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Esto no es un poema, esto no es un reportaje, esto no es cuento. Lo que tienes entre las manos es un artefacto poético a modo de glosario, de lexicón, pero también a modo de intercambio epistolar entre la poeta mexicana afincada en Barcelona Ale Oseguera y la poeta asturiana afincada en Madrid Laura Casielles. Un viaje de ida y vuelta a través de siete conceptos alrededor de la migración y el desplazamiento. Una conversación necesaria entre dos voces que viven entre aquí y allí, entre raíces y despojos, entre una maraña de sentimientos encontrados que les ha dado una identidad concreta: la de desplazadas. Os leemos.
De mi primera casa salí hace casi 20 años, cuando tenía 18. Es en la que siguen viviendo mis padres, en un pueblo de mediano tamaño en Asturias. Es amplia, luminosa, tiene una terraza con plantas muy bien cuidadas –árboles incluso–, desde la que se ven unas colinas a lo lejos, las torres de la iglesia y, a veces, atardeceres naranjas. Cuando vuelvo allí, un par de veces al año, sigo diciendo que «voy a casa». Salvo cuando, conscientemente, lo evito.
Mi última casa es un piso muy pequeño de alquiler en el barrio madrileño de Lavapiés. Vivo allí con mi gata y cada año cuando llega el verano se me mueren las flores de un exiguo balcón que da a una calle cada vez más llena de pisos de alquiler turístico, que me hacen vivir temiendo el día que me echen. Cuando llegué pensaba que me quedaría en este lugar un año, dos a lo sumo. Llevo doce.
Entre ambas casas he vivido en otras cinco. Sé que no son muchas y que eso es una señal de que tengo suerte.
Cuando pienso en que no tendré tal vez nunca una vivienda en propiedad, el anhelo por cumplir que más me pesa es el de no llegar a tener todos mis libros juntos en un mismo sitio: una estantería ordenada que se extienda a lo largo de un pasillo o en el frente de un salón.
Este verano será nuestro veinte aniversario. Con mi amiga Alba, digo. Me lo recordó ella: Tendremos que hacer un buen viaje para celebrarlo, dijo. Y es que nuestra relación siempre ha tenido mucho que ver con los viajes. En estos veinte años, nunca hemos vivido realmente en la misma ciudad. Lo más parecido fue un tiempo en que ella estaba, por trabajo, entre dos lugares, y pasaba parte de la semana en un piso a cinco minutos del mío. Ahí sí que aprovechábamos para vernos cada martes con una botella de vino y cierta rutina de poder llegar a casa ajena y descalzarse. Pero fue solo un ratito. El resto del tiempo, nuestra amistad se ha ido construyendo siempre a base de correos, llamadas, visitas y conversaciones prácticamente diarias por Telegram. Puede que sea la persona que conoce mi vida con más detalle. No solo en lo general: también en lo cotidiano. Sabemos las horas de las citas médicas de cada miembro de nuestras familias, el punto en el que se nos atascan cada mañana los proyectos y cuando nos da una terrible pereza bajar al súper.
En realidad, desde aquella primera partida, una se acostumbra a que haya amistades, amores, relaciones en general que no estén cerca. Ciudad a ciudad y tiempo a tiempo se han ido multiplicando las ausencias. No todas funcionan como esta. Otras sobreviven dormidas en el silencio y renacen en cada encuentro con un mágico, bellísimo «como si nos hubiéramos visto ayer». Las hay también que se diluyen por la falta de contacto o las vidas que se separan, sin mayor dolor, con una serenidad sin demasiado peso. La mayoría simplemente saben ir mutando: expandirse o replegarse en función de las circunstancias, siendo lo que cada momento les pide y les permite. Lo que no deja de ser, se me ocurre, un aprendizaje que bien nos podríamos llevar también a la sedentariedad, si supiésemos.
1)
“Tengo un dolor que es culpa del pueblo. / Estoy llena de muros que yo / no he levantado. / A qué utopía migrar ahora”. Es el comienzo de un poema de María García Díaz. Cuando lo leí por primera vez, me impresionó mucho. Porque es certero y lúcido, pero también porque María es de mi mismo pueblo. Así que esos muros eran no solo metafóricamente los mismos que los míos.
A María no la conocí cuando todavía vivía allí. Nos separan pocos años, pero los suficientes como para no haber intercambiado ni una palabra en el instituto o en las primeras tardes de bares. Nos conocimos después, en una librería de Madrid. Me ha pasado algo parecido con otra gente. Hay incluso alguna de la que he escuchado hablar y no me he cruzado todavía, y a la que tengo ganas de encontrarme.
Se me hace curioso, porque yo solía pensar que mi pueblo era muy pequeño, y que allí no conocería a nadie con mis mismas inquietudes. Por eso, me pasé la adolescencia queriendo irme, salir de allí. ¿Si nos hubiésemos conocido habría querido quedarme?, me pregunto a veces, ante determinados descubrimientos.
Supongo que la respuesta es imposible.
2)
En la ciudad, quienes nos reivindicamos como de pueblo nos reconocemos. Un parecido en los recuerdos y en cierta extrañeza que no se quita ante algunas posibilidades que otra gente de nuestra edad conoció o dio por sentadas mucho antes. Cuando la gente de los barrios de las capitales despliega su orgullo, oscilamos entre el “no es tan distinto” y el “a ver, no se parece para nada” –a veces incluso nos molesta un poco su épica, en contraste con nuestros complejos, habrá que decirlo también–.
Por otro lado, cuando escuchamos a alguien decir que quiere irse a un pueblo, soñando y romantizando la vida allí, refunfuñamos y establecemos entre nosotras un guiño cómplice.
1)
Hay una lengua que tengo y que no tengo. El asturiano, idioma de donde vengo, no es oficial en este Estado. Así que, cuando era pequeña, no se estudiaba en la escuela. Tampoco se hablaba en muchas casas: lo más habitual en el habla cotidiana es lo que se llama amestao, una forma híbrida, ni del todo castellano, ni del todo asturiano, que cada persona construye un poco a su manera, en una profusa escala de grises. Casi toda la gente de mi entorno que hoy habla asturiano, lo ha aprendido, en mayor o menor medida, en su edad adulta, completando con la norma un sustrato de aprendizaje familiar o social más o menos difuso. La mayoría lo ha hecho por convencimiento político o en una apuesta literaria.
Estoy casi segura de que si me hubiera quedado, yo también la habría aprendido. Quién sabe si la habría usado como lengua de expresión en mi escritura.
Pero el caso es que me fui. Así que hay una lengua que tengo y que no tengo.
2)
Recuerdo de la infancia cierta burla al modo de hablar de quienes venían de Madrid. Madrid: ese lugar donde se usan tiempos compuestos.
¿No vendrás ahora hablando fino, tú?
3)
Cuando he vivido en otros países, que en ellos se hablase una lengua distinta de la mía siempre ha sido un punto a favor. Me gusta esa extrañeza. La forma en la que hace dudar de todo: el mundo que eso abre.
4)
Cuando he vivido en otros países, yo no me he llamado a mí misma emigrante. No me llamaba de ninguna manera: simplemente estaba allí. Leo a Ale, las definiciones de su glosario, y necesito hacer esta nota para decir que soy perfectamente consciente de la distancia que se abre, también, entre las maneras en que cada una de las dos hemos podido ser el significado de la palabra extranjera. En este diálogo queremos darnos una mano en las vivencias que se puedan parecer. Pero sé que esas manos no se pueden encontrar si no me hago cargo de esto de manera explícita. Aunque sea consecuencia de un mundo que no hemos elegido ninguna, que nos precede a las dos.
1)
El otro día, uno de mis amigos antiguos, de los que se quedaron, me dijo cuánto pagaba de alquiler. Se me abrieron mucho los ojos. Esta autónoma que acumula encargos muy por encima de las horas que puede trabajar al día básicamente para poder pagar su casa madrileña podría descansar mucho más, escribir mucho más, disfrutar mucho más, de vivir allá. En la ciudad todo se multiplica por mucho.
Pero aquí sigo.
2)
Siempre he llevado muy a gala no pedir dinero. No aceptarlo, cuando mi familia me lo ofrecía. Yo me las arreglo sola es un buen estribillo que tararear. Pero mis padres siempre han podido permitirse echarme una mano, y además soy hija única. Poco a poco esa autosuficiencia se ha ido revelando como un autorrelato algo tramposo. Así que empezar a aceptar de vez en cuando esa manita tiene también, creo, algo de honestidad: aceptar el privilegio que, sí, tengo. El de un colchón. Es decir, el de la posibilidad de caer.
Hace tiempo escribí un poema que decía: “Elegir esta vida. El terror de saber / que un día te llamarán con la noticia de que debes volver a casa / y llegarás / irremediablemente / tarde”.
Está feo citarse a una misma, pero es que no tengo nada que añadirme.
Salvo, tal vez, que últimamente me obsesiona la imagen de qué pasará cuando eso ocurra y me acompañen al pueblo para un funeral mis amores y amistades de otras partes.
Cómo será eso. Cómo se verá. Cómo seré capaz de encajarlo yo.
Escribo este texto durante las vacaciones de Navidad. Este siempre es un tiempo extraño, una especie de pulso abierto entre el deseo y la norma que tengo la sensación de que no acaba de dejar satisfecho del todo a nadie. A mi alrededor hay quienes afrontan con pereza o desagrado la obligación de ir a casa y cumplir con los rituales y quienes llevan consigo la pena de no poder hacerlo. Otras y otros intentan con mayor o menor éxito hacer encajar sus modos de vida, reinventados fuera de los mandatos, con el guion de las fechas: como si el abanico de postales prediseñadas fuese especialmente capaz de activar anhelos y resquemores en los que no es necesario siquiera creer para que se pongan a hacer su trabajo de zapa.
Yo oscilo un poco entre todas esas cosas. Cojo el Alsa de cada año –nunca recuerdo sacar los billetes con suficiente antelación como para que aún queden algunos de tren– pensando si toda la vida voy a seguir repitiendo también la culpa por no pasar más que una semana con la familia de sangre y regresar luego para compartir la segunda mitad de las celebraciones con las amistades y amores con las que construyo mi cotidianeidad. Repaso obsesiva en mi mente la solución que he encontrado a los calendarios como si no supiera ya –tantos años más tarde– que, fuera la que fuera, no hay modo de deshacerse del runrún de que podría haber habido otra mejor.
Relucen en Villalpando las luces de mitad de camino. Media hora de parada. El camino se despliega en su doble dirección, a través de la niebla.
[Imagen destacada: Terraza de la casa de mis padres. La pequeña pintada está hecha por mi amiga Martha Asunción Alonso con una plantilla que formaba parte de su libro de poemas Skinny Cap (Libros de la Herida, 2014). Dice: “No me pienso morir”.]
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)