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He llegado. Son las 21:00 h. Es el lugar exacto. No hay duda. En una hora la noche lo cubrirá todo. Todavía no. Aquí la oscuridad aparece de repente, después de ese silencio. Nada la anticipa, llega sin avisar. Me voy a sentar y voy a esperar. Estoy temblando. Miro lo más lejos que puedo, no hay nada. Estoy otra vez en el mismo lugar de siempre pero esta vez, después de lo que ella me contó, todo se ha vuelto evidente. No hay nadie en varios kilómetros a mi alrededor. Estoy sola. Me voy a quedar totalmente a oscuras. Algo se mueve detrás mío. No mires. Él me dijo que cerca hay un campamento llamado Desert Stars. Nunca había escuchado nada sobre esto. Tengo las coordenadas que encontré en Internet. Un link con una dirección y una foto en la que aparecía una carpa cubierta de polvo en una rambla entre dos pequeños cañones. Una antena. Una valla construida con somieres de colchones oxidados por el sol que rodeaba el campamento. Un coche rojo sin ruedas y con el capó abierto. Una montaña de plásticos amarillentos y maderas punzantes. Una lavadora oxidada. No tienen un tanque para el agua. Según mis cálculos están a cuatro kilómetros y medio. Una hora andando. Treinta minutos corriendo. Noto cómo la sangre baja a las piernas, como el oído se agudiza. Lo tengo todo: una pala. Cuando llegue comienzo. Hay alguien. Lo noto. No mires. Atenta. No voy a poder. Atenta. Es fácil. Compruebo que estoy en el lugar correcto. Leo la nota por última vez. Ok.
Ahora sí.
Ella no me conocía.
Yo creía que sí. Creía que la conocía de tanto mirarla, su pelo largo hasta la cintura con mechones rubios decolorados, sus ojos negros que nunca me miraron y aquella intuición que siempre estuvo allí. Nos mudamos a ese pueblo poco antes de que mi madre y mi hermano volvieran a vivir con nosotros. Antes de que ellos llegaran yo no asistía a las clases del instituto al que mi padre me había apuntado. Estaba demasiado lejos para llegar a tiempo y el chófer del autobús que tenía que recogerme cada mañana no sabía que tenía que detenerse allí. Me lo dijo un tiempo después, el día en el que yo corría por esa rambla y me acercó en su coche rojo a la estación de tren más cercana. Así que, me levantaba, tomaba un vaso de leche y, sentada en la piedra que indicaba al autobús que tenía que pararse, miraba cómo seguía sin detenerse. Cogía mi mochila y empezaba a andar. Llegaba al instituto sobre las 10:30 h y me escondía detrás de los arbustos antes de la puerta de entrada. Y los miraba fumar. Se llamaba María. “María”, gritaba su novio mientras ella se iba con una sonrisa desafiante y chulesca calle abajo. Todos la observaban. Él siempre la perseguía con la moto y ella siempre le empujaba. Yo también la seguía. Hasta que un día me descubrió, me tiró del pelo por la espalda y me susurró al oído “¿Qué miras?”. Se fue calle abajo. Temblar y sonreír a la vez. Ya no podía esconderme.
Cuando mi madre y mi hermano volvieron, mi padre hizo un trato con un hombre y nos mudamos a un cortijo medio derrumbado. Compartía con mi hermano una habitación con las paredes desconchadas por la humedad. Y empecé a ir al instituto. Iba a su clase, el aula 7. Se sentaba a pocos pupitres de distancia. Yo la podía mirar desde el mío. Lo que no alcanzaba a ver era el papel que miraba una y otra vez cuando todos estaban distraídos. Era el día de mi cumpleaños cuando mi madre y mi hermano regresaron. Entré al apartamento en el que vivía con mi padre y estaban allí. Mi hermano jugaba con el gato que a veces venía a verme. Hice mi maleta y nos fuimos a aquel cortijo. Empezó la obsesión de mi madre. Dos semanas después, estaba en clase cuando el jefe de estudios entró y me pidió que saliera, mi madre me estaba esperando. En el coche, mientras me llevaba hacia algún lugar, no dejaba de repetir algo sobre el lunar que tenía al lado del labio. Llegué a clase con una tirita y unos puntos que me dolían cuando respiraba. María sabía lo que había pasado, yo todavía no. Lo sé por la nota que me dejó en el libro de matemáticas, en la que me invitaba a ir con sus amigas un día, también por la que me pedía que le diéramos un escarmiento, por la que decía que era su mejor amiga y por su última nota en la que me advertía que tendría que enterrarla para poder esconderme de ella. Lo sé porque la angustia que me despertaba a plena luz del día desapareció en la oscuridad de aquel lugar.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)