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La planta sabe muy bien contra qué debe rebelarse en primer lugar
Maurice Maeterlinck
La imposición del turismo como vía de escape a la economía occidental ha traído consigo ciertas obligaciones inesperadas para la sociedad. Pueblos y ciudades se han adaptado a los ojos de quien viene ejerciendo su derecho a la experiencia y el hedonismo mientras los paisanos han asimilado nuevos roles dispuestos a satisfacer las necesidades de quien visita. Los espacios intermedios y terrenos baldíos en los que solían reinar la practicidad y la improvisación están cada vez más cotizados para la colocación de urbanizaciones, aeropuertos, hoteles, centros comerciales, o lo que es lo mismo: para ser destruidos.
El denominado “monocultivo turístico” nombra las prácticas de una industria que no deja que nada crezca, se desarrolle o arraigue, un sistema coartado en cuanto a deseos y necesidades, basado en los mandatos del “tener que”, en los que la rueda solo pasa por dos polos dependientes: producir para gastar. Colocada en un lugar de alienación, de alguna manera la población desea ser turista, también en su territorio, poder salir de vez en cuando a comer, tomar algo, y hacer como si nada.
Nos enfrentamos a unos espacios de ocio cada vez más similares en los que cada consumidor repite la misma secuencia. En esos lugares-no-lugares buena parte del tiempo se pasa poniendo en práctica la palabra, intercambiándola, colocándola por encima, en un intento de aferrarse a ella como salvación ante los hechos, a las circunstancias materiales. En esos entornos parecidos, límpidos y estériles, a pesar de todo, suele haber sitio para la esperanza, y es por eso que, en algún rincón, quizá en lo alto de una estantería o en la puerta del baño exclusivo para clientes, haya un hueco para una plantita de plástico.
En la cultura de lo sucedáneo, en la que solo las apariencias importan, las plantas encuentran su protagonismo, aunque este sea artificial. En bares, restaurantes y hoteles parece haber cierta preocupación por atender a la vida (aunque solo sea la imagen de esta), y los dueños suelen empeñarse en comprar y colocar elementos decorativos que se hagan pasar por plantas, siluetas que de lejos pueden dar el pego, pero que de cerca solo evocan cierta desilusión.
Teniendo por seguro como seres racionales que una de las actividades imprescindibles para la supervivencia es respirar, nuestro vínculo con el reino vegetal ha de ser mucho más potente de lo que pensamos. Las tomas de aire exageradas cuando vamos al monte dan cuenta de ello. Sin la necesidad de salirse del ritmo de la ciudad, esas tiras verdes atravesadas por alambres colocadas de cualquier forma en cualquier esquina intentan generar un ambiente que consiga apaciguarnos.
El mensaje queda bastante claro: “aquí no”. Aquí no hay tiempo, no hay escucha, no hay sustento, no hay curiosidad, no hay cariño, no hay comunidad, no hay cuidados para una planta. En el sector servicios pasa todo tan rápido, hay tantas cosas que hacer entre tan pocas manos que una planta sería un estorbo, generaría pérdidas. Es por ello que todo lo enumerado se evita dedicar a cualquier ser vivo, ya sean las necesidades de un poto o del personal que lleva a cuestas el negocio.
Cuesta creer que se pueda presentar la vida vegetal de forma tan fragmentada, cuando es bien sabido que todas las plantas se conectan con sus vecinas, se complementan, se apoyan, se comunican. ¿Cómo podemos asumir, aunque solo sea de forma decorativa, que cuatro cacharros con flores de plástico evocan la presencia del reino estudiado por la botánica? En un momento en el que la sociedad está hiper-conectada y recibimos mensajes generados a miles de kilómetros, nos conformamos con colocar algunas copias de las flores más baratas en lugares que no molesten, y así intentar crear un clima más amable; de igual forma nos conformamos con vivir en casas que generan cierta asfixia, desvinculados de lo que está más cerca. El sostén natural es también el social. Se cercenan las raíces de árboles y habitantes, se vuelven más difíciles las dinámicas comunitarias entre personas, vegetales y animales, el soporte que hace posible que un individuo no tenga que hacerlo todo solo, todo el rato.
También al aire libre vamos comprobando que en muchas calles en las que tradicionalmente se han plantado algunas especies ornamentales como naranjos, plataneros o jacarandas, se ha normalizado el hecho de evitar el co-protagonismo en los alcorques entre árbol principal y adventicias, cegando la tierra al pie de este, evitando conexiones de interdependencia y dejando un boquete en nuestro vocabulario, ya que ese vacío que dejaba espacio al agua, ha tenido siempre un nombre, y se trata de una de las palabras más antiguas de nuestra lengua, regalo de los sumerios.
Visto lo visto, y si la reproducción de la flor ha de molestar lo menos posible, es también probable que cueste lo mínimo. Desde las flores de papel, plumas, cera, hueso, cristal o seda hasta las que hoy en día ambientan las estancias con su aroma plástico, la tarea minuciosa y repetitiva ha estado complementada de ciertas dolencias debido a las posturas, las prisas por una demanda creciente, las regañinas por alguna equivocación. Quien ha elaborado las presuntamente delicadas plantas podría bien ser quien sirve las mesas, corre a la cocina y quien una tarde de enero, a una hora tonta, le dedique unos minutos a limpiar el polvo acumulado en hojas y pétalos de eterno petróleo.
Quizá una flor no se merezca estar en un bar oliendo a frito o a alcohol y la opción del plagio sea lo menos malo. ¿Por qué deberían de sufrir esos inconvenientes solo por nuestro deleite y capricho? Si entregan su vida a la supervivencia a través de la reproducción, ¿dejarían entrar a un elemento tan peligroso y disruptivo como una abeja para que llevara a cabo sus quehaceres polinizadores? El estado del bienestar nunca permitiría tal riesgo.
En las tiendas especializadas argumentan que estos tallos de vida plastificada son ideales para quienes no tienen tiempo para el cuidado de una planta natural, que son una alternativa duradera y atractiva, que pueden encargarse según las necesidades de cada espacio, que no tienen los inconvenientes de las plantas vivas. La vida a la carta, pero sin la vida. Constancia de este vivo sin vivir en mí ha dejado la artista Paula Anta, que en su obra Paraísos artificiales, muestra recreaciones inofensivas y controlables de paraísos posibles y perfectos a través de un registro fotográfico de diferentes tiendas de Corea del Sur donde se venden plantas postizas; un cuestionamiento de lo real y su contrario que ya adelantó Guillo Dorfles en los años 80, considerando que “Las flores de mentira son pues bienvenidas, como tantas otras cosas artificiales, a falta de las de verdad”.
En los entornos turísticos, quizá un campo de golf pueda ser un paraíso vegetal, en este caso vivo, pero a su vez controlado al milímetro, como la altura de su césped repasado a diario. El espacio de juego de este deporte de puntería contiene la palabra campo, pero en nada se le parece. Una maqueta a tamaño real de un oasis, regada por acuíferos saqueados al que solo van unos cuantos, de vez en cuando, a tirar una pelotita a lo lejos, un paraíso a medida al que no tiene acceso casi nadie. En el Estado español la mayoría de estas ficciones replicadas se encuentran en Andalucía, que cuenta con más de 100, territorio que también alberga varias de las provincias con mayor riesgo de sequía, lugares en los que en verano se limita el consumo de agua en las casas de sus vecinos cortando el suministro o pidiendo por la tele que la gente se duche rápido, por el bien común. En las ciudades con “mejor clima” (más sol y menos lluvia), es donde más se quita campo para colocar este costoso artificio.
El tiempo pasa y verdolagas, amapolas y ortigas se empeñan en brotar en las grietas del consumo, del turismo y de lo innecesario, pequeñas fallas en el sistema por las que ya está explotando todo, pero poquito a poco, y serán las flores que viven y mueren las que acaben ganando la partida.
Ana Geranios (Andalucía, 1988) es periodista y escritora. Ha publicado el diario-ensayo Verano sin vacaciones. Las hijas de la Costa del Sol (Piedra Papel Libros, 2023) y el diario poético-fotográfico Prometo. Fragmentos para volver a entender del mundo (Ediciones Fantasma, 2023). El acto de creación le genera una sensación de libertad y respeto que no se equipara a ningún otro, por eso sigue.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)