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Lleva razón Javier Marías al destacar ayer en su columna en El País Semanal que la mayoría de las obras que ve en los museos bajo la etiqueta “arte contemporáneo” son aburridas, planas o a lo sumo bonitas. Y es de agradecer su esfuerzo, como no podría ser de otra manera, por entenderlas. Aunque dudo que tenga que ser un esfuerzo, porque simplemente debería de sentir la curiosidad propia que todo productor cultural, todo intelectual (por no insistir en palabrejas propias de la crítica de arte), siente por otras producciones culturales, máxime si son contemporáneas. Lo que no es de recibo es que ese hastío que provocan muchas obras de arte contemporáneas sea la excusa para borrar o sancionar a todo el arte contemporáneo. Supongo, y no imagino que sea de otra forma, que a Javier Marías también le producirán aburrimiento la mayoría de las novedades editoriales que aparecen en las estanterías de las librerías. Así ha sido la producción cultural mundial siempre: el 90% (por no decir el 99,9%) es basura y no pasará el tamiz de ese rugoso pasado del que habla Javier Marías. Lo poco que podemos hacer es anhelar que ese rodillo del tiempo no nos pase por encima (eso nos afectará a todos, incluído Javier Marías).
Respecto a los ejemplos que escoge Javier Marías para hablar del estado del arte, Christo, Spencer Tunick, Botero y, especialmente, la Cow Parade, debería considerar que esos ejemplos serían comparables a, en literatura, hablar de Dan Brown, Ken Follet o Carlos Ruiz Zafón. (Aunque haría una excepción en esa comparativa: la obra de Christo en el contexto de los Nuevos Realistas franceses). No creo que esos escritores hagan un retrato justo del panorama literario actual.
Al hilo de todo ello, me gustaría hacer un par de apreciaciones generales sobre el tipo de comentarios que los escritores (españoles mayoritariamente) destilan sobre arte contemporáneo, aunque Javier Marías en esta ocasión no haya incurrido en ellos. Primero, esa fijación que tienen por la cuestión técnica, no ya los nuevos medios, sino la pérdida de una técnica o habilidad (pictórica) de la que el arte contemporáneo se ha apartado. Los escritores saben que la excelencia en escritura no depende del hecho de saber escribir (todo el mundo lo hace, hasta Aznar escribe o alguien le escribe, y no comete especiales faltas de coordinación o relato, tampoco Dan Brown, un especialista en el vértigo narrativo), sino de lo que se dice y del tener algo que decir. Pues lo mismo en arte, lo importante es si se tiene algo que decir y si ese algo es contemporáneo, toma en cuenta la contemporaneidad. Y eso, efectivamente, se consigue en muy pocas ocasiones, sea el que sea el medio usado. Ahí surge la segunda apreciación. Y es admitir que hablamos de lo mismo, que da igual si se trata de literatura, arte, teatro o cine, que las distinciones entre lenguajes son distinciones económicas. Es decir, que la distinción entre unos y otros depende de los ámbitos económicos de producción y distribución en los que se dan: la industria editorial para unos, para otros los museos y galerías, las salas de cine o teatro. Así entenderíamos que, por ejemplo, no hay sustanciales diferencias entre, por ejemplo, Ignasi Aballí y Enrique Vila-Matas y que, en todo caso, se trata de creación contemporánea o, en plan crítico de arte, producción cultural contemporánea. Si los colocamos en cajones distintos es por cuestiones de distribución y economía: mientras uno expone en un museo y acude con su galería a ARCO, el otro publica en una editorial (Anagrama) y firma ejemplares en ferias del libro.
Y un anhelo final: pensar menos en lo que nos distancia y más en lo que tenemos en común, porque lo primero está en el orden económico y lo segundo en el creativo.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)