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Por quinto año consecutivo Madrid promueve que salgamos a la calle para celebrar la cultura en su forma más profana, con nocturnidad y alevosía. Una excusa como cualquier otra para vagabundear y disfrutar, o sufrir, del ambiente festivo que la propuesta propicia. ¿Y qué más? También el pretexto perfecto para debatir sobre las políticas culturales de las que emana y sus consecuencias, contrastar la oferta con nuestras demandas reales y analizar desde la crítica un sustrato que necesita de nuestra reacción.
Debido a la afluencia masiva y la variedad del programa resulta difícil establecer una crítica que englobe la totalidad del contenido de forma objetiva. Estas dos características -las mareas de multitudes y la amplitud de un abanico saturado de propuestas- son las que mejor definen la esencia del evento. Muchas veces dichas cualidades se erigen como obstáculos para la visibilidad y éxito de propuestas concretas, pero a su vez y como contrapunto hablan de la potencialidad que emana de tal convocatoria. Queda claro que estamos más que dispuestos a salir a la calle y participar pero ¿para hacer qué? Puede que las preocupaciones intelectuales no tengan cabida una noche de sábado pero me pregunto qué conclusiones podrían extraerse de este fenómeno en el que la energía de miles de personas se desperdicia, sin que muchos si quiera llegaran a divertirse. A pesar del empeño de los gabinetes de prensa en hacernos creer lo contrario, el éxito no se mide en asistentes, ni calidad y cantidad suelen venir de la mano. Tras la polémica, la fiesta, el caos… una obligada reflexión. ¿Mucho ruido y nueces podridas?
En el 2006 Madrid decidía subirse al carro de la propuesta iniciada en París, uniéndose a otras ciudades europeas en la celebración de una fiesta con objetivos biensonantes. El Ayuntamiento de Madrid no podía desperdiciar la oportunidad de utilizar tan efectiva herramienta para vender la imagen de la ciudad, contentar a los ciudadanos ofreciéndoles entretenimiento gratuito y darnos palmaditas en la espalda por no ser los paletos de Europa. Pablo Berástegui, director del Matadero, ha sido el encargado de dirigir la caótica orquesta de La Noche en Blanco desde su segunda edición. Este año el gestor cultural le ofreció a Basurama la oportunidad de encargarse del programa comisariado que corresponde a un tercio de la totalidad del evento y del presupuesto. Una oportunidad única para disponer de las arcas públicas para financiar proyectos, disfrutar de un inusitado espacio público en las calles cortadas al tráfico y recibir una audiencia masiva asegurada de antemano. Una oportunidad. Y un papelón ya que la polémica, también está asegurada de antemano.
Con el lema “Hagan juego” Basurama propuso convertir la ciudad en un parque de atracciones temático que girara en torno a la idea de reciclaje. Entre las propuestas seleccionadas una piscina de pelotas, dos columpios de siete metros, una grúa que eleva una rueda de tractor, dos subibajas de 13 metros de ancho, toboganes “de competición”… El colectivo de arquitectos construyó los pilares de su propuesta sobre la idea de apropiación del espacio público para su uso lúdico. Los ciudadanos, como era de esperar, siguieron las instrucciones al pie de la letra y salieron a la calle a jugar, dejando las habituales colas en los museos mucho más vacíos en esta ocasión. Lo que se celebró no fue la creación contemporánea de la ciudad, ni el arte, ni la cultura, sino el espejismo de ser por una noche dueños de las calles, la natural ilusión de un colectivo de arquitectos jóvenes. Al leer las reflexiones que vierten en su blog queda patente que el colectivo no defiende el evento sino que, ante un encargo de tal magnitud se cuestionan su papel y su propia actuación en vez de la defensa confiada que todo comisario debiera hacer de proyecto.
Todos estamos de acuerdo en que, en teoría, una noche que patrocine la accesibilidad a la cultura gratuita es una buena idea. Pero qué difícil es siempre ver buenas ideas puestas en práctica. Somos muchos los que hemos tropezado varios años con la misma piedra hasta caer de bruces en la cuenta: la noche en blanco no patrocina la cultura de la forma que debería, es la cultura quien patrocina otra cosa. Si a eso le añadimos el lastre psicológico del contexto económico actual uno acaba con la sensación de consumir pan y circo gracias a las estrategias políticas más clásicas. Y si no tiene la sangre de horchata, uno se cabrea.
El debate sobre el modelo cultural seguido durante las cinco ediciones ha empezado a cuajar en un reclamo hacia el cambio, articulando un discurso no sólo “en contra” de la propuesta concreta de Basurama, ni tampoco la del alcalde, sino en oposición a perniciosas formas de actuación -o falta de ella- extendidas en el panorama cultural actual. Desde que la primavera, la plataforma Di no a la Noche en Blanco se ha encargado de articular la crítica desde una posición bastante más radical que reformista, ya que desde su punto de vista el problema se haya en la raíz. No se trata de una mera censura del evento sino de un rechazo a un modelo asociado a la idea del arte como bien de consumo rápido y al espectáculo en su sentido más perverso, cantinela que ya muchos tararean.
Cultura y espectáculo van intrínsecamente unidos por lo que la crítica no debe apuntar hacia su separación sino a la exigencia de contenidos tras los fuegos artificiales. No queremos una cultura aburrida que distancie aun más las prácticas sociales con el contexto artístico, hay que atraer al público hacia la cultura y es legítimo maquillarla para intentar impresionar, pero debemos evitar falsos disfraces que escondan sus defectos, no caer en la demagogia al dirigirse a las masas; hay que divertirse, pero también, hay que evitar anestesias innecesarias. La plataforma ve en la propuesta un “rito reglado por la lógica del consumo, que instrumentaliza al público y a lo público, difundiendo un pésimo concepto de lo artístico y promoviendo un consumo compulsivo de la cultura”. También se acusa al evento de simulacro de identidad colectiva para su venta en el mercado doméstico e internacional ¿es esto malo? Inevitablemente, cualquier cosa puede ser utilizada como herramienta de marketing por lo que no podemos impedir que la cultura sufra la misma suerte y se utilice como reclamo comercial para la ciudad. El problema radica en promocionar un producto defectuoso en vez investigar su mejora ¿no tendría más sentido perfeccionarlo antes de adornar el paquete? No pienso que haya que entrar en la radicalidad de querer salvar la cultura de su relación con las prácticas mercantiles, ni con el espectáculo, ni mucho menos alejarla de las masas, pero sí es necesaria cierta conciencia social que señale sus relaciones para dirigirlas hacia objetivos que nos beneficien.
Muchos no se atreven a entrar al trapo porque es complicado valorar una amalgama de semejantes dimensiones. Existe un miedo atroz a desilusionar a quienes actúan de buena fe, (que los hay) y resulta casi inmoral lanzar cualquier ataque que pueda generar daños colaterales a la ya bastante maltrecha cultura emergente en nuestro país. Parece que se impone como obligación generalizada apoyar la cultura de forma incondicional, sea cual sea su forma, contenido o cometido. Pensar que cualquier iniciativa es buena “porque es mejor que nada” nos coloca en una posición conformista que acaba perjudicando a la propia cultura. Al ofrecer un amor incondicional corremos el peligro de incentivar una relación desigual en la que no ponemos las reglas: permite toda libertad de acción al objeto venerado, haciéndole egoísta y autosuficiente. Si carecemos de orgullo dejamos de exigir, porque nos conformamos con cualquier caramelo y al final acabamos moviéndonos por una fe ciega ignorando la posibilidad de buscar amantes más complacientes. Hay mucha gente que piensa que incentivar la cultura significa lo mismo que consumirla, pero el verdadero apoyo pasa antes por la crítica. Nuestros ataques la harán más fuerte, a pesar de que dicha práctica no esté de moda entre lo políticamente correcto.
No tenemos por qué decir no a la noche en blanco para criticarla; lo que hay que hacer es preguntar cómo. Entre las diferentes perspectivas que inundan los foros existen detractores que animan a su eliminación, porque es imposible salvar una propuesta con la base tan contaminada; pero somos muchos los que preferimos pensar en la posibilidad de cambio. Es fácil hacer una crítica destructiva sobre la concepción de cultura que se desprende de la oferta, pero más útil es intentar avanzar desde la crítica constructiva intentando hallar una repuesta acertada a la pregunta más importante ¿cómo se podría mejorar? Como ocurre siempre en este país todo el mundo se queja, pero pocos saben ofrecer alternativas.
¿Cuáles deberían ser verdaderos objetivos de la iniciativa y cómo podrían cumplirse?, ¿cómo deberían ser invertidos de manera productiva los 840.000 euros que costó el evento?, ¿qué carencias y críticas extraemos acerca del panorama general a partir de la experiencia vivida? Hay quienes seguimos pensando que las calles son un hervidero de intercambios que impulsarán cambios, que el diálogo social necesita de espacios públicos abiertos y que las mejores ideas han surgido en ambientes distendidos imposibles de prefabricar. Tenemos voz y voto en la cultura de este país, aunque puede que estemos a punto de perderlos, justamente porque ya nadie lo cree así.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)