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La Berlin Biennale de arte contemporáneo ocupa una posición destacada en la jerarquía bienalista mundial. A su favor juega el peso de la historia de la ciudad, su manejable escala y su capacidad para reinventarse en cada ocasión. La recién inaugurada edición, la número 8 comisariada por Juan A. Gaitán, puede ahora observarse bajo el prisma de la no muy larga historia de la bienal (desde 1998) pero también desde la óptica de la historia de una ciudad que simboliza ante todo cambio y transformación.
A grandes rasgos, esta bienal prioriza el arte a las palabras. Después de la de 2012, en la que Artur Zmijewski tensionó la institución hasta el límite con un programa de urgencia activista, la de ahora supone un retorno al orden. Por “orden” puede leerse otros epítetos como “amable”, “calmada” y hasta “clásica”. Sin duda estos adjetivos entran en conflicto con la propia intención curatorial consistente en subvertir, desde el arte, los principios canónicos de las grandes narrativas coloniales y del imperio, ergo la tradición y el clasicismo. Esto se explicita en la elección de los lugares para la bienal: el Museem Dahlem, un cluster de tres museos etnológicos; el Haus am Walsee, una villa campestre reconvertida en lugar de exposiciones, además de la habitual sede del Kunst-Werke. También en el llamado Crash Pad, concebido por Andreas Angelidakis como un espacio “extra” en el KW para alojar eventos y que, decorado con alfombras y falsas columnas, establece conexiones transhistóricas, culturales y económicas entre Grecia, Alemania y el imperio Otomano.
El modo con el que la bienal interroga el mapa de Berlín, todo un espejo de procesos sociales a mayor escala, es principalmente estético. No hay grandes gestos ni proclamas. Tampoco título (más allá del diseño gráfico de un 8 diseñado con paréntesis). Si bien hay texto (principalmente en el catálogo-guía), éste no resulta excesivo. En lugar de la publicación de readers teóricos y seminarios, se propone una serie de pósters que irán apareciendo en la ciudad o un libro de imágenes realizado por los cincuenta artistas participantes. Se plantea aquí una interesante tesitura ante la actual proliferación de discursividad en las artes visuales, esto es, si el arte necesita de las palabras o si, por el contrario, el exceso de éstas acaba convirtiéndose en un problema.
La ventaja de esta ciudad para inscribir cualquier elemento artístico en compleja red de significados pasa por la fascinante historia de sus instituciones. Aunque el eje temático Este-Oeste está presente (en Olaf Nicolai, quien reproduce un patrón geométrico encontrado en unos grandes almacenes abandonados en la zona este, susceptible en un principio para ser una de las sedes de la bienal), es el cuestionamiento de la noción de lo “global” lo que se destila. No sólo por la procedencia de cinco continentes de los artistas, sino por los diversos retazos de arte asiático, polinesio, precolombino y otros artefactos etnológicos que conforman el complejo de Dahlem. Parte de todo esto será en breve alojado en el macroproyecto del Humboldt-Forum, un nuevo espacio reconstruido en el Palacio de Berlín el cual, situado en la llamada “Isla de los Museos” de Mitte, servirá como espacio de diálogo entre culturas o, lo que es lo mismo, para el multiculturalismo.
Una de las contradicciones más productivas al respecto se produce precisamente en el Dahlem, cuando el arte se instala en medio de todo ese material antiguo produciendo desviaciones de la atención constantes. Es el caso de Wolfgang Tillmans y sus fotografías que cuestionan la política de la verdad instaladas en una sala donde se ha dejado elementos que ya estaban allí, paneles informativos sobre el “mapa del algodón”, tres pantalones vaqueros vintage idénticos, una zapatilla Nike y una chaqueta tipo aviador, todo ello en vitrinas; o Carsten Höller, quien en lugar de añadir más arte ha modificado la percepción de la sala de antigüedades de oro pre-andinas, literalmente haciendo parpadear la luz; o Mariana Castillo Deball, al colocar sus esculturas de moldes inspirados en vestigios arqueológicos; o Tarek Atoui, que ha escogido distintos y exóticos instrumentos musicales del Ethnologisches Museum e invitado a una veintena de artistas a tocarlos.
La cuestión principal aquí es determinar si este “diálogo” es más una mimetización que una confrontación, y si la propia bienal queda subsumida dentro de la neutralización de las ideas de la diferencia y lo “global” que el propio capitalismo multinacional promociona. Quedan lejos los días de exposiciones míticas como Les Magiciens de la Terre o incluso de la Documenta XI de Okwui Enwezor en 2002 como para que lo “global” sea considerado como un tema para el arte, precisamente porque a la globalización económica le ha seguido la propia del mundo del arte, incluída la globalización de la figura del curator y el fenómeno del bienalismo. Esta Berlin Biennale sirve para confrontar algunas de estas ideas, a la vez que para cartografiar nuevas economías no-europeas cada vez más potentes en el mercado del arte, lo que nos recuerda que la globalización no es sólo algo con lo que comenzar, sino casi siempre aquello en lo que se acaba.
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