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Hay usuarios de redes sociales que se dedican a dejar una marca de agua no deseada en hilos de comentarios ajenos. Aprovechan publicaciones para dejar su pequeña aportación: “BROzempic”. Es una especie de “hez pasivo agresiva” que busca indicar a los demás usuarios allí presentes que, el creador del contenido, “debe haber recurrido a Ozempic” para “ajustar su estado físico”. Al fin y al cabo, están indicando que aquella persona “ha hecho trampas”. Esta particular “caza” al “Bro que ha tomado Ozempic” simboliza algo mucho más influyente que un simple avance farmacológico.
Crecimos pensando que la dieta era un acto de sacrificio y esos “bros” han conseguido su cuerpo deseado sin el martirio que conlleva. Han editado su cuerpo sin someterlo a la voluntad. Nacido como tratamiento para la diabetes tipo 2, el fármaco Ozempic (nombre técnico semaglutida, Novo Nordisk) se convirtió rápidamente en el símbolo de esta inédita posibilidad. Durante estos últimos años, las redes lo han celebrado como un milagro silencioso, una droga legal muy demandada, así como un claro síntoma de una novedosa purga estética.
El fármaco no cura absolutamente nada, se limita a ajustar; promete control por encima de lo que siempre se estuvo buscando, la salud. Traspasa lo medicinal para transformarse en un improperio moral colectivo: el modo en el que le decimos al mundo que, si queremos, nos gobernamos a nosotros mismos. Hay muchas formas de verlo, está claro; donde algunos ven simplemente un definitivo bypass para que vuelva a reinar la cultura de la delgadez, yo veo una lógica de neutralización y control absoluto inyectada en las lorzas de medio mundo. Porque no estoy seguro que las personas que recurran a Ozempic estén pensando simplemente en “verse bien”. ¿No quieren realmente no tener hambre nunca más? ¿Castigarse sin ese placer? ¿O están ocultando deseos como el de no envejecer y/o no morir?
Este régimen de “autocontrol” farmacológico tiene versiones más extremas y también conocidas: la estética Don’t Die, esa mezcla de tecnolibertarismo, biohacking y superstición científica que encarna el norteamericano Bryan Johnson. Su proyecto de longevidad es interpretado en muchas ocasiones como un “desafío a la muerte” pero en realidad lo que busca es incluso más frío: externalizarla, convertir el envejecimiento en un fallo de software que el usuario pueda, por H o por B, estar permitiendo. Disfrazado de discurso por el bienestar extremo, tenemos una retórica que busca convertir la propia mortalidad en una negligencia. El caso es no dejar de optimizarse jamás.
En paralelo a Johnson, una generación de hombres ha convertido la disciplina físico-temporal y la optimización química en su nueva identidad. Polvos de electrolitos, cara directa al bol con hielo, peladuras de plátano restregadas antes de dormir y una coreografía diaria extenuante pensada para la discontinuidad de TikTok o Reels. El influencer Ashton Hall, con sus madrugones a las 3:52, las duchas heladas, la exhibición de suplementos como si fueran reliquias y platos de carne roja como premio a su mérito, no representa solo un nuevo tipo de lifestyle. Su cuerpo, lejos de comunicar “bienestar”, comunica “obediencia”. Casi siempre “asistido” por una sirvienta que le acerca todo lo necesario para no perder ni un segundo, este tipo de masculinidad de laboratorio demuestra su fuerza vía perfeccionar la autovigilancia.
¿Dominación? ¡Al cuerno! OPTIMIZACIÓN.
Es como si el viejo ideal protestante del trabajo como signo de la virtud hubiera mutado en pura fisiología. Lo que antes era esfuerzo ahora se llama buscar la redención vía regulación del metabolismo y el nuevo pecado debe ser tener el cuerpo inflamado. Dormir menos, lo justo para funcionar, “comer mejor”, suprimir la ansiedad, entrenar cada día: un rosario secular de microhábitos en los que se sustituyen las horas de trabajo por biomarcadores digitales. Para este tipo de gente, su cuerpo ha asumido la tarea que antes residía en el alma. Ser libre, para estos bros, significa mantenerse bajo control.
Esta corpulenta moral del rendimiento es capaz de convertir hasta un vicio tan extendido como el tabaco en pura disciplina: Zyn, asimilada ya como otro símbolo de esta identidad masculina, confirma que el ideal contemporáneo busca dosificar por encima de disfrutar. La marca se ha popularizado a base de sus “sobres” o “bolsitas” de nicotina sin tabaco (“nicotine pouches”). Lo dicen claramente: “para los que quieran experimentar los efectos de la nicotina sin fumar”. Lo toman empresarios y locos de la productividad porque en realidad son dosis de dopamina industrial que perfeccionan eso de lo que estamos hablando: la estimulación sin descontroles, las adicciones que no generen culpa. El placer puede seguir estando pero no puede interferir bajo ningún concepto en nuestro schedule.
En las antípodas de esta autogestión obsesiva que incluso llega a colonizar los vicios, aparece (y existe) su reverso grotesco: el espectáculo de la autodestrucción en directo. Simón Pérez y Silvia Charro, antiguos asesores hipotecarios convertidos en streamers (primero de YouTube, luego de Twitch y ahora de KICK), han hecho de su deterioro físico una forma de contenido. Fuman base frente a la cámara, se insultan, se agreden y se desmoronan entre los aplausos y donaciones de un público que los anima a continuar. Han llegado a pedir armas a su audiencia, por “si pudieran necesitarlas”. Aquí la narrativa es justamente lo que los bros condenarían: el deterioro. Donde unos suprimen el hambre, otros la exhiben; donde unos buscan la inmortalidad higiénica, otros la descomposición acelerada. Pero el miedo es el mismo: el de “desaparecer”, “morir” sin ser vistos, sin dejar rastro en una cultura que solo reconoce lo que se muestra en pantalla.
El bro contemporáneo predica bienestar en vez de ideología. Su horizonte político está en el “before and after”. ¿Creencias? Prefieren los protocolos. Optimización y más optimización. Si lo pensamos bien, es puro populismo. Su revolución tiene una premisa única y se repita a diario: reducir el cortisol. Es un terreno de absoluta desafección política que construye su identidad a base de este tipo de marcas y rutinas para alcanzar la estabilidad dopaminérgica. Los pódcasts motivacionales, los trackers de hábitos y los consejos para hackear hormonas funcionan como las pequeñas oraciones de sujetos que no confían en nada que no puedan medir.
Llega el momento de llamarlo de otra manera: infantilización colectiva. El “miedo contemporáneo a morir”, a envejecer, a perder el control, acaba generando una regresión cultural hacia la dependencia en vez de impulsar una supervivencia racional. Es el mismo tipo de pulsión que caracteriza a la infancia: la necesidad de que exista un agente externo (padre, institución, tecnología, fármaco) que garantice continuidad, seguridad, protección. En el fondo, la obsesión por controlar cada variable de tu cuerpo no difiere del impulso infantil de pedir permiso para existir. Los “adultos del siglo XXI” no esperan la salvación vía el Estado ni la religión, esperan que se materialice trabajando en su propio metabolismo.
Todo gesto que no tienda a la mejora o al progreso se considera una forma de abandono. No descansar, no meditar, no entrenar, no invertir en uno mismo: pecados contemporáneos que se expían con suscripciones, sensores, apps de glucosa wearables y check-ins. La cultura BROzempic ha logrado lo que siglos de moral religiosa no consiguieron: eliminar el hambre sin saciarla. El cuerpo sin apetito como el gran sueño cumplido del capitalismo emocional. No quieren placer, requieren estabilidad. Lo humano se reduce a una curva que no debe desviarse. Vivir bien se ha convertido en el arte de no sentir demasiado.
Ozempic, Zyn, los suplementos, las métricas y las rutinas son solo manifestaciones de una misma ansiedad: la de eliminar la incertidumbre. El cuerpo perfecto del presente no es el fuerte y bello, es el completamente predecible. Todo lo que envejece o fluctúa parece algo que debe corregirse. Hemos domesticado el hambre, pero también el deseo, el dolor, la entrega o la sorpresa. Tal vez por eso esta época se aferra tanto a la idea de longevidad: porque tememos profundamente irnos, y al mismo tiempo que lo vivo pueda volver a desbordarnos.
Frankie Pizá (Palma de Mallorca, 1984) es crítico cultural, divulgador y fundador de FRANKA™️, un medio independiente que analiza la intersección entre las artes, la tecnología y la cultura. Su trabajo se centra en una idea simple y poco frecuente: “proteger el contexto” en un momento en que todo tiende a la desinformación, la precariedad creativa y el ruido algorítmico. Ha trabajado en proyectos de referencia como Primavera Sound, Red Bull Music Academy o Concepto Radio y ha colaborado en distintos medios y plataformas culturales. En los últimos años se ha consolidado como una de las voces más singulares en lengua castellana a la hora de interpretar fenómenos. Sus ensayos se balancean entre la crítica cultural y la teoría contemporánea y buscan explicar lo que está pasando en tiempo real, con un lenguaje crítico y accesible.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)