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La artista británica Susan Collis juega con la verdad y la mentira artística en su exposición. En la ya tradición de ficcionalizar el montaje expositivo, Collis se acerca a la artesanía.
El juego que propone Collis hasta el 6 de febrero en la galería Espacio Mínimo parte de la predisposición natural del público a encontrar objetos de los que, a priori, no desconfiar. O, al menos, de no hacerlo de sus materiales, pues la mayoría de las veces resultan ser lo que en principio parecían. Que las apariencias engañan ya lo sabemos todos; sin embargo, la agradable sorpresa de descubrir el truco que opera en la simulación siempre se renueva.
En este caso, la trampa a la que la artista nos somete es parte importante del valor de las piezas. Actúa como un trampantojo que obliga a disociar lo aprendido respecto a los escombros y su factura. Es un montaje escenográfico que nos habla de la necesidad de mirar dos veces.
Parece haber dos trampas. En la primera, por las paredes y suelos de la galería quedan los clavos y tacos remanentes del montaje de una exposición, así como telas sucias, maderas y otros escombros. El responsable del espacio insiste en la conveniencia de realizar el viaje de obra a obra con la asistencia de una hoja que opera como guía de las piezas. En ella, la situación de cada una, su título y materiales. Descubrir, entonces, que efectivamente hay piezas instaladas y que son lo que parecían elementos de montaje, es un paso; acercarse a los clavos y leer que están hechos de platino, el siguiente.
La primera trampa se activa mediante un proceso de dos fases: si al principio es necesario que el público se sorprenda sintiendo que interrumpe una sesión de montaje, más tarde, con la guía de obras en mano, reconoce su inocencia al haberse dejado engañar por el cambiazo. Pero este juego en dos etapas ya no tiene la fuerza de sorprender al espectador con la que podría haber operado veinte años atrás. Hoy constituye un recurso más, demasiado trabajado por las prácticas contemporáneas como para provocar asombro. Por lo tanto, el valor de estas obras no reside en esta maniobra, en la de lo que parecía ser pero no era; el valor se aloja en la controversia de reivindicar hoy lo artesanal.
La segunda y verdadera trampa consiste, por lo tanto, en retomar el debate sobre el valor de la artesanía, lo que conlleva volver la mirada a procesos en principio apartados del ámbito de lo artístico, pero en el fondo arraigados en la tradición de arte como técnica. La obra de Collis es una más dentro del conjunto de artistas constructores que se emplazan en la herencia del reconocimiento de la manufactura como valor estético.
Ésta es también una oportunidad para revisar el valor de lo ornamental, con frecuencia relegado al desierto del ostracismo por parte de quienes, de manera errónea, lo desvirtúan acusándolo de haber desintelectualizado lo artístico. Lo ornamental, no necesariamente desligado de la idea de arte pero no siempre vinculado a ella, opera con frecuencia como anclaje para las narraciones que habitan un espacio. Como la obra de Susan Collis, puede pasar desapercibido, pero está ahí.
La reflexión a la que conduce el trabajo de Collis se articula sobre la paradoja de elaborar objetos a menudo pertenecientes a los márgenes del discurso, a partir de materiales cuyo valor de cambio sólo merecerían los elementos en torno a los cuales pivota la historia.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)