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Hace cinco años el anuncio de la apertura del Palais de Tokyo en París, compartiendo edicício con el Musee de la Ville y dedicando un espacio inmenso al arte contemporáneo, llenó de espectativas eso que se ha venido en llamar el panorama del arte internacional.
París parecía que podía recuperar algo del pulso perdido en las vanguardias. Después de unos años sin demasiadas novedades desde Francia, una serie de artistas encabezados por Pierre Huyghe, Philippe Parreno y Dominique Gonzalez-Foester empezaban a destacar (por entonces, ya habían empezado a trabajar en el vasto proyecto de Annlee). También Thomas Hirschhorn se instalaba en París; Gabriel Orozco tenía galería en la ciudad y desde allí parecía establecer su interlocución con el continente; Pippilotti Rist había inaugurado una gran exposición en el citado Musee de la Ville en 1999; el mismo año que Harald Szeemann se encargó de la Bienal de Venecia ampliando la antigua sección Aperto a toda la bienal, donde de hecho desarrolló parte de lo que ya había probado un año antes en una pequeña bienal, la de Lyon, que brevemente se situaba en el mapa.
Y el Palais sería la guinda del pastel. Nicolas Bourriaud, que con Jerome Sans se encargaría de una dirección compartida, acavaba de publicar el célebre “La estética relacional” que, más allá de sus contras, respondía a un intento de explicación de una serie de trabajos en arte contemporáneo (como, los del propio Pierre Huyghe, Jens Hanning o Rirkrit Tiravanija): algo que llevaba tiempo sin suceder y que lleva tiempo sin que vuelva a ocurrir. Mucho antes de inaugurar editaron un libro fruto de una encuesta bastante amplia en la que preguntaban a artistas y otros agentes cómo les gustaría que fuese el Palais (en el fondo recogía una lista de artistas que podía estar en Cream, o sea, los 40 principales). En la rueda de presentaciones que también hicieron antes de inaugurar, insistieron en que debía ser un lugar dinámico, capaz de reaccionar frente a fenómenos de actualidad, móvil, la arquitectura debía adecuarse a los artistas y no al revés… Resultado: la remodelación (a pesar de lo cara) básicamente afectó a las instalaciones, y si hacían falta muros blancos, pues ya se irían pintando. Pero la vasta sala principal en forma curva y de altura desproporcionada implicaba que más que adaptarse a los artistas, eran estos los que debían luchar frente a las descomunales dimensiones, algo quizá fácil para Richard Serra pero tal vez no tanto “relacionalmente” y, sobre todo, ¡ai! ¡ai!… el presupuesto. No hay inauguraciones y las exposiciones no cambian al unísono, el Palais siempre está abierto, aunque sea a costa de sumar más espacios vacíos subrayando el aspecto de semiabandono de la reforma. Como tiene que ser un lugar “relacional” no cierra hasta las 12 de la noche. Pero, como está en una zona residencial un tanto pija, el bar-restaurante, que debía ser punto de reunión “décontracté”, en seguida cambió sus mesas corridas por platos a la altura crematística de los vecinos, en un lugar en el que, por otra parte, hay poco más que el Palais. Aunque, eso sí, como sucede en el Macba, es punto de reunión de skaters.
Finalmente, todas las buenas intenciones del Palais quedaron sumidas en un halo de banalidad. Para colmo, Londres asumió con decisión convertirse en capital del arte en Europa y llegó la Tate Modern (para decomunal, su sala de las turbinas y su presupuesto) y Frieze… Con el Palais la propia estética relacional ha sido objeto de una crítica feroz. Demasiados juegos de manos, cartón-piedra y, finalmente, poca relación (aquí el aburguesamiento, gentrification les gusta más a algunos, es a la inversa, el pobre del barrio es el museo), pocas ideas fuertes, porque tampoco pasaron por allí los más destacados ni, los que lo hicieron, con grandes grandes apuestas. En el extremo, el año pasado dedicaron todo el espacio a Bruno Peinado, un joven artista, rayano en la treintena, y más bien sobrevalorado, que frente al horror vacui que provoca ese espacio lo llenó de cachibaches, juegos inofensivos con objet-trouvés (una moto de gran cilindrada sin motor y a pedales ¿?), en una especie de zoco imaginario que no lograba alejar ni el horror ni el vacui, pero por separado.
El pasado febrero, Marc-Olivier Wahler tomaba el relevo de la dirección del Palais de Tokyo, después de haber trabajado en el MANCO de Ginebra y dirigir las exposiciones del Swiss Institute de Nueva York. Quizá el mayor reto que tenga que asumir sea invisible: el Palais aún dispone del doble de metros cuadrados, ocultos y sin remodelar; además, buena parte del presupuesto no viene por vía pública sino que hay que encontrar esponsorización. La parte más visible del reto, parece que ya ha empezado a asumirla. “Cinc Milliards d’Années” es la primera exposición de la nueva programación.
Por lo menos parece que ha intentado recuperar una intensidad perdida. En la exposición algunas piezas se muestran con contundencia: la gran estructura, como de máquina de millón ampliada, de Vincent Lamouroux recorre la gran sala y casi cruza una video proyección colgada del techo de Gianni Motti “HIGGS, A la rechereche de l’anti-Motti”, en la que aparece el artista recorriendo el interior de los 27 kilómetros del acelerador de partículas de Ginebra. No hay horror vacui y se apuesta por una convivencia ligera y espaciada entre, por ejemplo, la bicicleta en perpétuo movimiento de Jonathan Monk, “Constantly moving whilst standing Still” (que recuerda demasiado la que Andreas Slomisky expuso en Artficial en el Macba hace ya algunos años), y el cubo que reproduce un goteo infinito de Ceal Floyer. Tal vez sea por los modos de exposición que exigen estos trabajos, se aprecia un cambio significativo no sólo en la calidad de las obras, también en el recorrido, en el display, en cómo se expone, en fin, en la exposición tratada como tal. Porque ahora el Palais ya no parece tanto el espacio semiabandonado de antes y el tratamiento escenográfico de la exposición e incluso la austeridad con la que están colocados los distintos trabajos ayudando a que respiren y al mismo tiempo establezcan cierto diálogo acerca el Palais a un auténtico espacio museístico.
La suma de los relatos de cada pieza insiste en un qué, a lo mejor ya no banal, pero que de diferente manera aún mantiene los rasgos anecdóticos que tanto lastraban la programación del Palais.
Pero, a vueltas con la antigua lógica del Palais, “Cinc Milliards d’Années” no quiere ser exactamente una exposición, sino la primera etapa de una programación, de una sesión de exposiciones bajo el mismo título. La voluntad es esquivar la idea de exposición como hecho puntual y subrayar la idea de programa. De experiencia temporal se habla en el pequeño folleto, donde de nuevo aparecen palabras que remiten a un cierto dinamismo: “movimiento” y “elasticidad”. Todo para referirse a una tesis un tanto difusa: esos cinco mil millones de años aluden al tiempo que le queda de vida a nuestro sistema solar y así parecen la excusa para plantear la capacidad del arte para asumir lo relativo de su posición, su capacidad para ser mutable y su fragilidad ontológica… ¡uf! Para retorcer un poco más la cosa, dentro de la exposición hay otras exposiciones que forman parte de ella: “Un seconde année” y las propuestas de Renaud Auguste-Dormeuil, Zilvinas Kempinas y Joachim Koester. En fin, todo un poco liadillo y que así, en abstracto, parecería seguir la lógica de continuidad, superposición y no saber muy bien qué hay ahí que había caracterizado al Palais.
Aunque eso es sobre el papel. Allí no se ve muy bien a qué viene tanto lío de si es un programa o no, de si hay proyectos dentro de otros (seguramente tenga que ver con aspectos consumo interno que al final no sé si llevan a algún sitio), porque “Cinc Milliards d’Années” es una exposición: se intentará esquivar programáticamente, pero se asume con contundencia tanto en obras, en su disposición y en puesta en escena.
El caso es que bajo la premisa de los cinco mil millones de años que nos quedan, bajo ese título que remite al nada queda (demasiado cerca tenemos el día de difuntos o de elecciones para saber hasta que punto nada queda), la elección de las obras parece aquejada de demasiada evanescencia, juegos con el vacío y la ligereza: aquí unas bombillas que se encienden y se apagan (Philippe Decrauzat reproduce las secuencias lunimosas de “El exorcista” en una especie de lámpara en forma de “T”), allí otra que sólo se enciende una vez al año (Alighiero e Boetti), un vinilo que propone un encuentro en determinada fecha en la torre Eiffel (“Meeting Piece” de Jonathan Monk), una proyección blanca (que remonta las fotografías de un fallido viaje al al polo norte de Joachim Koester y que recientemente expuso el CASM), una cinta que se mantiene el vilo por el efecto de grandes ventiladores (Zilvinas Kempinas) o el citado cubo goteante de Ceal Floyer.
Desde luego que la suma de los relatos de cada pieza insiste en un qué, a lo mejor ya no banal, pero que de diferente manera aún mantiene los rasgos anecdóticos que tanto lastraban la programación del Palais. Sólo la aparición de un simio inanimado pero extrañamente humanizado de Tony Matelli parece contrarrestar ese exceso de literalidad, y pone un contrapunto frente a trabajos como el de Jonathan Monk o apoya el de Joachim Koester. Pero esa contraposición sólo se da en ese caso y, levemente, en el del vídeo de Graham Gussim (en el que añade líquido a un gran lago) frente a la serie “The Day Before” de Renaud Auguste-Dormeuil (la reproducción de los mapas estelares de las noches anteriores a famosos bombardeos que se expuso en la sala Montcada antes de su traslado). Sin esas contraposiciones, sin elementos que sitúen trabajos como los de Koester, Gussin, Monk, Alighiero e Boetti y demás en un ámbito intrepretativo más amplio, existencial en unas ocasiones o crítico en otras, es inevitable la caída en lo anecdótico cuando no en lo meramente formal, lo que no hace justicia a su valor. Y es que esa corrección de la presentación está indisolublemente unida a cierta lectura en un plano exclusivamente formal de las piezas en la exposición: por el hilo argumental, ya se sabe lo evanescente; y, justamente, por lo vacuo del marco general, esa falsa o falta de tesis. Obras que, por otra parte, en otro contexto podrían revelar consideraciones más críticas y no tan placenteramente amables sobre el devenir, la explotación de lo curioso o lo placidamente ingenioso. No en vano ahí están los Gianni Motti, Tony Matelli, Jonathan Monk, Alighiero e Boetti, Graham Gussin o François Curlet.
Si, ahora, en su nueva etapa, el Palais parece querer recuperar un aspecto museístico es básicamente porque frente a lo “relacional” parece que se ha apostado, no tanto por el contenido, como por la forma. Al fin y al cabo, no parece ofrecer otra lectura más allá de que se trata de especulaciones sobre el misterio de determinados objetos.
La cosa ha cambiado, pero ¿a qué precio? No se aleja la presencia de lo anecdótico o del juego que, lejos de acabar en aquello de Lubitch para el que el más auténtico sentido del humor surgía de un profundo existencialismo, insiste en una cierta vacuidad o quehacer inofensivo; y para alejar el fantasma de la banalidad tal vez el precio a pagar sea caer en un renovado formalismo, menos exquisito y más popular seguramente. Claro que la pregunta podría ser más hiriente: si las expectativas que abría el Palais enseguida quedaron frustradas, ¿su solución pasa por el abandono del riesgo y la adopción de la corrección?; o ¿la crisis de los experimentos y las intenciones fallidas de renovación implican un retorno al orden? En fin, ¿tan gris es la etapa que estamos viviendo?
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