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Amarterismo literario

Magazine

22 julio 2019
Tema del Mes: AmateurismoEditor/a Residente: Antonio Ortega

Amarterismo literario

Empezaba el verano de 1995. Salí del instituto y me fui para casa. Lo que en cualquier otro caso —u otra casa— habría sido motivo de descorche de una botella del mejor cava, desencadenó en mi caso —y en mi casa— poco menos que una réplica de la explosión del reactor nuclear de Chernóbil. Al abrir el sobre de las notas y comprobar que su hija terminaba el instituto con una media de matrícula de honor, vi reflejadas en los ojos de mi padre imágenes de mí misma vestida de traje de chaqueta, entrando cada mañana por la puerta del parlamento europeo (¡Bonjour! ¡Good morning! ¡Guten morgen!), comiendo bombones en casa del embajador y recibiendo una medalla en la que ponía algo de Honor, Orden o Legión, o todo junto. Y luego ¡boom! El traje de chaqueta y la medalla quedaron sepultados bajo una montaña de escombros en los que se leía «griego», «latín», o todo junto. Unas semanas antes, había decidido renunciar a los bombones y había marcado en la hoja de preinscripción universitaria, como única opción, Filología Clásica —o lo que mi padre rebautizó ipso facto como «Ah-Lenguas-Muertas». Au revoir, Bruxelles. Por si esto fuera poco, al terminar Ah-Lenguas-Muertas me matriculé en la entonces incipiente licenciatura de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, que mi pobre padre ya no supo ni cómo rebautizar. Hacerle entender que iba a dedicar los últimos años de mi formación académica a aprender a leer habría sido más difícil que convencer a Penélope de que veinte años no es nada…

El nuevo siglo empezó para mí entre ensayos sobre la mímesis y la verosimilitud, indagaciones acerca de lo sublime y de lo bello, la norma del gusto, la crítica de la facultad de juzgar, las teorías de la función del arte y las teorías sociológicas de la literatura, la competencia literaria, las teorías del sujeto y la estética de la recepción, las teorías psicoanalíticas, la crítica feminista… Aprendí a releer bajo un nuevo prisma el Quijote de Cervantes, El Rojo y el Negro de Stendhal, el Frankenstein de Shelley, La montaña mágica de Mann, el Moby Dick de Melville, el Ulises de Joyce, a Henry James, a Proust, a Jack London, a Hemingway… Devoré por primera vez a Faulkner, a Beckett, a Camus, a Duras, a Céline, a Woolf… Y así, poco a poco, fui llenando la caja de herramientas con la que unos años más tarde llamaría a la puerta del mundo editorial dispuesta a convertirme en lectora profesional.

Existen muchos y variados motivos por los que un lector amateur pasa a convertirse en lector profesional. En aquellos tiempos, a mí me movía por encima de todo la posibilidad de estrenar mi caja de herramientas y poner a prueba mi olfato literario. En cierto sentido, el amarterismo (o amor al arte) es a día de hoy el motivo principal por el que la industria editorial puede contar con un ejército fantasma de lectores profesionales. Porque por muy sofisticadas que sean las herramientas que el lector lleve en su caja, se verá obligado a sacrificar gran parte de su tiempo en la Arcadia de los Libros para desempeñar oficios menestrales. Atrás quedan los años en los que las adquisiciones editoriales se discutían cada tres semanas en comités de sabios, como el de aquella primera Seix Barral, del que formaban parte Josep Maria Castellet, Félix de Azúa, Sergio Pitol o Gabriel Ferrater. Los informes de lectura que en aquellos años Ferrater escribió para un limitado uso privado forman hoy parte intrínseca de su producción literaria. Como señala Aparicio Maydeu en el prólogo de la edición en castellano, los informes de Ferrater son «un tácito homenaje a la labor de los moluscos bivalvos, lamelibranquios o pelecípodos filtradores que sobreviven pasando por su cedazos las interminables y no siempre impolutas aguas del océano editorial, también vulgarmente denominados lectores profesionales, críticos, informadores editoriales, scouts, agentes literarios, editores, prescriptores-que-sí-han-leído-lo-que-prescriben (a diferencia de los prosélitos del prescriptor Pierre Bayard en su peligrosa boutade ¿Cómo hablar de los libros que no se han leído?». Con una causticidad que pronto se convirtió en el signo de su discurso crítico, Ferrater despachaba los manuscritos con argumentos del calibre «No es una descripción de la vulgaridad de la vida delictiva inglesa: es una muestra de ella» o «Si tengo que juzgar el libro como una obra literaria, lo único que puedo decir es que es imbécil». Decía Auden que cuando un libro le parecía terriblemente malo, el único interés que podía tener para escribir algo sobre él era el de la exhibición de su propia inteligencia, de su ingenio y de su malicia. Pero nos equivocaríamos al pensar que lo único que mueve a Ferrater es su deseo de elevar con elegancia la impertinencia a la categoría de estética, porque en el caso del lector editorial se cuenta con el atenuante de que solo vas a ser leído por una persona cómplice que exige sinceridad. Además —y a diferencia del crítico literario, para quien los límites de lo apropiado se fraguan únicamente sobre las bases del juicio de gusto—, un lector profesional jamás puede perder de vista la mísera realidad de los números, la oportunidad o el público a quien va dirigida la obra (aunque en el caso de Ferrater jamás prevalezca un criterio de mercado por encima de la virtud artística). El lector editorial no puede, en definitiva, permanecer al margen de la maquinaria de la que forma parte. Cuando se disponga a recomendar o desaconsejar una publicación, además de tener la capacidad para insertar obras y escritores en determinadas tradiciones o dominar las comparaciones estilísticas entre autores, el lector profesional tendrá que sopesar una gran cantidad de factores que van más allá de la calidad de la obra. En su caso, lo apropiado se basa en un sistema de variables —no siempre ni forzosamente adscritas al binomio bueno/malo o bello/feo— que determinan la incorporación de un libro al sistema literario y editorial. Un ejército de lectores profesionales guiados únicamente por su juicio de gusto hundiría al sector tal como lo entendemos a día de hoy, llevándolo a unas formas de mercado que precisarían a la fuerza de un sistema al margen de las leyes del comercio o de la protección intelectual. Ese mismo ejército guiado únicamente por criterios de viabilidad económica y complacencia intelectual convertiría las estanterías de las librerías en una inmensa mesa de novedades plagada de bestsellers y literatura fast food.

En un artículo de 1972, Umberto Eco imaginaba este tipo de respuesta a algunos manuscritos famosos: «El proceso de Kafka es un buen librito, con aires a Hitchcock. Pero hay que trabajarlo un poco más. Hay muchas cosas que no están claras: ¿dónde se desarrolla la acción?, ¿por qué han procesado al protagonista?». Y decía de un manuscrito de autor anónimo y titulado La Biblia: «Las primeras páginas son estupendas. Tienen todo lo que un lector moderno quiere en un buena historia: mucho sexo (incluyendo adulterio, sodomía, incesto) y una buena cantidad de asesinatos, guerras y masacres. Pero los capítulos finales son lentos, cuando no francamente aburridos. Habría que publicar solamente los primeros cinco episodios del libro y sugerir un nuevo título: ¿qué tal Los fugitivos del Mar Rojo?». No andamos tan lejos… En un reino del mercado cada vez más desalmado, el oficio del lector editorial consiste hoy en ejercer de sagaz vigilante y testimonio de resistencia a pesar de llevar puestos los grilletes pecuniarios. Su misión debe ser la de ayudar a construir un catálogo que perdure a través de los años, donde las piezas encajen y den al lector una visión de mundo, coherente y articulada. Y todo por amor al arte. ¡Larga vida al amarterismo literario!

Gemma Gallardo vive y lee en Barcelona. Edita libros. Publica libros. Informa libros. Traduce libros. Corrige libros. Compara libros. Espía libros. Y en sus ratos libres, aprende a cultivar ostras.

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