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Una ciudad como Barcelona observa paulatinamente la aparición -y a veces desaparición- de generaciones de artistas una tras otra. El termino “emergente” empieza a ocupar más y más espacio, llegando a cubrir casi toda la posible carrera artística de los artistas de la ciudad. ¿Es “emergente” algo que entre en la dinámica de lo “profesional”?
Recuerdo que hace unos días se lo preguntaba a una de esas presencias casi permanentes en esta especie de circuito cerrado por el que, durante los últimos tres años, la comunidad artística emergente de Barcelona se ha visto impelida a luchar por su supervivencia en el universo del arte local. Bien es sabido que en este país, quien no alcanza cierto reconocimiento durante la primera etapa de su carrera como artista –es decir, entre el último año de su formación artística y su ingreso profesional en el circuito del arte a través, quizás, de algún fichaje por alguna galería– no lo va a tener muy fácil para exponer su obra en público. De modo que quien durante esta etapa frágil de su formación no abandona el arte para dedicarse a otra cosa, es aquel que con grandes dosis de introspección consigue mentalizarse de que en el arte también existen las carreras de fondo, opta por convertirse en un resistente, encuentra un trabajo con sueldo que le permita sufragarse la vida o halla la manera de tirar hacia adelante y con el necesario poder de convicción la producción de una obra que, con el tiempo y esa tendencia tan nuestra a mirar hacia atrás para ver qué se hacía y no se valoró en su tiempo, le brinde la posibilidad de realizar una exposición que lo sitúe dónde le corresponde y, de ahí y con un poco de suerte, disfrutar de esa fama que, a partir de los cuarenta, siempre es más fácil de relativizar, más difícil de creer y más posible de almacenar en algún cajón del armario de los ilusos.
La pregunta que le hice a este artista y que suscitó que nuestra conversación derivara en una especie de análisis informal sobre las generaciones y sus peculiares maneras de enfrentarse a las circunstancias que les son propias en momentos de plena conmoción creativa, era si él, desde su posición como artista efervescente y por consiguiente, como foco de atención ilimitado, percibía lo mismo que yo en relación a una situación que, desde la mirada de otra generación, se observa con esa mezcla de precaución, intriga, distanciamiento y admiración que no permite que uno se acabe de creer lo que le están invitando a consumir como si fuera una oca y su hígado un bien preciado. Sin atender la impresión que produce el buen ambiente que planea sobre los acontecimientos donde se dan cita los integrantes de nuestra cantera para, entre otras cosas, opinar sobre la pertinencia o no de lo que han presentado al concurso en el que han coincidido, la próxima exposición o proyecto donde probablemente se vuelvan a encontrar o su intención de ausentarse de este minúsculo microcosmos para ver si el mundo que hay más allá les depara algo de lo que también se incluye en el significado de la palabra sorpresa, diríamos que lo que se vive en estos momentos en el mundo del arte de nuestra ciudad es algo que anteriormente nunca se había percibido con tanta transparencia a pesar de que la red de conexiones siempre disfrutó de una salud poco menos que envidiable. Nos estamos refiriendo no sólo al caldo de cultivo del que, muy probablemente, tenga que salir quien con cuyas maneras y quehacer artístico valide los actuales modos de proceder al igual que antes lo hicieran quienes les precedieron en la misma etapa de sus vidas, si no a los ingredientes que lo componen y las particularidades de la cocina de nuestro arte del mañana. Es decir, los artistas, comisarios, galerías e intermediarios llamados a dotar de contenido el arte –local o no– de nuestros días así como de cuestionar esos formatos expositivos que, a juicio de muchos, están caducos.
Por bien que al tratar de determinar los intereses y estímulos de cada generación constatamos que las diferencias que se enarbolan no son tantas como sus coincidencias, siempre hay algo que las caracteriza y que va ligado a los aires de un tiempo. Así, pues, si al tratar de definir el actual engranaje artístico de Barcelona podemos decir que, en esencia, sus aspiraciones no difieren de las de sus predecesoras, no tardaremos en advertir que su especificidad podría ser aquel circuito por el que transitan nuestros artistas y que, construido sobre la base de una potente red de convocatorias, premios, exposiciones y becas, se ha convertido en el ámbito a través del cual todos tienen acceso a lo que hacen sus colegas así como quienes se mueven a su alrededor y que, desde cada una de sus especialidades, ayudan a que todo tenga ese aire de profesionalidad tan compacto, indestructible y, en apariencia, sin fisuras.
Ya se ha comentado hasta la saciedad que, quizás como reflejo de la fórmula del comisario-por-ciclo tan extendida en Barcelona durante, al menos, quince años, la figura del comisario independiente era aquella en torno a la cual casi todo giraba y en la que todos se fijaban por promover artistas –también emergentes– a través de sus exposiciones. Sin embargo, hoy las cosas son muy distintas y si debido a la amplia y competitiva formación –e información– que han podido recibir los artistas se podría decir que son ellos quienes están en la base de la deriva por la que se mueve el arte de nuestros días, no tardaremos en advertir que no son ellos los únicos que han cambiado; también lo ha hecho el galerista apostando, por ejemplo, por equipos de profesionales hasta hace poco desconocidos; las instituciones públicas como privadas a través de la pérdida de una credibilidad armada hace años a partir de confusas políticas culturales, una tímida propuesta alternativa tan necesaria y eficaz como precaria e discontinua y una manera de entender el comisariado que, al margen de esa exposición que casi nunca llega, suele hallar su razón de ser en su participación directa o indirecta –es decir, decidiendo o beneficiándose– en la construcción de este circuito al que nos estamos refiriendo.
Por bien que detenernos en el análisis de estos cambios nos conduciría hacia otro tipo de terrenos, sí podríamos apuntar algunos de los factores que, a nuestro juicio, nos pueden llevar a sospechar que, al margen del nivel de profesionalización de nuestros artistas y del interés que despiertan a través de una obra, en algunos casos, sumamente estimulante, la desenfrenada movilidad con que se desenvuelven a través de escenarios y formatos de todo tipo, no sólo se debe a una cuestión de voluntad ni del capricho de quienes, con su participación, alimentan este frenesí.
Frente a la decadencia natural de un sistema amparado bajo el paraguas de las instituciones públicas y privadas y su propensión a encomendar a agentes externos a su plantilla buena parte de sus exposiciones, ciclos comisariados, conferencias, cursos, talleres y demás, una de las fórmulas por las que, en los últimos años, más se ha apostado en Barcelona y su área de influencia, es el sistema de la convocatoria pública ideada para saciar en forma de beca, premio, subvención, producción, concurso, asistencia a sesiones de trabajo o derecho a uso de algún taller tanto las necesidades del artista como esa persistente cuota de compromiso con lo emergente. Apostando por este tipo de actuación tan en consonancia con el gusto de todos como propio de nadie, más que tener acceso al modo de pensar de alguien –es decir, un discurso sesudo o no– con quien poder discutir y llevar a cabo lo que sería un diálogo fructífero en torno al arte y su sino, hoy todo se viste de una especie de democratización capaz de avalar la credibilidad de un trabajo artístico seleccionado, amén de otros, por quienes antes comisariaban exposiciones y ahora comisarian futuras promesas. Como consecuencia de estos concursos públicos tan necesarios como precisados de actualizaciones regulares, el poder de convicción que antaño tenía el comisario ha ido mermando paralelamente a la dificultad de realizar una exposición –especialmente en momentos en los que, sin titubear, se prolongan hasta los siete meses–, a la socialización de las políticas culturales de las instituciones públicas y privadas, al poder asociativo gremial de galeristas comprometidos, críticos de arte o directores de museos tanto en activo como en recuerdo por haberlo sido y, sobre todo, a las lecciones que han aprendido los artistas y a través de las cuales se saben, de nuevo, en el ojo del huracán.
Si pocas veces como ahora el tejido artístico de esta ciudad había gozado de tanta camaradería, solidaridad, comprensión y confianza, ello puede ser debido a que, como apunta Lluís Cabrera, el arte es un conjunto de individualidades que evoluciona en torno a un contexto abonado entre todos. De modo que, llamados a transitar por un terreno enriquecido desde todos y para todos los estratos de la escena artística de nuestra ciudad –es decir: desde las estructuras colectivas hasta el tejido empresarial pasando por las escuelas de arte, instituciones públicas y privadas, fundaciones, colecciones, centros de arte, salas de arte joven, centros cívicos, la crítica, el comisariado, etc…– se podría decir que la sensación que produce la actual coyuntura artístico-emergente de Barcelona es que la olla donde se cuecen los futuros protagonistas de la deriva del arte, se halla en plena ebullición y a punto de explotar en cualquier momento. Algo que, anteriormente, ya había sucedido con otras generaciones y que por, el modo en que todavía se perciben algunos de los ingredientes de los potajes de los salieron, nos induce a sospechar que lo único que se puede hacer es esperar con la mente abierta y los oídos bien atentos. Al fin y al cabo el ruido que estos artistas vienen haciendo desde propuestas que no dejan indiferentes, sólo lo vamos a poder escuchar si, estando más cerca y no tan ensimismados, somos capaces de transmitir lo que pensamos individualmente. Sólo así se abona un terreno creativo.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)