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La 29na Bienal de San Pablo, seguramente olvidada por todos los que la visitaron apenas un día después de la preinauguración para invitados, merece todavía algunas reflexiones sobre el modo en que, mediante pocas decisiones muy simples, un instrumento institucional puede replegarse sobre su propia morfología y malograr las relaciones con sus usuarios (el mundo del arte, la esfera pública y la ciudadanía en su conjunto) hasta llevarlas a un punto del que luego es muy difícil salir.
Una institución formalmente en crisis, perseguida por las finanzas, los intereses corporativos y el remordimiento; una dupla de curadores sin proyección ni ambiciones, ya veteranos de varias bienales, más parecidos a cuadros culturales del aparato estatal que a curadores internacionales propiamente hablando; el precedente de un experimento incierto y polémico (la edición de Ivo Mesquita) contra el cual se quiere reaccionar poniendo en juego los sentidos más básicos. Esta es la fórmula para llegar a la peor Bienal de San Pablo en el tiempo de vida de todos los que la presenciaron, sin que cuente su edad.
Era claro que después de una bienal tan fuertemente autoral como la de Mesquita, Moacir dos Anjos y Agnaldo Farias tenían que pensar estrategias para diseñar una exposición que fuera particular en su guión. Al conocerse la lista de participantes llena de grandes nombres, la sensación era que, en efecto, la bienal iba a dar un giro. Y es cierto que se puede hacer una buena exposición sin inventar el nuevo dispositivo curatorial del mes y que una bienal centrada en la exposición, en este momento, puede ser muy pertinente. Pero eso no significa un desastre de panelería mal repartida, una consigna complaciente y vacía sobre lo político en el arte, un programa de actividades y espacios absolutamente convencional y el cuadro general de tedio inherente a una muestra que no sólo no destella por sus innovaciones e ideas, sino que ni siquiera cumple con standards básicos de investigación curatorial, los cuales son suplantados por componendas políticas endogámicas al medio artístico paulista. Pues la peor bienal de San Pablo es, también, la más local de todas: el poco relato curatorial en una muestra enumerativa y virtualmente carente de guión consistía en la celebración autocomplaciente de la generación dorada del Brasil de los 60 y 70; a eso se le sumó el abc de documentos de arte político en Latinoamérica (el grupo CADA, Tucumán Arde y otras cosas que ya se conocen en abundancia) y un conjunto amplio de artistas brasileños contemporáneos que participan de la bienal con obra que no solamente está representada en las galerías de la ciudad, sino que incluso ya fue exhibida previamente en numerosas ocasiones. Pero la repetición de formatos, la degradación del interés, el karma de tópicos, mecanismos y recetas que ya no dicen nada (y a los cuáles para colmo se les añade la palabra “político”) tienen una explicación menos ideológica que netamente heurística. Es que los curadores han sentado un record: no puede hacerse una muestra tan grande trabajando menos.
Sin embargo, el problema de fondo trasciende la calidad de la exhibición en sí misma. Además de la expectativa por cómo iban a responder los curadores a la edición de 2008, era evidente que esta bienal tenía que ser capaz de hacer revivir una institución muy alicaída, que ya daba claros signos de agonía. Lo mejor hubiera sido una purga institucional que abaratara los costos y sintetizara problemas, capitalizando energías sociales que pudieran recomponer la relación de un instrumento faraónico con sus verdaderos usuarios: los ciudadanos (en última instancia, los trabajadores) que la financian mediante la desgravación de impuestos a la renta empresaria. En este nivel, ocurrió todo lo contrario: la bienal cerró filas sobre el medio institucional y el sector comercial del arte brasileño, con el resultado que está a la vista y la sensación de que las estructuras burocráticas autorreplicantes y provincianas de un medio artístico altamente institucionalizado comienzan a jugar en contra del buen despliegue de ese mismo medio tanto en el tablero internacional como en el regional. La bienal paralela de las galerías, con obras consabidas de los mismos artistas brasileños de siempre también realzaba la sensación de nacionalismo cultural, encierro y desgano. La bienal de San Pablo es una referencia en el calendario artístico internacional, la ciudad de San Pablo cuenta con el mercado de arte contemporáneo más dinámico de Latinoamérica y Brasil es una potencia mundial emergente y decisiva en un contexto global cambiante; cómo estos tres factores pueden desaprovecharse tan crasamente es, más allá de todas las explicaciones parciales, un gran misterio.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)