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La sexta edición de la bienal de Berlín comisariada por Kathrin Rhomberg rompe con el habitual aburrimiento que inunda los grandes eventos artísticos. Tiene la virtud de desarrollar una idea, tener una intención o, al menos, proponer un tema con el que pretende tomar cierto pulso a la contemporaneidad: la relación de los artistas con la realidad. Más allá de los aciertos, también el recorrido por esa idea o tema es en muchas ocasiones de trazo grueso y anecdótico.
En los últimos años la visita a una bienal o un gran evento artístico parecía lastrado por la inercia hacia la desazón o el aburrimiento que marcaban la Documenta de Kassel y la Bienal de Venecia. Un lastre que oscilaba entre la tendencia a señalar la cuestión política y la apertura globalizada que habían dejado la Documenta X y la XI, y el regreso al orden de las últimas ediciones de Venecia. Entre medio, algunos coletazos de estética relacional (con revivals hippies) en la Bienal de Lyon. Frente a ese páramo, la Bienal de Berlín parece recoger otro tipo de intereses, plantearse otro tipo de preguntas. Preguntas que, a mi modo de ver, responden a una tensión contemporánea. Bajo el título, no muy afortunado, de “Was draußen wartet” (“Lo que espera ahí fuera”), la comisaria, Kathrin Rhomberg, pretende poner el acento sobre la realidad: sobre cómo se enfrentan las producciones contemporáneas a la realidad, cómo se representa la realidad y cómo se construye. Una idea o tesis que, sin duda, es de trazo grueso pero que destaca, más que por lo que incluye, por lo que deja fuera: hay poco lugar para metáforas y juegos lingüísticos y, menos aún, para regresos historicistas o propuestas formalistas.
Es de trazo grueso porque en momentos ese intento por mostrar la relación que los creadores contemporáneos mantienen con la realidad peca de excesiva literalidad. Por ejemplo, en la visita al apartamento del artista vietnamita Danh Vo en el barrio turco de Kreuzberg: pues eso, el apartamento, pequeño, de un artista, con sus cosas y notas además del inevitable Mac; el artista, su apartamento, la realidad. La sede principal de la bienal, KW, tiene la entrada inhabilitada, bloqueada. El culpable, Petrit Halilaj que además es culpable de buena parte de las piezas allí expuestas: desde un entorno apropiado para gallinas “They Are Lucky to be Bourgeois Hens”, una construcción de aspecto precario pero enorme “The places I’m looking for, my dear, are utopian places, they are boring and I don’t know how to make them real” y otra serie de piezas en las que lo poético se mezcla con una especie de referencia povera a lo Joseph Beuys que en Alemania se entenderá muy bien, pero que en medio de ese discurso sobre la realidad y su representación, construcción o uso por parte del arte suena por lo menos estrafalario. También hay que sumar algún gesto curatorial que se echa de más, como dejar un espacio totalmente blanco, para contrastar (el vacío) e indicar una ventana desde la que ver el trabajo de Petrit Halilaj.
Y sin embargo, en el mismo edificio del KW, sede de la bienal, destaca la recuperación (es un decir) de Ion Grigorescu en sus vídeos (durmiendo, por ejemplo) o en los diarios, que van más allá de la representación de la realidad o de esa relación de los artistas con la realidad. Porque en su caso, filmarse a sí mismo durmiendo, escribir unos diarios o dibujar durante la dictadura de Ceaucescu era todo un acto político de resistencia. (Habría que recordar a algunos políticos de por aquí los verdaderos significados de fascismo y marxismo que con demasiada facilidad los convierten en sinónimos, tal vez, porque conocen demasiado bien el significado de la palabra dictadura).
De nuevo en el terreno de los gestos y del trazo grueso: en la entrada del antiguo edificio en la Kreuzberg’s Oranienplatz, segunda sede de la bienal en número de artistas y metros cuadrados, los cientos de colgadores de guardarropía que parecen esperar un éxito de público inmenso son una obra silenciosa de Roman Ondák (que en el pabellón checo de la última Bienal de Venecia lo dejó atravesado por los jardines vacío). El mismo edificio de Kreuzberg’s Oranienplatz pretende ser una declaración de intenciones: a duras penas adecuado, un poco de desescombre y poco más (impensable visitar la bienal si se padece algún problema de movilidad), como si eso pudiese marcar el tono de una aproximación a la realidad, o como si la realidad tuviese algo que ver con dejar las cosas sucias, sin arreglar y tal como están.
Pero en la segunda planta del edificio en la Kreuzberg’s Oranienplatz aparecen los verdaderos momentos de intensidad de la Bienal, donde la cuestión de la realidad y el arte, de cómo se construye la realidad y la dimensión comprometida del artista al revelarla aparece dejando atrás otros juegos más especulativos. Conviene tomarse tiempo, sólo el vídeo “Enjoy Poverty” de Renzo Martens dura 90 minutos. El vídeo es un documento brutal y auténtico punto álgido de la bienal que pone en jaque toda la industria periodística montada entorno a la pobreza en el Congo. En él destacan cuestiones como la referencia a Dogma –la cámara en mano–, o la tesis de origen marxista (sí, aquello que algunos identifican con fascismo sin más ni más) al plantear que si la pobreza es un medio de producción, puesto que genera ingresos, debería estar en manos de sus trabajadores, es decir, los pobres. En la misma planta la inefable presencia del conflicto palestino-israelí de la mano Avi Mograbi con un vídeo documental sobre el inmoral comportamiento de unos jovencísmos militares en la franja o una pieza de Ruti Sela y Maayan Amir sobre sexo y drogas en los lavabos de un club nocturno. Por eso sorprende el vídeo de Minerva Cuevas en el que a semejantes situaciones de conflicto y pobreza superpone una banda sonora que se aleja de los preceptos Dogma del documental para acercarse a una cuestión metafórica, simbólica: dejando espacio para la interpretación allí donde otros se concentran en la presentación de la realidad como imperativo.
Lo que menos importa de los trabajos de Renzo Martens o Avi Mograbi es que se trate de obras de arte o que sean artistas. En contraste, otras obras, como el vídeo de Minerva Cuevas, afirman su artisticidad a través de ese carácter ilustrativo, con voluntad significativa y metafórica que parece darse de bruces con la tesis de la bienal. Al menos si atendemos, no sólo a los textos, sino también a una pieza que se subraya especialmente en el trascurrir por los espacios de la bienal: John Smith y “Girl Chewing Gum”, única obra expuesta en un comercio desvencijado, cerca de edificio de Kreuzberg’s Oranienplatz. “Girl Chewing Gum” es un vídeo de 1976 en el que John Smith se adelanta a explicar todo lo que sucede en la imagen, un plano de una esquina en una calle, antes de que suceda: pide que una mujer aparezca por la izquierda de la imagen y aparece. Esa referencia a John Smith explicita de una manera menos gruesa, más compleja y, sobre todo, apartada de intentos de afirmación de la artisticidad zafios, la cuestión de la construcción de la realidad, su representación y como los artistas han reflexionado sobre ello.
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