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Durante los años noventa, la galería del Centro Cultural Ricardo Rojas se convirtió en el hervidero de una generación de artistas porteños, en un momento histórico con coordenadas específicas. Con el tiempo, el “arte del Rojas” se volvería sinónimo de aislamiento y descompromiso. Hoy, dos muestras complementarias releen los momentos iniciales del espacio que daría pie a las discusiones principales del arte argentino contemporáneo
Para condensar, los debates que signaron al arte argentino de los últimos años en un sólo tópico puede decirse que trataron de luchas por el canon. En los noventa, la paulatina centralidad que fue adquiriendo la cuestión de la política trajo aparejada una serie de posicionamientos artísticos con nombre propio (de personas y, también, de instituciones). Las valoraciones extremas y las numerosas instancias de confrontación hablan de un tiempo muy rico en intervenciones. A pesar de algunos prejuicios, y quizás paradojalmente, hoy los noventa en Argentina se pueden leer como una década de ideas, muy rica en polémicas. (La web de ramona, revista heredera de aquellos años, con todo su archivo cargado y muy bien indexado, ofrece un recurso inmejorable en este sentido.)
La Galería del Centro Cultural Rojas, de cuya fundación se están cumpliendo veinte años, fue uno de los motores artísticos del momento y también el anfiteatro de sus principales luchas. El espacio, que desde sus inicios y hasta 1997 estuvo a cargo de Jorge Gumier Maier (artista y periodista formado en el maoísmo y la militancia gay), fue convirtiéndose lentamente en el faro de una nueva generación de artistas que no encontraba lugar en las instituciones de entonces. El tipo de obra que produjeron en ese marco Marcelo Pombo, Fernanda Laguna o Magdalena Jitrik pudo englobarse, con distintos grados de comodidad, en la línea propuesta por el curador, un discurso con enemigos y objetivos múltiples: en primer lugar, Gumier Maier buscaba la resistencia activa hacia la promesa de “inserción internacional” que promovía la gestión cultural del flamante gobierno de Carlos Menem. Para esto, hacía hincapié en lo que llamaba “un modelo de curaduría doméstica” y en una actitud artística no profesional, que buscaba el contacto entre las artes visuales, la cultura del underground y el mundo gay. En segundo lugar, el Rojas aspiraba a convertirse en un foco de lucha contra el “neoconceptualismo” global, un lenguaje que comenzaba a imponerse como modelo universal viable para la periferia. El Rojas le opuso un discurso centrado en la sensibilidad y el gusto, como opuestos a la “investigación” y la crítica . A medida que estas tendencias se fueron profundizando, una tenue trama de reconocimiento se fue formando. Pero los puntos centrales del programa iniciado por Gumier, simultáneamente, fueron volviéndose controvertidos. En 1997, en el texto para la muestra “El Tao del Arte”, Gumier llevó su rechazo de la intelectualización y la profesionalización del artista a un ataque feroz a los conceptualismos políticos y sus herederos. A partir de ese momento, el discurso sobre los noventa cuajaría en posiciones irreconciliables: el repudio de la figura de Gumier Maier por parte de los grupos y artistas “políticos” que volvieron a ver la luz con la crisis de 2001 fue sincrónico con un debate cultural bastante sesgado, que desdibujó la complejidad y la riqueza de aquellos años en apuestas de “todo o nada” hacia el interior de un posible canon.
“El Rojas, 20 años de artes visuales”, la muestra que actualmente tiene lugar en el espacio que dio lugar a los hechos, encuentra en la tautología de una institución que se homenajea a sí misma la oportunidad para revisar el relato de una década. Los curadores, Valeria González y Máximo Jacoby, hacen énfasis en los vínculos entre el pluralismo estético característico de la restauración democrática de los ochenta y el tipo de producción artística que comenzó a tener visibilidad en el Rojas a comienzos de la década siguiente.
La muestra se inicia con un conjunto de obras de temática erótica, que demuestran hasta qué punto un planteo curatorial que fue descartado por “frívolo” buscaba, ya en sus inicios, una articulación contracultural consistente. Las obras (como la Venus Holográfica de Diego Fontanet, una Salomé multicolor y precaria) funcionan como introducción a una serie de trabajos motivados en las relaciones entre sexualidad, cultura y política, y hacen sospechar que el “esteticismo” que se le repudiaba al Rojas formaba parte de una trama mayor de estrategias comunicativas.
El abundante material documental (que se continúa en la exposición complementaria en el CCEBA, ex ICI) muestra la permeabilidad entre lo que ocurría dentro de la galería y las actividades que los artistas producían por fuera, en discotecas, en bares o en la calle. Los curadores buscan examinar, no lo que llaman el “modelo maduro” del arte de los noventa (i.e., el de la confrontación con el arte político), sino la complejidad y la pluralidad de la escena cultural que lo hizo posible.
Esta perspectiva busca forzar una innovación crítica allí donde anteriormente sólo se había logrado ver descompromiso y aislamiento. Ya han pasado demasiados años sin que la crítica encuentre posibilidades de articulación política en un movimiento cultural cuya base de sustentación supo aunar la acción institucional, la militancia gay y la cultura rock. Es de desear que con esta muestra se genere interés en repensar un cuerpo de obras, acciones y debates que definieron el arte argentino contemporáneo.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)