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Ahí van, otra vez, los nativos digitales. Como los jovencitos de cabellera lustrosa que se juntaban hace casi diez años en las plazas de Buenos Aires, en reuniones urdidas mediante la incipiente red Fotolog, pero sin la inocencia ni el clima conspirativo. Los nativos son al mismo tiempo el exponente de la pureza digital y la avanzada de los profesionales en ciernes: niños sin juventud que con veintipico ya fatigan las mesas redondas, las presentaciones de imágenes y otros formatos de las instituciones artísticas. Con atributos del circo itinerante y camisetas de empresas como Google y Facebook, entretienen a una generación más adulta que les festeja, precisamente, su condición.
Está claro que si los nativos digitales existieran, no se hablaría de ellos. O ellos mismos no lo harían, al menos. Que exista una generación para la que internet es una herramienta más intuitiva que el destornillador eléctrico solo puede ser motivo de admiración o comentario para los mayores que los observan y que atravesaron en carne propia los cambios tecnológicos de las últimas décadas. Al nativo le corresponde encarnar la satisfacción, que el cincuentón no posee, de llevarse realmente bien con la tecnología y no tener que sufrir en cada aeropuerto u hospital en el que aparece una pantalla táctil. La experiencia histórica de los nativos está hecha a la medida de los traumas de sus padres. Si pudieran detenerse a pensarlo, si pudieran parar un momento con la explotación profesional de charlas y talento joven al menudeo, los nativos podrían enojarse. Hasta ahora, vienen cómodos repitiendo que crecieron con internet y dejándose invitar a cualquier sitio. (No hay que ser mal pensado para sospechar que también crecieron en familias muy endeudadas, por razones de historia económica: algo del hiper profesionalismo paranoico tiene el tufillo del miedo al fracaso.)
La necesidad de terminarla con los nativos, en su propio beneficio, queda más en claro al pensar en un texto escrito por Bruce Sterling sobre Petra Cortright para Artforum, hace ya casi dos años. Una eminencia cyberpunk escribiendo sobre una estrella emergente del arte de internet debería ser una excelente ocasión para que el mundo escuche algo nuevo. Pero Sterling se limitó a repetir el mito de los nativos y la facilidad de su relación con la tecnología. Es algo que ya se ha dicho muchas veces y que cayó en un momento importuno. Cortright simultáneamente presentaba su primera exposición hecha enteramente de imágenes digitales impresas como pinturas: la necesidad de arrancar el arte de internet de las pantallas y llevarlo al cubo blanco en la forma de objetos realizados con las técnicas más novedosas fue una necesidad inspirada por la industria, que el trabajo de Cortright (hogareño, autorreferencial y siempre a medio camino del folclore puro) finalmente resintió.
En verdad, nada hace pensar que una artista que domina a la perfección el rectángulo de Youtube vaya a tener éxito diseñando grandes placas coloridas para decorar casas. Tal vez esa es la prueba de que los nativos digitales no existen, o de que es mejor dejarlos en paz. Cuando pase la vorágine de la impresión digital y se asiente el polvo de las últimas megamuestras, charlas y presentaciones públicas de nativos, tal vez entonces podamos empezar a extrañar el viejo arte de internet: un arte hecho de arcanos, siempre al borde del error y al margen de la brutalidad y el trabajo. El mito de los nativos, con el tiempo, se disociará del significante internet y pasará a formar parte de la cultura, como el sinónimo de una época angustiada por su relación con el trabajo. Será lo que el buen salvaje fue a la ilustración y las sesiones de espiritismo a la mente científica del siglo XIX: una inmensa y colorida expresión de deseos.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)