-temporales. Desde ese ilegítimo ejercicio de jurado en el espectador al que induce una exposición sintética como la del Turner Prize, Paul Noble hubiese asomado por la puerta de los ganadores antes de descubrir a Elisabeth Price y The Woolworths Choir of 1979. Sin embargo, es difícil –por no decir inviable- emitir un dictamen sobre una exposición que recoge algunos trabajos de otras exposiciones que no se han visto y que son el motivo de las nominaciones al Turner. Es más, ¿sería posible metabolizar una exposición que surge de y para un premio sin filtrarla por las jerarquías, categorías y fetiches que la competición instiga?

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