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Verano de 2013. Por extraño que parezca, nadie menciona el nombre de Sindika Dokolo entre las razones que podrían haber inclinado la balanza del jurado de la 55ª Bienal de Venecia en favor de Angola, a pesar de que Dokolo sea uno de los principales defensores del pabellón nacional premiado con el León de Oro y además tenga varios escándalos relacionados con la ciudad y con el mundo entero. La cosa viene de familia: casado con la hija del presidente de Angola desde 1979, su padre es un jerarca congoleño, fundador del Banco de Kinshasha bajo la dictadura de Mobutu Sese Seko, que hasta 1986 estuvo embolsando a sus allegados hasta 80 millones de dólares dirigidos desde las finanzas estatales. En 2007, cuando Dokolo expuso su colección privada en la Bienal bajo la coartada de hacer visible «la mirada del continente africano», la prensa recordó el oscuro pasado de ese punto de vista, claramente oligárquico, enriquecido con el tráfico de diamantes. En 2013, sin embargo, los conspiranoicos están poco despiertos.
El pabellón de Angola está sito en una mansión veneciana abierta desde 1981. Contiene en su interior una colección renacentista francamente impresionante para ser algo privado y olvidado, a juego con las cortinas. En lugar de retirar los Beato Angelico, los Piero della Francesca, los Ercole de Roberti y los Cosmè Tura, el comisario angoleño decidió exponer sobre (y en diálogo con) la tradición occidental. Ignoramos si la decisión del jurado responde a la confusa muestra resultante. ¿Acaso están premiando sin querer el Renacimiento? El hecho es que este año está marcando tendencia el exponer en recintos naturales que pueden llegar a eclipsar la calidad estética de los artistas actuales; máxime si bajo la pretensión de entablar una reflexión sobre el contexto expositivo se encuentran unas cuantas fotografías copiadas de MySpace. Esta es la descripción más ajustada que puedo hacer del producto ofrecido en las primeras estancias del pabellón, donde el espectador puede adquirir por un módico precio una batería de pósters donde figura mobiliario desvencijado delante de paredes desconchadas. O sea, capturas hipsters hechas con mucho amor desde Angola.
Arena de otro costal es la segunda planta. Allí hallamos una caricatura de las vanguardias históricas. Como si estuviéramos caminando por una exposición retrospectiva con motivo del 100 aniversario del movimiento cubista, los motivos atávicos se suceden con rapidez sobre unas pinturas cuya figuración geométrica de algo nos suena. De no ser por las cartelas explicativas, uno diría que el comisario propone un quién es quién del mundo del arte. No en balde, todos los artistas angoleños tienen trazas de algún artista occidental. Como en el círculo vicioso del huevo y la gallina, podemos preguntar quién vino primero, si Paul Jazz o Henri Matisse, si Jorge Gumbe o Roberto Mata, si Antonio Ole o Paul Klee, si Vietix o Joan Miró, si Guilherme Mampwya o Max Ernst, porque las obras de todos ellos son clavaditas. También los hay en el pabellón angoleño como Hildebrando de Melo, que solo se parece a sí mismo; tal es el despropósito que exhiben. Pero lo común entre los artistas premiados viene a ser imitar gente blanca muerta. Así hacen con gran maestría Zan y Cesta Andrade, adobándose a Yves Tanguy y a Cy Twombly, respectivamente. Y así hasta empañar algunas piezas bastante potables, como el Elogio de Nkisi Nkondo (2004) de un tal Van, que quedan eclipsadas por la mediocridad circundante, salvando las composiciones religiosas craqueladas del Renacimiento. En suma, creaciones artísticas de dudoso interés estético amparadas por inquietantes personajillos angoleños enriquecidos mediante un tráfico de materias primas que desangra a los mismos de siempre.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)