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Como se viene repitiendo hasta la saciedad, estamos viviendo un cambio de paradigma. Todos los papeles (y no sólo en el mundo del arte) están en proceso de redefinición («redefinirse o morir», parece ser el lema). El papel de la institución es uno de ellos, quizá uno de los más problemáticos también, porque ella sola se ha ido creando una serie de maquinarias y dinámicas que le restan dinamismo y flexibilidad para responder a las demandas que en estos momentos, no sólo los artistas, sino la sociedad requiere. Hoy recuperamos de nuestros archivos A*DESK un artículo del año 2009 en el que Martí Manen analizó este tema a partir de un elemento clave: el factor tiempo. Ahora que en un evento reciente como es la Bienal de Venecia, el espacio Arena adquiere un protagonismo central precisamente para activar el despliegue de la exposición en un sentido temporal, el artículo de Manen, también co-protagonista en esta misma bienal, se nos antoja más que oportuno.
La voluntad de comunicación con la sociedad desde el sector artístico contemporáneo persiste. No únicamente de comunicación, sino también existe una idea de incidencia, de replanteamiento, de redefinición y lectura de lo que ocurre alrededor nuestro.
Una de las opciones para lograr este contacto ha pasado por la reformulación de los espacios expositivos y los modelos institucionales. De las programaciones estancas hemos pasado a sistemas flexibles, al peso de la educación y al crecimiento de todo tipo de actividades realizadas desde museos, centros de arte o las variopintas instituciones que conforman el contexto del arte. Se trabaja con espacios creativos paralelos (si podemos separar la cultura en clusters) y se incorpora el cine, la literatura, la política o la música dentro del discurso artístico.
Un afán para convertirse en realidad, para activar y formar parte del engranaje que define la sociedad, obliga a repensar los tiempos de actuación y definición. Los museos, y también los centros de arte, programan a años vista definiendo modelos de actuación propios y apostando (en el mejor de los casos) por elementos que enriquecen la programación final pero dentro de las coordenadas que definen cada institución. Pero esta programación a años vista necesita también asumir cierta capacidad de adaptación y de opción a respuesta a realidades colindantes. Esta situación obliga a estar muy atentos no únicamente a la realidad del contexto artístico global sino también a los cambios e intereses politico-sociales de lo local.
Hasta aquí todo bien. Muchos artistas también trabajan bajo las mismas premisas, pero los formatos de exposición siguen complicando la vida en el momento de buscar esta comunicación directa, este deseo de trabajar en “tiempo real”.
El propio concepto de “tiempo real”, criticado por lingüistas, parte de una concepción de la realidad en contacto con la red. El término deriva de algo que, también, ha sufrido de la velocidad que nos rodea. Ese “real time” de la red que va aumentando a medida que la tecnología da el siguiente paso. Pero ¿qué pasa con la exposición? La exposición, en la mayoría de los casos, sigue siendo este formato cerrado, que se define por una fecha de inauguración que marca la dinámica de comunicación de los centros y los media. Una vez inaugurado ya está, pasamos al siguiente proyecto (o a los tres o cuatro que llevamos entre manos). Si las propuestas expositivas piden de un tiempo en presente el trabajo desde la institución se resiente. Algunos ejemplos prácticos: los curators externos no acostumbran a estar presentes en el espacio expositivo, ni en la ciudad, una vez inaugurada la exposición. Los trabajadores de la institución tampoco tienen tiempo (no está contemplado en sus esquemas de trabajo) para mantener un tiempo presente en la exposición. Y los vigilantes de sala o los informadores acostumbran a tener poca comunicación con la parte “programática” de las instituciones. Por no hablar de las evaluaciones, eso a lo que nunca se llega por falta de tiempo.
Pero el problema de fondo no radica únicamente en estos temas estructurales. El consumo de la exposición también parte de una idea de tiempo distinta. Los white cube, black box o sus múltiples variantes acostumbran a ofrecer una realidad “distinta” a la de ”la calle”. El tiempo dentro de la exposición es distinto y viene predefinido por un hábito de consumo así como de una actitud que permite pocas modificaciones. Romper con estos hábitos nos lleva, en muchas ocasiones, a un alto índice de fracaso.
Podríamos hablar largo y tendido de “lo relacional” y de cómo propuestas que quieren ser “verdaderas” se convierten en representaciones o intentos de ser algo que el propio formato dificulta. Podríamos hablar de estos intentos (fallidos o exitosos) de modificar los ritmos de ofrecer experiencias más íntimas, emocionales o de diálogo. Y no es fácil, porque el tiempo institucional acostumbra a ser distinto del que necesitan este tipo de propuestas. El tiempo institucional no tiene porqué coincidir con la realidad. Si al entrar en un museo las cosas cambian, la relación con los objetos es otra, la idea de verdad e importancia revolotea por los espacios expositivos a lo mejor tocaría tener plena consciencia de que la lucha para encontrar otros ritmos y conexiones nunca será una tarea fácil.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)