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La pérdida de evidencia de la función que pueden tener las bienales parece el punto de partida necesario si se busca sopesar ciertos esfuerzos que se vienen haciendo desde Latinoamérica. Un cierto efecto manada entre los profesionales del sector contribuye a la necesidad de cuestionar y reinventar cada vez este tipo de instrumentos de gestión cultural altamente problemáticos e inestables. Cada bienal es así enemiga mortal de todas las otras, y la Bienal del Mercosur que abrió sus puertas en octubre en Porto Alegre no fue la excepción a la regla.
La curaduría conjunta de Victoria Noorthoorn (Argentina) y Camilo Yáñez (Chile) hizo hincapié en el rol social del artista contemporáneo, como un terreno de competencias expandido sobre la gestión, la educación, la editorialidad, etc. La propuesta curatorial se implementó hacia abajo en un mayor protagonismo de los artistas en el diseño de los distintos programas y muestras, tomando como punto de partida algunos aspectos de la edición anterior curada por Gabriel Pérez Barreiro: el programa pedagógico, diseñado por Luis Camnitzer, y el papel del artista como curador, que aquella vez había correspondido a la muestra Conversas curada por Alejandro Cesarco.
Titulada Grito e escuta, esta séptima edición hizo hincapié en el proceso de creación artística, desvinculado de su presentación institucional. El rediseño de la plataforma pedagógica a cargo de Marina De Caro estuvo en sintonía: además de los contingentes de escuelas que llenaban los pabellones del Cais do Porto, el programa Artistas em disponibilidade incluía residencias en las que los artistas trabajaron directamente con las comunidades educativas a nivel local, en infinidad de formatos: clases de filosofía mezcladas con gimnasia, a cargo de Diego Melero; proyectos de investigación colaborativa como Historias del arte, de Diana Aisenberg, entre muchos otros trabajos más o menos participativos. En virtud del esfuerzo invertido, es de lamentar que el programa haya carecido del soporte comunicativo necesario no sólo para darlo a conocer, sino incluso para volverlo medianamente coherente: una nube de tags en una de las salas de exhibición y una web que sólo incluye fotografías aisladas no parecen las mejores herramientas para acceder a una serie de actividades sin duda muy ricas. (Claro que siempre puede decirse que son los miembros de la comunidad educativa los que deberán juzgar, pues hacia ellos apuntó el programa. Lo mismo puede afirmarse de cualquier política educativa, y generalmente eso no exime a los responsables de hacer presentaciones claras.)
En este sentido, es destacable otra curaduría (también a cargo de una artista) que se propuso ampliar el contacto con la comunidad: Radiovisual fue, aunque su nombre lo dice todo, una experiencia intensa no ya en términos de experimentación con los formatos de la radio (en lo que corresponde a una de las tantas citas de John Cage presentes en el guión de la muestra), sino sobre todo una buena plataforma para documentar en vivo lo que estaba ocurriendo y a la vez presentar obras cuya materia es el sonido. El programa, a cargo de Lenora de Barros, podía escucharse en el espacio exterior de los pabellones, por una radio local en algunos horarios y todo el tiempo a través de la web, donde además se encuentra cargado un conjunto de piezas realizadas especialmente para las emisiones. Todo esto implica una innovación real en la manera de distribuir contenidos, valiosa en un momento en el que a las instituciones todavía les cuesta entender que un blog es una forma mucho más sensata de generar contacto que el papelerío de gacetillas y publicaciones institucionales “clásicas”.
Hay que recordar que el año pasado, cuando presentaba su proyecto para São Paulo, Ivo Mesquita señalaba que los artistas no debían quejarse por no poder exhibir en Ibirapuera, dado que “para eso están las ferias”. Si bien a primera vista el gesto de dar la palabra a los artistas de parte de Noorthoorn y Yáñez parece contrario al de Mesquita, en realidad continúan el debate que originó aquella experiencia: una pregunta sobre la bienal como “medio”, por el rol social del arte y por el valor de las exhibiciones públicas al interior del sistema artístico.
Es verdad que una dosis de desconcierto resulta inherente a toda exhibición de este porte, pero no deja de ser curioso que en una bienal que se enorgullece de pasarle la batuta a los artistas, sean las muestras más “curatoriales” las que se llevan el elogio del público, de los periodistas, de los organizadores y de los mismos participantes. Así ocurrió con Desenho das ideas (centrada en el dibujo como forma de pensamiento artístico) y con Ficções do Invisivel (sobre la teatralidad y la autoficción como dimensiones inherentes al trabajo artístico), ambas a cargo de Victoria Noorthoorn. Hacia el interior de la selección y el montaje, los criterios en ambos casos resultaban consistentes y complementarios. Desenho das ideas incorporaba una contundente presentación de artistas jóvenes como Nina Lola Bachhuber, Magdalena Jitrik o Tomás Espina junto a documentación proyectual de trabajos históricos y contextos de lo más variados, incluyendo, entre muchos otros, los bocetos para las acciones de Marta Minujín, las visiones utópicas de Milton Machado, piezas gráficas de León Ferrari, poemas de Arnaldo Antunes, un largometraje de John Cage y una sorprendente serie de dibujos de Juan Downey (también representado en otra de las muestras por sus más conocidas videoinstalaciones y documentales de temática etnográfica). La curaduría en su totalidad resaltaba el aspecto de la proyectación (una costumbre si se quiere moderna) como una dimensión inherente a las corrientes principales de la segunda mitad del siglo XX en Latinoamérica. Aunque la muestra carecía de innovaciones formales y era, si se quiere, un poco demasiado estudiosa, la posibilidad de acercar a un público local masivo los resultados de una investigación intensiva sobre aspectos clave del arte latinoamericano contemporáneo ya parece un esbozo de respuesta si queríamos preguntarnos por la utilidad eventual de celebraciones mastodónticas y disconformes con su propia fisonomía como las bienales, sumergidas en un ejercicio que parece autocrítico, pero a menudo recuerda el proyecto de reinventar la rueda. Quizás es hora de que los artistas, curadores y agentes del sistema artístico en general dejemos de lado las pequeñas rencillas por el protagonismo y entendamos que escenarios como las bienales dan la posibilidad de discutir e implementar políticas públicas para el sector en gran escala, y no sólo emprendimientos personales al filo de lo desconocido en el arte contemporáneo. Nada exorbitante, nada original si se quiere, pero tampoco nada menos.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)