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Acertar con una exposición de aniversario de una institución nunca es fácil. Y tener como hermano mayor al MOMA de Nueva York tampoco. Mercado y underground se dan de la mano mediante la institución.
Campaña de publicidad masiva, fin de semana de puertas abiertas con lleno absoluto, fiestas, charlas y la promesa de un año intenso: lo normal en grandes ocasiones. A lo largo del año y bajo el titulo SFMOMA: 75 Years of Looking Forward el San Francisco Museum Of Modern Art ofrece diferentes eventos y exhibiciones que repasan de forma idealizada su historia.
Acudir a una celebración de tales características debería servir para hacer un repaso a la contribución que el museo ha hecho al panorama artístico durante sus años de vida. Sin embargo, las biografías de las instituciones de arte son complicadas de trazar, y el autobombo y la publicidad son herramientas que empañan fácilmente la realidad objetiva de la oferta. La mayor parte del público acepta la invitación a celebrar la fiesta del arte contemporáneo, sin pararse a pensar muy bien cuál es el verdadero valor del homenajeado.
Cuando el visitante entra en el impresionante edificio de Mario Botta no pone en duda que lo que se dispone a consumir tiene relevancia artística. Como ocurriera con la Tate de Londres, el Pompidou de París y tantos otros museos, la construcción se ha convertido en una atracción turística en sí. Resulta difícil averiguar cuál es el verdadero interés de las más de 650.000 visitas que el museo asegura tener al año, ni mucho menos cuáles son las impresiones que su contenido provoca. Una posibilidad es sufrir cierta decepción al comprobar que, tras el envoltorio de tan impresionante espacio, no es fácil encontrar el regalo en su contenido.
La exposición principal, The Anniversary Show, muestra 250 obras de la colección permanente divididas en 17 galerías. Con cartelas en un extremado tono didáctico cualquier obra es vendida como simbólica o representativa. En realidad lo que se ofrece es un batiburrillo tan ecléctico como desconectado; una construcción basada en fuertes pilares publicitarios que sustentan una estructura deforme. Con un Matisse en el balcón, un autorretrato de Warhol en las escaleras y un Frida Kahlo en la cocina, cualquier vecino del edificio sube de categoría ante los ojos del espectador.
¿Por qué estas, y no otras obras, son importantes para el arte contemporáneo? ¿cuántas de ellas son las realmente relevantes? ¿cómo han llegado hasta aquí? Preguntas que tienen respuestas difíciles de explicar, y vender la moto parece una obligación institucional, incluso con obras de relleno. El SFMOMA se enorgullece en ser primer museo que acogió una exposición de Jackson Pollock, sin embargo sólo ofrece un par de cuadros de su primera etapa. De Calder, una escultura mínima viene acompañada y adornada por dibujos que sirvieron para montar una de sus instalaciones. El espectador que va a ver arte puede sentirse algo menospreciado al observar una sala llena de máquinas de escribir “porque el museo estuvo ligado al diseño”. Pues vale.
A pesar de que las grandes obras parezcan estar en Nueva York, el museo también tiene sus puntos fuertes: algunos cuadros de los últimos años de Clyfford Still o una increíble colección de fotografía que contiene la colorida historia de la ciudad son extremadamente agradables a la vista. Como resulta lógico, merece mención especial el énfasis en lo local que la institución contiene en su oferta. Las salas dedicadas a los artistas de la Bay Area sí ofrecen una panorámica más clara de lo qué realmente se ha movido por aquí.
“Michael & Bubbles” de Jeff Koons es la imagen que el museo ha utilizado para la promoción de su aniversario; la obra “cabeza de cartel” del festival que la institución promete. Todo el mundo ha hablado de la muerte de Jacko este año, aquí y en la conchinchina, por lo que tal mórbido acontecimiento se ha convertido en un inmejorable gancho publicitario, fácilmente digerible por una audiencia masiva. La figura del rey del pop se ha convertido en una marca, una imagen recibida como símbolo ligado a la contemporaneidad cultural.
En la fiesta de inauguración una escultura de chocolate imitando la de Koons daba una vuelta de tuerca más a la representación del pastiche. Desconozco si la pieza acabó en el estómago de algún coleccionista excéntrico y hambriento de postmodernidad ni si tal atiborramiento le provocaría alguna indigestión. Lo que sí puedo afirmar es que la escultura original forma parte de la colección permanente, y que es mostrada como una de las joyas de la corona, revalorizada tras el momento en el que la muerte de Michael le colocó en el Olimpo de los mitos de la cultura popular.
El artista, inseparablemente unido a las características de su obra no queda muy lejos de las etiquetas que pueden colgarse a esta ingente escultura de porcelana, tan estéticamente horrible como hipnótica. Jeff Koons también es mercancía pulida y brillante; maquillada y adornada con el color del dinero. Muchos y más sabios ya se han encargado durante años de la crítica y polémica de su obra, por lo que resulta más interesante analizar el contexto en el que se expone.
¿El precio forma parte de la idiosincrasia de la obra, o es un complemento postizo? Lo primero que aparece en la mente del espectador sobre lo que tiene ante sus narices es que fue subastado en Sotheby’s por 5.6 millones de dólares. Esto conduce a una primera valoración únicamente basada en términos económicos, poniendo de manifiesto que tiene relevancia mercantil. ¿Las cifras de las subastas importan? sí, pero tan sólo son uno de los campos en los que juega la pelota- de porcelana- del arte. Fenómenos, ideas y planteamientos puramente artísticos difícilmente pueden expresarse en números.
Lo que está claro es que el mecanismo del arte no es ajeno a los fenómenos del contexto que le rodea. El dinero sirve para medir el valor de las cosas, pero muchos olvidan que algunos valores pueden prefabricarse y añadirse, a partir de herramientas ajenas al objeto en sí. La moda y sus marcas ejemplifican bien cómo factores volátiles, creados a partir de estrategias ligadas a la publicidad y el marketing, son capaces de crear valores de la nada.
Los medios, los críticos, las galerías, los coleccionistas… Los mecanismos están ocultos en un entramado que aparentemente sólo es visible desde su interior, y en el que toda generalización parece errónea. Como en otros ámbitos se produce, se consume y se intercambia sin que nadie sea capaz de trazar un organigrama claro sobre quien mueve verdaderamente los hilos o cómo se crea valor.
De la sociedad de consumo, economía de mercado y la cultura de masas sí pueden extraerse reglas básicas de funcionamiento. ¿Por qué el arte no iba a hacer uso de las estrategias de marketing y herramientas de publicidad que inundan otros ámbitos culturales? ¿A qué viene tanta polémica cuando su utilización se muestra abiertamente? Resulta algo más que legítimo adaptarlas al arte si, como es el caso de Koons, la obra contiene ciertos paralelismos ideológicos. Algunas obras son creadas deliberadamente para formar parte de ese juego y a su vez, señalar su existencia. Que el mercado del “arte-marca” mueve cifras astronómicas no es raro, y que la institución esté plenamente ligada a ello tampoco. Que Jeff Koons sea una autoridad o no ya depende de opiniones, gustos y diferentes formas de entender su obra
Lo que es indiscutible es que sabe jugar con la imagen y los sentimiento de admiración. En 1988, año de la realización de esta obra, el autor se dedicaba a cubrir revistas de arte con anuncios de sí mismo bañado de gloria. Fotos de Jeff Koons en paisajes idílicos, rodeado de niños, mujeres… En definitiva, todo lo que se sabe que gusta y atrae, y que de tan diversas formas la publicidad ha ido ejemplificando. Una figura de porcelana que ha sabido rodearse de algodones captando estrategias publicitarias.
Hay artistas y obras cuyo objetivo deliberado es marcar vistosos goles al mercado. Se preocupan por mantenerse activos en el partido, llegando a convencer al arbitro -galeristas, críticos y coleccionistas- de formar parte de su equipo. Otros, tienen porterías más difusas o abstractas y no quieren, o no pueden, entrar en el juego mercantil. Muchos prefieren pensar que juegan en una liga diferente, menos injusta y viciada, más pura. Lo curioso es que situándose en el banquillo a veces acaben jugando en la misma final, y que sea la institución quien les de las herramientas para entrar en el entramado comercial.
A tan sólo un muro de diferencia se expone una instalación de uno de los artistas de la localmente pujante Mission School. Ofreciendo el lado opuesto a lo que Koons representa en sus obras, Barry McGee acumula retratos sobre la cultura urbana. Son piezas de un mundo subterráneo que lleva años saliendo a la superficie. El artista suele incorporar objetos como botellas de licor vacías, latas pintadas con spray, señales de tráfico o deshechos de madera; materiales que contrastan con el perfecto acabado de sus obras.
En esta ocasión ha instalado una enorme pieza formada por marcos llenos y vacíos. Cientos de ilustraciones y fotos sobresalen de la pared formando una estructura que parece estar viva. Un collage de individualidades fuertemente unidas, en una mezcla estética de cómics, graffittis y polaroids sacadas en una fiesta.
En los 80, mientras Koons creaba su marca, McGee -como tantos otros artistas del movimiento- cubría los muros de San Francisco con graffittis. Algunas de estas piezas de arte urbano aun pueden verse, restauradas por él mismo, en edificios destartalados y verjas de talleres. En realidad ambos artistas no hacían cosas tan alejadas ya que estaban creando al unísono sus respectivas marcas. Puede parecer más meritorio llegar al museo sin haber hecho uso de mecanismos de marketing y publicidad, pero que éstos no salten a la vista o tomen otra forma no significa que no existan.
No nos engañemos: un graffiti (o un tag, si somos específicos) es un logo colocado en un lugar público con el objetivo de que la mayor cantidad de gente lea el nombre del artista. Es underground, pero es publicidad y su audiencia es infinitamente más basta y diversa que la que puede ofrecer los espacios tradicionales como la galería o el museo.
En San Francisco gusta todo lo que lleve la etiqueta de alternativo por lo que a pesar de la carga de contradicciones que esto supone, ser una marca underground resulta un potente reclamo comercial. Aquello que pueda relacionarse con lo callejero, contracultural y aparentemente outsider supone para muchos un valor añadido así que ha sido adoptado por el mercado. El contexto favorece la unión entre formas que hace unos años parecían opuestas. Se atan lazos entre movimientos que en principio eran marginales con la alta cultura, arrastrando los primeros a los mecanismos comerciales que sustentan la segunda. El mercado alternativo del arte en la ciudad está empezando a tender puentes con lo mainstream, creando un gran número de artistas que se mueven en arenas movedizas. Cuando lo minoritario se pone de moda, ¿pierde su esencia? ¿o aumenta su valor?
Las fronteras entre cultura alternativa y el mercado han desaparecido por lo que los mecanismos comerciales de unas y otras tienen el destino de unirse, al menos en San Francisco. La crítica llega desde la perspectiva en la que esto es observado como un fenómeno de canibalismo: el malévolo monstruo del mercado engulle cualquier forma alternativa para su utilización comercial. Lo cierto es que de esta eliminación de fronteras pueden salir fenómenos tan complicados como interesantes de analizar.
Barry McGee, junto con otros 8 artistas de la costa oeste han diseñado una edición limitada de camisetas en exclusiva para GAP, con el motivo de “celebrar la conexión del arte con la moda” y de paso llenar algunos bolsillos. La campaña artística-comercial tiene bastante que ver con lo que se mueve a nivel institucional. El SF MOMA acaba de adquirir una de las mayores colecciones privadas de arte contemporáneo de la zona. ¿quién ha “donado” las 1.100 obras de arte que la colección va a incorporar? Donald y Doris Fisher, dueños fundadores de GAP.
El pasado octubre dejaron de lado sus planes de construir un museo en Presidio e informaron de que finalmente, el lugar para sus obras sería el MOMA. Lo de las camisetas puede que sea tan sólo uno de los puntos del contrato entre coleccionistas e institución, que el público jamás verá.
La colección que ha mantenido en vilo al panorama artístico de la ciudad verá finalmente la luz en junio bajo el titulo Calder to Warhol y su contenido promete, como no, ser un bombazo. En este complejo entramado de intereses comerciales la institución mueve fichas invisibles y artistas provenientes del arte ousider acaban relacionándose con empresas de moda en una relación aparentemente simbiótica.
Los puntos se van interconectando haciendo aparecer la tela de araña que sustenta el mercado del arte, con extremidades que empiezan a brotar hacia otros ámbitos y líneas desdibujadas. Es una trama llena de individuales, anomalías e interconexiones pero ciertos planteamientos sirven para poder llevar la crítica más allá de lo que nuestros ojos ven al entrar en el museo. Además, en muchas ocasiones, lo que ocurre en el mercado del arte plasma situaciones generales que invaden el panorama en la esfera pública. Que en EEUU el capitalismo es voraz lo sabe todo el mundo pero no está de más rescatar ejemplos sobre formas de hacer que dentro de poco invadirán el panorama, al menos en esta ciudad.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)