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Magazine

24 novembre 2009
And the winner is…

Tienen un eco considerable en la opinión pública, pues suelen obtener la atención unánime de los medios de comunicación. Hasta las televisiones, excepcionalmente, dedican un par de minutos a mostrarnos los rostros de los artistas ganadores y hacen una breve presentación de sus obras recurriendo a la nota de prensa emitida para la ocasión y tirando de imágenes de archivo. En los dos o tres días siguientes leeremos alguna entrevista a los galardonados y nadie osará oponer ninguna crítica a la decisión del jurado, no importa cuál sea su composición. Se considera mezquino, de mala sangre, hablar en contra de la concesión de un premio, y más cuando se trata del reconocimiento a una trayectoria. Y, sin embargo, ese alcance público nos debería animar a hacer reflexiones en voz alta no tanto sobre las decisiones tomadas como sobre los criterios seguidos para tomarlas.


Casi todos los gobiernos de la España de las autonomías conceden anualmente sus propios premios de cultura, emulando los tradicionales Premios Nacionales a las Bellas Artes del Ministerio de Cultura. Los premios suelen caer dentro del capítulo de la “promoción de las bellas artes”, aunque quepa interpretarlos como una “promoción del supuesto interés del gobierno de turno por las bellas artes”. Todos sabemos que la cultura y, en particular, las artes plásticas son hoy por hoy la última preocupación de las administraciones y los recortes presupuestarios que se anuncian para el año 2010 lo evidencian bien a las claras. Es también sabido que los responsables políticos han tendido en este país a imponer sus preferencias en materia de cultura, unas veces guiados por gustos personales y otras por pautas ideológicas (o una mezcla de ambos factores). Afortunadamente, esto está cambiando. Las “buenas prácticas” empiezan a extenderse y se van creando órganos asesores o de participación. El Consell Nacional de la Cultura i de les Arts ha abierto el camino para la capacidad no sólo consultiva sino ejecutiva de tales órganos, y la estructuración del sector de las artes plásticas hace ahora posible un intercambio de opiniones más fluido y efectivo con las administraciones.

Los premios nunca los concede directamente un responsable político. No estaría bien visto. Se crean jurados más o menos independientes cuyos miembros son designados bien por su prestigio personal bien en representación de una institución cultural. El nombramiento puede delegarse en una de estas instituciones de referencia, como academias de Bellas Artes o universidades y, más recientemente —sólo en el caso de los Premios Nacionales—, asociaciones de profesionales. Aunque alguno de los premios autonómicos, como Gure Artea (País Vasco), está orientado a promocionar la creación joven, lo más frecuente es que se trate de galardones a una carrera que suelen recaer en artistas maduros o incluso ancianos. Pocos de ellos están destinados a artistas extranjeros: el Aragón-Goya —que también puede ser para españoles— y el Premio Extremadura a la Creación a la Mejor Trayectoria Artística de Autor Iberoamericano —no sólo para artistas plásticos; en la última edición se concedió a Alvaro Siza—. La mayoría persigue el reforzamiento de los valores locales; los artistas del terruño con alguna relevancia tienen buenas opciones de conseguir, tarde o temprano, su premio. Cuando no hay una gran acumulación de candidatos se puede dar que, por ejemplo, el último Premio Extremadura a la Creación a la Mejor Obra Artística de Autor Extremeño corresponda a un artista que apenas pasa de los 40, como Alonso Gil. Ciertos premios, como los Nacionales de la Cultura Gallega o los de Cultura de la Comunidad de Madrid, cuentan con un jurado único que decide todas las disciplinas, pero es más frecuente que se nombren jurados específicos. Las concesiones en este año —o el anterior en los que aún deben fallarse— reflejan dos tendencias. Por un lado se da visibilidad a artistas en activo con cierto éxito o con perspectivas de alcanzarlo: Nacho Criado con el Nacional de Artes Plásticas, Francesc Torres con el Premio Nacional de Artes Visuales de Cataluña, Francisco Leiro con el Premio Nacional de la Cultura Gallega en la categoría de Artes Visuales, el mencionado de Alonso Gil o Iratxe Jaio/Klaas van Gorkum, Asier Mendizabal y Xabier Salaberria con el Gure Artea. Por otro, están los que rinden homenaje a trayectorias que han llegado a su fin —o muy avanzadas— y que hoy tienen escasa presencia en el mundo del arte: Ángel Mateos con el Premio Castilla y León de las Artes, Salvador Soria con el Premio de las Artes Plásticas de la Generalitat Valenciana, Manuel Bethencourt Santana con el Premio Canarias de Bellas Artes e Interpretación y, a otro nivel de calidad, Darío Villalba con el Aragón-Goya.

Como apuntaba, no está bien visto cuestionar las decisiones de los jurados. Todos nos deberíamos alegrar de que “uno de los nuestros”, aunque no lo sintamos cercano, sea el beneficiario. Pero los premios trasladan una visión y una valoración de las artes y tienen una incidencia tal vez mayor de lo que pensamos en la percepción social de éste. El problema mayor se plantea cuando el premiado encarna un tipo de trabajo que llega a crear confusión acerca de lo que son las artes plásticas actuales. Las artes, para bien y para mal, no son hoy una realidad claramente definida y socialmente incuestionada, y estos “mensajes” institucionales agravan esa indefinición. En las últimas semanas se han hecho públicos los fallos de tres premios que contribuyen a la confusión reinante, aunque de diferentes maneras.

En primer lugar, el Premio de Artes Plásticas de la Comunidad de Madrid, que ha recaído en el pintor Cristóbal Toral. La Presidenta de la Comunidad, en la presentación de los Premios de Cultura, destacó que éste se concedía “en reconocimiento a su extensa obra y por haber mantenido, muchas veces a contracorriente, su reivindicación de los grandes valores de la pintura”. ¿Son los de Toral los grandes valores de la pintura? El jurado, único para todos los premios, tuvo una dominancia institucional: el vicepresidente y consejero de Cultura y Deporte, Ignacio González; la viceconsejera de Cultura, Concha Guerra; la directora general de Archivos, Museos y Bibliotecas, Isabel Rosell; el director general de Promoción Cultural, Amado Giménez; el director general de Patrimonio Histórico, José Luis Martínez-Almeida; Albert Boadella (Teatro); María Pagés (Danza); Javier Casal (Música); Tomás Cuesta (Literatura); Ferrán Barenblit (Artes Plásticas); Isabel Muñoz (Fotografía) y Jorge Varela (Cine). Cabe imaginar los sapos que tendría que tragar mientras firmaba el acta Barenblit, que como director del Centro de Arte Dos de Mayo, dependiente de la Comunidad de Madrid, no tendría muchas opciones de oposición firme a la propuesta. Toral ha realizado retratos de políticos para alguna galería de mandatarios ministeriales y resulta fácil para a un gusto conservador que se estancó hace décadas y no ha querido reciclarse. ¿Qué tiene que ver con la producción de los artistas de hoy? Hace treinta años ya era anacrónico. ¿No es contradictorio que la Comunidad presuma de un centro como el Dos de Mayo y promocione al tiempo una idea del arte como la que encarna Toral? Tal contrasentido ejemplifica la ausencia de planes —criterios, objetivos, herramientas— de la mayor parte de las administraciones respecto al arte de hoy.

El segundo caso es el de la concesión del Premio Pablo Ruiz Picasso al dibujante Nazario. Aquí el jurado era más independiente: lo presidía Pablo Juliá, director del Centro Andaluz de Fotografía, y estaba integrado por la galerista Carmen de la Calle, Juan Bosco Díaz Urmeneta, crítico de arte y profesor de Estética en la Universidad de Sevilla, Jesús Rubio, profesor de Historia del Arte en la Universidad de Granada, la comisaria Margarita Aizpuru y Luisa López, conservadora jefe del Servicio de Actividades y Difusión del CAAC. Nazario ha realizado algunas exposiciones de pintura —en mi opinión sin ningún valor— pero es conocido sobre todo como dibujante de cómics. Decir que fue “uno de los principales agentes de dinamización artística en el periodo que va del tardofranquismo a la transición” es mucho decir. Aunque debo reconocer que el cómic no me interesa nada en absoluto y que ésto puede determinar la valoración que haga de esta decisión, creo que incluso sus defensores deberían conceder que esta forma de creación no puede equipararse conceptualmente a las artes plásticas. Pero resulta que, según lo ha caracterizado Yves Michaud, el arte se entiende hoy como un “estado gaseoso” que todo lo impregna y en nada se concreta. Una parte de la crítica, en legítimo uso de su libertad de pensamiento y expresión, favorece esta gasificación de lo artístico que implica que cualquier actividad creativa, imaginativa o con cualidades estéticas pueda ser conceptuada como artística. Las formas de creación más populares, como el cómic, la moda o la cocina oscurecen a las artísticas. Los medios las privilegian y, ahora, también los premios institucionales.

El tercer premio que podría provocar confusión en la percepción social del arte es el Nacional de Fotografía, que ha favorecido a Gervasio Sánchez. El jurado estuvo integrado por José María Rosa (de Bleda y Rosa), Paloma Esteban, conservadora del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Rosina Gómez-Baeza, directora de Laboral Centro de Arte y Creación Industrial, y Mariona Fernández, Rafael Doctor y Santiago Olmo, críticos de arte, y presidido por Ángeles Albert, Directora General de Bellas Artes y Bienes Culturales. Sánchez manifestó tras el anuncio: “no se premia sólo mi trabajo, sino el oficio de fotoperiodista”. ¿Es el fotoperiodismo una de las “bellas artes”? ¿Corresponde al Ministerio de Cultura promocionarlo? Es verdad que hace años que se viene discutiendo la estructura de estos premios estatales y pensando si tiene sentido hoy separar la fotografía de las artes plásticas. Podría deducirse de este fallo que el jurado ha considerado que, puesto que el Nacional de Fotografía se mantiene, toca otorgarlo a fotógrafos que no son artistas. En tal caso, debería dejar de ser asunto de Cultura.

Está claro que el arte no puede guardarse en una torre de cristal, incontaminado. Los artistas tienen intereses muy variados y utilizan formas de expresión muy diferentes. Hay que tener la mente abierta. Pero no hasta el punto de perder de vista que el arte tiene una especificidad; no están los tiempos para abandonar la defensa de sus valores propios, al resguardo de las servidumbres políticas y mediáticas, la exigencia de rentabilidad económica que conllevan las “industrias culturales” y las concesiones a lo más popular.

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