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Anthony Blunt es uno de los historiadores del arte más destacados, sus estudios sobre el arte barroco francés, sobre Poussin o Borromini figuran en las bibliografías de todas las facultades de Historia del Arte. También, durante la guerra fría compaginó su actividad académica y sus estudios con el espionaje para la desaparecida Unión Soviética. Perteneció a lo que se ha llamado el grupo de Cambridge, con Kim Philby, Donald Maclean o Guy Burgess, los célebres espías ingleses que en los años setenta huyeron a Moscú. Ahora que parece haber un renovado interés por la historia del arte, con la recuperación de Aby Warburg, puede ser momento también para dirigir la mirada hacia Anthony Blunt, hacia su compromiso y su labor.
Acostumbrados a oír los nombres de Rosalind E. Krauss o Hal Foster como grandes referencias de la crítica, me parece detectar que en los últimos tiempos están apareciendo otras referencias. Referencias que suenan a tiempos de estudios sobre arte Barroco y el Renacimiento: Rudolf Wittkower, Erwin Panofsky, Ernst Gombrich, Pierre Francastel y, sobre todo, la figura de referencia para todos ellos, Aby Warburg (sobre el que el Reina Sofía anuncia una exposición para el 2010). Lo que implicaría un cambio de contexto: de la crítica americana heredera del formalismo de Greenberg, a las raíces de la historiografía europea; también la recuperación del interés en la relación del arte y la sociedad; y finalmente de un desliz hacia la recuperación de la historia del arte como disciplina. Tampoco es casual que esas recuperaciones coincidan con la crisis del modelo que representaba el comisario estrella y la proliferación de bienales, ni con ese movimiento de las propias bienales a querer parecer un museo, ni con el foco que los museos han girado para iluminar la colección y su articulación con las exposiciones temporales.
Hace unos años apareció la biografía de uno de esos herederos de Aby Warburg, de los que habíamos leído en la Universidad y, sin duda, el más conocido de los hitoriadores del arte: Anthony Blunt. Aunque ese conocimiento público general de la figura de Anthony Blunt no se deba tanto a la historia del arte y a su labor como historiador, como a un hecho muy cercano a John LeCarre: fue el “cuarto hombre” del grupo de espías de Cambridge con Donald Maclean, Guy Burgess, John Cairncross y Kim Philby. Durante la Segunda Guerra Mundial y la guerra fría compaginó su labor como historiador del arte con el espionaje, pasando información del MI5 y MI6 inglés, para los que trabajaba, a los soviéticos. Una actividad que mantuvo en secreto hasta que en 1979 Margaret Thacher desveló la identidad de Blunt como el cuarto hombre de Cambridge. No es sorprendente entonces el aura que su figura desprendía a finales de los años ochenta, en plena caída del muro de Berlín acompañado por el desmoronamiento de la URSS y la pérdida del referente del socialismo real: el historiador que ponía el foco sobre Borromini, Poussin, del que leíamos “Arte y arquitectura en Francia entre 1500 y 1700” y el espía, el topo, el que lleva su compromiso a un plano real. Estudiar a Borromini y leer a LeCarre eran actividades compatibles.
La biografía que Miranda Carter publico en 2001 sobre Anthony Blunt es meticulosa y documentada pero, sobre todo, se despide del espía y recupera al historiador del arte comprometido. Un compromiso que se muestra real y necesario en el ambiente universitario pre-bélico y post-bélico inglés, en el que el sueño por una sociedad igualitaria se mezcla con la persecución a la homosexualidad y con los enfoques materialistas y marxistas que se abrían en la historiografía del arte desde las enseñanzas de Aby Warburg. Y un compromiso sobre el que siempre conviene repensar: ante la pérdida de referencias ideológicas o ante el peligro de una entrada de neoconservadurismo que siempre llevan las épocas de crisis. Pero que, de manera mucho más prosaica, también nos ilumina de cara a pensar cómo nos enfrentamos a las referencias, cómo valoramos el trabajo de los demás. En este sentido Miranda Carter pone luz sobre uno de los episodios más tristes en la vida de Anthony Blunt. Una vez destapadas a finales de los setenta sus actividades como espía, las reacciones de la comunidad artística no son precisamente ejemplares. Se desatan todas las envidias, miedos, voluntades por simpatizar con los poderes fácticos e incluso una homofobia latente. En ese contexto hostil, nada vale el trabajo realizado. Reaccionando al acoso mediático, se exige la dimisión o directamente se expulsa a Anthony Blunt de todos los organismos relacionados con su práctica académica.
Entre medio, entre el académico izquierdista homosexual comprometido con la Unión Soviética y el viejo historiador del arte repudiado y borrado por sus antiguas actividades de espionaje, queda retratado no sólo un estudioso dedicado a Poussin, sino sobre todo el profesor y el instigador del Courtauld Institute of Art, del que fue director durante buena parte de su vida. Con la mirada puesta en el pasado el Courtauld Institute fue el lugar de formación para diversas generaciones de historiadores y críticos de arte en Inglaterra, sentó las bases de una práctica de estudios sobre arte que apenas existían en las universidades británicas y fundaba un modelo de seminarios y de dinámicas de estudios que abrían las puertas a la investigación y a un trabajo real (por intenso, no por material) en arte.
Al pensar en una posible recuperación de la historia del arte frente a los modelos de la crítica post-formalista y antes de que sus protagonistas sean introducidos en el name-dropping de los modelos institucionales, habría que empezar a mirar los modos de trabajo, de enseñanza, de trasmisión y fomento del conocimiento que implicaban instituciones como el Courtauld Institute of Art. Implicaría recobrar el valor de lo hecho y de lo dicho por encima del lugar que se ocupa, de la autoría por encima de la autoridad.
“La academia de los cobardes” fue el titular que dedicó el Daily Mail a los miembros de la British Academy tras decidir, después de no pocas disputas, desestimar la expulsión de Anthony Blunt tras descubrirse que había sido espía.
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