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75 ediciones de una bienal que busca presentar lo que sucede en Estados Unidos artísticamente. En un contexto difícil, la bienal utiliza el pasado para ligarse a una tradición, permitiendo cierta crítica a una situación de crisis total.
Si en el albor de la crisis alguien expresó sus deseos de ver revitalizado el arte actual en algo más contundente, arriesgado o radical, andaba ciertamente equivocado. O al menos es lo que se desprende de “2010”, una toma de pulso, que como su título indica quiere encerrar todo nuestro zeitgeist entre las paredes blancas del Whitney y las ideas de 55 artistas, mayoría de mujeres (52%).
Y así podemos verlo. Esta edición tiene de por sí suficientes motivos para sentirse raramente especial. Al contrario que en la última, donde Henriette Huldisch y Shamim M. Momin comisariaron una bienal con el Park Avenue Armory de anexo. Esta vez todo se queda en casa, y los proyectos en general son de escala discreta. Este aniversario incluye además una exposición-sumario de las setenta y cinco bienales anteriores, que es también fruto de Bonami y Carrion-Murayari, este último asistente de comisario del Whitney durante los últimos años.
El intento de hacer resonar nuestro tiempo por las tres plantas dedicadas a la bienal, utiliza la bienal en clave histórica para convertirla en esa cápsula que en un futuro ocupará su sitio entre las otras ediciones. Como una de esas cajas donde Warhol acumulaba todo tipo de objetos, lo que aquí se captura es esta instantánea del fin de era, al que la crisis y el final de la década nos han empujado. Si hace 10 años Harald Szeemann, nos proponía en las dos ediciones de la Bienal de Venecia (1999/2001) una dimensión global de la humanidad, Bonami y Carrion-Murayari nos presentan aquí la visión del “Made in the USA” dentro del altamente patético contexto en el que nos encontramos. Evitando todo optimismo, si esta bienal consigue algo, es la de transmitirnos, como todo lo que nos rodea, un elevado grado de malestar.
Insatisfechos, casi como en un coitus interruptus deambulamos por la exposición esperando que en la siguiente sala nos encontremos con la captura perfecta de toda la ansiedad que el ciudadano de a pie sulfura. Pero no. Lo que encontramos es un sutil paseo por la vaguedad de la contemporaneidad: obras, artistas y intenciones se mezclan para ofrecernos un espejo de lo que es o de lo que ha sido America y nuestro tiempo: Desastres de la Guerra, como las fotos del soldado desfigurado de Nina Berman. Consumismo, como el video de Josephine Meckseper donde el Mall of America (el shopping center más grande de Estados Unidos situado en Minnesota) se nos presenta con un filtro rojo dándole esa pátina de violencia contenida que cualquier centro comercial respira desde que nuestros productos se hacen con el sudor de niños explotados. Suburbia como las fotos de las maquetas, réplicas a escala de las casas del condado de Dutchess de James Casebere. Mitología, en la obra de Lorraine O’Grady con los retratos aparejados de Charles Baudelaire y Michael Jackson, que según la artista nacida en 1934, marcan el primer y el último de los personajes modernos. O Fragilidad, como los bastones de David Adamo, que son recortados hasta convertirlos en hilos de madera.
A esta cadena de factores sociales hay que sumarle aquellos puramente artísticos. Como las pinturas “perceptivas” de Tauba Auberbach, telas que han sido dobladas, y que remontadas a los bastidores y pintadas con espray dan con un cierto trompe l’oeil. Además de la presencia de performances (algo ya totalmente inevitable en este tipo de eventos) y que mayoritariamente son re-enactments, des de los discursos de Anna Rüling, una militante lesbiana de principios del XX en el video de Sharon Hayes, la performance con máscara de Kelly Nipper donde re-actúa la danza de las brujas de la expresionista alemana Mary Wigman, los ejercicios gimnásticos prescritos en el libro de 1858 del alemán Daniel Gottlob Moritz Schreber, que Jesse Aron Green relaciona con la escultura minimal. O la apropiación por Rashaad Newsome del Vogue, ese baile que se desarrolló en los ballrooms neoyorkinos de los sesenta y setenta donde se refugiaba una negritud joven y gay (vean Paris is Burning en Youtube).
De todas formas la pieza que mejor expresa esta sensación de final de era, es la de la Bruce High Quality Foundation (BHQF). En “We like America and America likes Us” (guiño Beuys), un Cadillac Miller-Meteor (cotxe usado igualmente por hospitales, funerarias o caza fantasmas) es utilizado aquí para proyectar un video con imágenes de películas de Hitchcok, escenas de Obama y otras grandes y pequeñas historias de la América reciente. El Cadillac con voz de mujer nos habla sobre lo que significa América, para acabar diciendo: “América Debió Ser Alucinante”.
Este colectivo de artistas, verdaderos enfants terribles de la escena neoyorkina se han encumbrado en los últimos años en los salvaguardas de la alternatividad en el arte. Salidos de la Cooper Union, la asequible escuela de arte, fundaron este colectivo en Brooklyn y des de entonces han participado a la vez del mainstream y de lo no-mainstream, siempre con ese tono entre el chico listo y el gracioso de la clase. Así no tan solo participan de la Bienal sino de la contra-Bienal, una exposición colectiva que ellos mismos organizaron bajo el nombre de Brucennial para la pasada edición de 2008. Y que este año ha ocupado dos espacios del Soho, donde se acumulan, a modo de salón y bajo el título de Miseducation, las obras de 420 artistas “de 911 países, trabajando en 666 disciplinas”. La broma, que ha durado casi lo mismo que la Whitney Biennial, ha contado además con Bruceforma, su propia versión de Performa (Bienal de Performance organizado por RoseLee Goldberg y de la que la BHQF también formó parte).
La Brucennial, ha sido comisariada en col·laboración con Vito Schnabel, la exposición a medio camino entre una versión trash del arte y de aquellos escaparates extravagantes (casi camuflado entre las tiendas de la zona). Ha contado con la participación de jóvenes y viejos. Des del padre Schnabel y su hija Lola, más presente en las revistas del corazón que en las de arte. Al fotógrafo pseudo-porno Terry Richarson, pasando por el venerable Jonas Mekas o una multitud de jóvenes desconocidos que se atrincheran en sus espacios del más allá de Williamsburg. Sin embargo en esta colección de propósitos en la que abundan pinturas, instalaciones o hasta un Picasso en miniatura cortando el césped, no se encuentra nada de lo que Allan Kaprow dijo en la Des-educación de un Artista o de lo que Lawrence Weiner se harta de repetir haciendo referencia al Salon des Refusés, fundado por orden de Napoleon III en 1863: “No hay alternatividad en el arte y, dejas de ser radical al segundo de creerte radical”. No. Este cúmulo de arte, más próximo al desván que al salón funciona como auto-referencia, un quién es quién en donde el contenido brilla por su ausencia. Entender la des-educación, como un garabato en la pizarra de la clase, ya no sólo es naif, sino puramente erróneo al creer que un gesto así aporta crítica.
Volviendo al Whitney y a sus fragmentos del contexto, no es de extrañar que en tan triste panorama, el discurso curatorial quisiera elaborar un epitafio a la altura de nuestro momento. Si el mundo es tan decadente, deforme, corrupto, ¿Qué mejor que hacer una bienal así? Eso sí, lo podemos cubrir con las coloridas flores de Charles Ray, con el reaccionario truco del trompe l’oeil o con la larga lista de re-enactments, apropiaciones y referencias al pasado mejor. Pero por encima de todo lo que necesitamos es aire, que se ventilen los ambientes enrarecidos de nuestras conciencias, nuestros mercados y con ellos los del arte. Así, cobra sentido la propuesta de Michael Asher: dejar abierto el museo las 24horas del dia y la noche. Aunque esto también haya sido recortado por la crisis, lo que tenía que ser una semana se quedó reducido a tres días.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)