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Un artículo que empieza casi como una declaración de alcohólicos anónimos, en primera persona. No es habitual que los autores “se expongan” de esta manera en sus artículos. Sonia Fernández Pan lo hace en este texto sobre Cédric Andrieux una pieza del coreógrafo Jérôme Bel. Porque la crítica no debe ser siempre la que mira y analiza desde la distancia.
Hola. Me llamo Sonia Fernández Pan (remarcar el segundo apellido siempre ha sido importante para mí, supongo que por subrayar algún tipo de diferencia para con lo frecuente del primero y también por introducir el fundamental componente materno del segundo). Nací en 1981, tengo 32 años y estoy soltera. Soy crítica de arte y comisaria ¿independiente?. A veces me cuesta asumir las etiquetas profesionales, sobre todo si no están legitimadas por un contrato laboral. Mi interés por el arte contemporáneo fue relativamente tardío, más o menos por el año 2000, gracias a uno de los pocos profesores de la Universidad de Santiago de Compostela que, además de impartir su programa de estudios, era capaz de transmitir su pasión por el arte contemporáneo, algo insólito en un contexto universitario considerablemente anacrónico. Quería especializarme en el Antiguo Egipto y Grecia, hasta que Janis Kounellis con sus caballos, Gina Pane con sus heridas y Marina Abramovic con su violencia inicial aparecieron para demostrar, en menos de una hora, que el arte podía ser otra cosa. Entonces quería ser profesora de universidad, aspiración que desapareció años más tarde durante un doctorado que abandoné por una pérdida de fe progresiva en el mundo académico y su hipócrita manejo del conocimiento. Esto me dejó varada y pesimista durante algunos años, por no saber “que quería ser de mayor”. Con el inconveniente de ser demasiado mayor como para no saberlo y el incumplimiento latente de unas expectativas propias y ajenas. El éxito en potencia es también el fracaso en potencia.
El párrafo anterior es un intento de reproducción del comienzo de Cédric Andrieux del coreógrafo Jérôme Bel (en el Mercat de les Flors el pasado 4 y 5 de octubre), pieza solista que toma su título del bailarín que la protagoniza. Le precede Veronique Doisneau, un trabajo homólogo con la bailarina que cede su nombre a la pieza. Pero Veronique, a diferencia de Cédric, transita más por una historia personal de la danza que por una experiencia vital asociada a la danza. Un posible ejercicio para el futuro sería el porqué de esta gran sutil diferencia entre bailarín y bailarina.
Poniendo en escena su propia biografía, Cédric Andrieux consigue varias cosas a la vez. Por una parte, construye un recorrido por la danza contemporánea, haciendo inteligible para los inexpertos un contexto al que muchos nos resistimos por ese miedo continuo a “no entender” dentro del ecosistema cultural, donde cuesta adquirir el grado de madurez suficiente para admitir en público que no se entienden ciertas cosas o no se saben tantas otras. Poco sé de danza, he asistido a un espectáculo del emblemático Merce Cunningham que no ha conseguido superar las desacertadas expectativas de espectador novato y sería incapaz de apuntar el nombre del coreógrafo de moda sin pasar antes por Internet. Y sin embargo, tras Cédric Andrieux, la danza ya no es aquel territorio indescifrable de antes.
Por otra parte, Cédric Andrieux reconstruye desde el escenario una experiencia vital honesta y sincera –daría igual que fuese ficción, el espectador la percibe como honesta y de ahí su enorme impacto- donde el elegante mundo de la danza pierde su pátina de glamour y se convierte en otro espacio de trabajo marcado por la contradicción entre lo visible y lo oculto, entre la persona y su imagen; por la complicada relación entre la pasión como profesión y el mantenimiento de toda pasión tras su profesionalización. A la impecable puesta en escena de la danza le preceden –y suceden- miedos, frustraciones, circunstancias emocionales, apatía, casualidades, sucesos históricos, aspiraciones, fracasos en potencia y éxitos a medias. Es la danza, pero podría ser cualquier otro territorio, también el arte.
Cédric Andrieux no relata nada que no seamos capaces de intuir, sentir o saber. Su potencia está en esa comprometedora franqueza de convertir en explícito lo implícito y en público lo privado. Esta vez de verdad, y no desde la gratuidad teórica que tanto se lleva y que no se ve representada en la práctica. En hacernos pensar en cómo nuestro contexto de trabajo, al mismo tiempo que presume de subjetividad y contestación política, nos exige convertirnos en un statement de nosotros mismos que tenga la habilidad de prescindir, como todo currículo, de nosotros mismos. Especialmente si transportamos incomodidad, fragilidad o inseguridad. Cayendo en la innecesaria y paradójica pedantería de tergiversar a Kant, más que aquel sapere aure, habría que quitarse el complejo de hacer uso consciente de la propia experiencia y no tan sólo del brillo que nos da la razón de un conocimiento imperativo. Ah, y no quedarnos tampoco en el anónimo aplauso colectivo al final de una función donde siempre es otro el que se expone al público.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)