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En 2005, Rosaura López Lorenzo, una gallega sensata y honesta, publicó un libro sobre sus años de asistenta en casa de John Lennon y Yoko Ono. Recuerdo que todas las entrevistas que escuché durante su promoción giraban en torno al eje de demostrar y confirmar que Lennon era un santo y Ono una bruja. Sin embargo, las respuestas de Rosaura dejaban claro que Yoko siempre había sido correcta con ella, amable y le había ayudado cuando lo había necesitado. La decepción de los periodistas era palpable. Cuento esta historia porque no deja de ser sintomático que la reivindicación de la figura de Ono en la última década era un hecho imparable que ha culminado al convertirse en octogenaria. Ahora parece que de repente se descubre que esta mujer menuda es «algo más que». Sinceramente, me alegro de que le haya ocurrido cuando todavía está viva.
Muchas de las piezas de Yoko Ono son instrucciones, pautas dirigidas al público, y es a partir de este hecho que comienza la exposición retrospectiva que el Museo Guggenheim de Bilbao acoge sobre la artista nipona bajo el título «Yoko Ono. Half-A-Wind Show. Retrospectiva». La calidad atemporal que como un aura recorre el trabajo de Ono a través de «sus» instrucciones nos antepone un tiempo que ya no es el nuestro y nos muestra —dejándonos con cierto sentimiento de melancolía— lo que pudo ser y se malogró. A ello ayuda la disposición de la muestra, que reúne cerca de doscientas obras que pretenden condensar casi sesenta años de dedicación al arte; desde mediados de los años cincuenta hasta la actualidad, junto con una versión renovada su obra «Moving Mountains» expresamente creada para esta exposición. En ella se invita al espectador a meterse en las bolsas presentes en la sala para formar esculturas móviles al ritmo de la canción «Moving Mountains», perteneciente a su álbum «Between My Head And The Sky».
De esta forma, se aprecia que el elemento activista no deja de estar presente en las obras de Yoko Ono, las cuales instan al espectador a participar en su proceso de una forma u otra —por ejemplo mediante la intervención violenta directa («Cut Piece», 1964) o también por la descontextualización («Ceiling Painting»)—, pero casi persistentemente de forma abrupta y no siempre física. Se ve en los trabajos una ferocidad verbal irónica; por ejemplo, dentro de su libro «Pomelo» de 1964 —una colección de instrucciones poéticas para provocar obras de arte y publicada en español por la Universidad de Castilla-La Mancha—, en la pieza «Grabación III» después de indicarnos que gravemos el sonido de la nieve nos pide que no lo escuchemos y destinemos la cinta (cuando todavía grabábamos en cinta magnetofónica) para envolver regalos.
Como no podía ser de otro modo, el movimiento Fluxus está presente en la retrospectiva, no solo en obras, sino también en las actividades que rodean a la muestra. Talleres, conciertos y performances, llevados a cabo algunos de ellos por la propia artista, como el concierto inaugural de la exposición, siguen bajo la inspiración de la reapropiación temporal de la que se hizo eco la performance de las décadas de los años sesenta y setenta. Trabajos como «Lion Wrapping Event» (1967), o «Destruction in the Arts Symposium (DIAS)», Londres 1966, pueden verse en la segunda parte de la muestra, a la que siguen sus trabajos de instalación, cinematografía y obras recientes. El cierre final lo dan sus obras de producción musical, quizás la parte más interesante y menos conocida de Ono. Las piezas acústicas son verdaderos campos de experimentación en los que la artista despliega todo su potencial vocal y conocimientos compositivos. Imprevisibles, son el mejor reflejo del espíritu artístico (¿la media respiración?) de Yoko Ono; el campo auditivo no deja de generar continuas significaciones que rompen de forma abrupta lo que por inercia espera el oído.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)