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La artista valenciana, neoyorkina de adopción desde hace casi 10 años, ofrece su primera exposición individual en Barcelona. Se trata de una colección de plumas perfectamente ordenadas, dibujadas meticulosamente en papeles de ábaca. Añade su biblioteca, llena de correspondencia (“cartas a la madre”), también el registro de alas descompuestas en clasificaciones propias.
Uno se pregunta cuántos años se tarda en escribir 3.000 cartas a una madre, en cuántos días se completa una infinita colección de plumas, cuántas horas son necesarias para acumular las líneas precisas. Y creánme, las líneas son muchas. En definitiva cuánto se tarda en ejecutar un trabajo de chinos cuya manufactura nada tiene que ver con las pipas de la Tate. Pocas veces sabremos dónde reside el motivo de tal dedicación, qué inaccesible meta persigue el artista. De su búsqueda no obtendremos resultados simples ni precisos. Será mejor entonces interesarnos por el propio trayecto, por aquello con lo que fue tropezando en su camino. En este caso, “cartas voladoras” con forma de pluma documentan un fragmento de tal andadura.
Al realizar el registro de la realidad más sutil Elena del Rivero no parte de un afán comunicativo sino que más bien al contrario, nos ofrece una partitura en Morse. Entre las plumas podemos limitarnos a oír un ritmo monótono, ordenado y aburrirnos como ostras, o intentar escuchar para hacer relevantes los pequeños detalles y variaciones. Si se predispone de una actitud lo suficientemente sensible como para aceptar la sugestión, cabe la opción incluso de llegar a intuir cierta melodía bajo la cadencia. Sin embargo, que la documentación ofrecida resulte relevante o no depende de quién la consulte. Las plumas parecerán una sucesión de motivos en una obra insípida e insustancial, o una hemeroteca donde conservar lo más invisible e importante. Todo depende de gustos y sensibilidades.
Tan manido como cierto: cuando la mano trabaja la mente se va de viaje, echa a volar. Los trabajos de la artista parecen partir de una necesidad de producción íntima y solitaria, como si en su caso las horas de trabajo artesanal e intelectual se dieran a unísono. Es un hecho que al reproducir una acción o movimiento de forma mecánica, como hábito adquirido, el cerebro se mece en a un ritmo subconsciente. Por eso el automatismo proporciona cierta liberación mental y es ahí donde algunos encuentran inspiración, placer o dolor. Es así como la artista consigue poner orden con las manos, para intentar rozar con la mente los bordes de preocupaciones filosóficas y conceptos psicoanalíticos propios que no podría expresar en otro lenguaje.
Como ocurre en tantos otros ejemplos femeninos, parece que mientras ordena, colecciona, cose o dibuja la conciencia cambia de lugar y pueden llegar a intuirse pequeños órdenes y sentidos. Podemos encontrar una esencia similar en la exhibición actual de la Fundación Tàpies sobre Anna María Maiolino, otra artista que encuentra algo, sino a sí misma, coleccionando piezas de arcilla simétricas, captando fragmentos de su vida o su cuerpo mediante el vídeo o la fotografía, construyendo panales donde depositar lo invisible. Me permito la licencia de hablar de lo femenino no cómo excusa sino como idiosincrasia aun bajo los efectos de la visita de Griselda Pollock.
Hace unos años Elena del Rivero apareció frente a Marcel Duchamp practicando la costura. Reemplazó a la joven desnuda que ocupada la fotografía original mientras él seguía jugando al ajedrez, mostrando que la sensibilidad también puede ser intelectual. Las injustamente llamadas “artes menores” tienen una presencia relevante en la obra de la artista, que rompe papeles para remendarlos, borda perlas en trajes de novia, cose sus propias cicatrices dando puntadas en el material. Reivindica así el espacio las pequeñas artes femeninas marginadas en la Historia del Arte.
No se trata de la fuerza frente al material de la escultura, ni el construir de la arquitectura, tampoco se trata de productos pensados desde la pura razón, sino de mecanismos de liberación y orden. Deberíamos tener que tener en cuenta que existen incluso artes que de tan menores resultan casi invisibles, por ejemplo la dedicación que normalmente las mujeres ponen en la recopilación del álbum familiar, la creación, orden y diseño de un archivo de recuerdos clasificados, que es a fin de cuentas lo que hace la artista.
Al subir las escaleras encontramos una explicación a las plumas: Nidos vacíos en el suelo, el símbolo del trauma freudiano achacado a toda madre que sufre el transcurrir del tiempo. La abuela a la que escribía cartas muere, los hijos se van y todos los nidos, aun quedando vacíos y agujereados, permanecen unidos. Las cosas son más ciertas cuando parten minuciosas explicaciones, de muestreos ordenados mediante los cuales analizar lo invisible. Lo aleatorio cobra fuerza en dolorosos detalles que escapan a la percepción superficial. A pesar de todo, puede que ahora estemos demasiado ocupados para detenernos en minucias, que necesitemos mensajes más directos, emociones más eufóricas, construcciones más impresionantes. Teniendo en cuenta el mundo que nos rodea lo que hace Elena no parece encajar del todo por ser un nombre en femenino y en singular.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)