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La galería ADN de Barcelona presenta estos días una exposición colectiva que, tal como explica el texto de la hoja de sala, “parte de la idea del artista como cómplice y testigo de dinámicas sociales que requieren de su implicación, compromiso y un posicionamiento activo que trasciende la denuncia”.
La exposición, impecable, se titula Cómplices y testigos y es relevante, no sólo por los proyectos que presenta, sino también porque es capaz de suscitar muchas preguntas; tanto sobre los posicionamientos de los artistas o las situaciones y conflictos que estos muestran, evidencian o denuncian (en los que no nos vamos a detener aquí), como por los riesgos en los que este tipo de prácticas pueden caer; o sobre la incidencia real que estas puedan alcanzar y la manera en que pueden ser leídas.
Más allá de esta exposición, existen riesgos o tics en los que estas prácticas, artísticas y cinematográficas -especialmente documentales-, pueden incurrir, en ocasiones, por una cuestión de ingenuidad o de inercia. Detectarlos no debe ser entendido como una señal de crítica destructiva, sino de dudas y preguntas generadas desde la honestidad y desde el convencimiento en la necesidad de este tipo de proyectos.
Hace unos meses, la artista Tania Bruguera dedicaba aquí un taller a la noción de “arte útil”, esto es, la necesidad de llevar el arte al terreno de lo real, y como ella misma insistía, “hacer algo que pueda servir a la sociedad”. Hay varios peligros o situaciones complejas asociados a esta declaración de buenas intenciones. En primer lugar, que dicho “arte útil” se dirija a una audiencia de antemano concienciada, convencida y entregada a la causa propuesta. En este caso, más que generar nuevas preguntas o desvelar situaciones específicas, las propuestas artísticas se limitarían a crear un efecto de reconocimiento. En segundo lugar, que la existencia de dicho arte termine actuando como tranquilizador de conciencias y que, por tanto, no produzca ningún tipo de acción. Y por último, que la figura del artista se convierta en un sucedáneo de sociólogo/ antropólogo/ arquitecto/ etnógrafo/… (y añádase aquí la especialidad que se desee), que se acerca a una disciplina científica concreta sin un grado exhaustivo de conocimiento, rigurosidad o de la implicación necesarios.
Si una de las estrategias de actuación más importantes del arte puede ser la de señalar, mostrar, evidenciar o proponer herramientas que contribuyan al cambio (a veces pequeños cambios que pueden tener una gran trascendencia posterior), ¿qué puede ocurrir cuando se trabaja con un material tan sensible como es el humano, esto es, las personas con todos sus problemas, ambiciones, deseos, expectativas y frustraciones? ¿cómo puede un artista acercarse a una comunidad o a un colectivo, a veces con pautas y patrones sociales y culturales muy diferentes, sin ser o parecer paternalista? ¿de qué sirve denunciar las cosas? ¿puede el arte socialmente implicado acabar siendo un tranquilizador de conciencias? ¿es el activismo una forma de reconocimiento colectivo a veces más importante que su propio impacto real? ¿qué porcentaje de representatividad deben tener las prácticas artísticas para poder estar entre esos dos mundos, el del circuito del arte y el de la acción, manteniendo los códigos de ambos y sin traicionar a ninguno de los dos?
Quizá más que encontrar las respuestas a estas preguntas, el hecho de plantearse abiertamente estos interrogantes supone admitir y asumir la peligrosidad de ese terreno resbaladizo e inestable en el que se mueven esas prácticas y, sobretodo, el ser conscientes de la importancia de mantener a distancia esas actitudes cínicas, con voluntad y ansias de asimilarlas y pervertirlas, a menudo reduciéndolas a simples clichés.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)