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O eso les parece a algunos. Estos últimos días El País ha dedicado un reportaje en El País Semanal y un artículo de Rafael Argullol a hablar del libro de Don Thompson “El tiburón de 12 millones de dólares”. En ambos el tono es el del arte que se ha vendido al mercado. Aparecen las cifras de las subastas, las ventas de las calaveras de Hirst, que si Jeff Koons, que si Murakami, que si el artista marca.
Algunos interrogantes:
¿Quién se sorprende de que los artistas no hagan (fisicamente) sus obras? Que si son una factoría, etc. Argullol parece mantener una nostalgia por el artista romántico enfrascado en su talento manual, sin antes recordar la alergia duchampiana a lo manufacturado (manu-fracturado), ni que, puestos a ser demagógicos, Velázquez no lo hacía y menos Rubens, que tenía una auténtica factoría de “Rubens”. Tampoco cae en la cuenta de que los libros son un producto en el que intervienen más personas que el autor o que un director de cine dirige, pero poco más (se dice que, en su primer día de rodaje, Godard al ver la cámara preguntó por donde había que mirar).
¿Quién se sorprende de que vivimos en una economía de mercado, en pleno capitalismo que lo inunda todo? De nuevo la nostalgia por el artista románico sufriente y aislado. ¡Qué los artistas son una marca! Pues claro. O ¿acaso el arte iba a quedar librado de la mancha que recorre toda nuestra sociedad, de nuevo, aislado en una torre de marfil? Aunque, finalmente, ¿qué problema hay en ser una marca?
¿De dónde saca Argullol que el tiburón Hirst es una referencia en arte contemporáneo?
Que el mercado de grandes marcas se muestra musculoso, es cierto. Pero de ahí a decir que es la nueva autoridad hay un buen trecho.
Y dos codas:
Como siempre, aguda y más compleja la reflexión de Estrella de Diego.
Sobre el caso Hirst. Poco me importa que el tiburón se conserve bien o no. Y, sí, finalmente será una referencia. Lo que no estaría mal es pensarlo con un poco más de agudeza y algún prejuicio menos sobre la maldad del dinero y el mercado. La verdadera obra de Hirst no es ni el tiburón, ni la calabera, sino su estrategia especuladora y el juego con el mercado llevándolo hasta su paroxismo. Algo que demuestran los dos reportajes de El País.
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