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Érase una vez, un país no tan lejano en el que era más fácil cambiarse de sexo que sacarse el carné de conducir. Allí, la sociedad entendía perfectamente que la identidad de género era un derecho humano fundamental y la transidentidad era abrazada con aceptación y riguroso respeto.
Aquel era, sin lugar a dudas, el mejor de los mundos posibles.
¡Si no fuera por los aspirantes al carné de conducir!
Aquella gente era totalmente amargada por no conseguir sacarse el ansiado carné. Era toda una odisea. Un calvario. Algo arduo y costoso. En otros términos: un coñazo tremendamente jodido.
Cándida no tenía carné. Solo coño.
Hace mucho, Cándida se había cambiado de sexo porque tal había sido su deseo.
«¡Un coño, hada madrina!».
Y ¡PUF!, como quien no quiere la cosa, tenía un coño gracias a Mandarina, su hada madrina. ¡Así de fácil!
Claro está, Cándida no podía sentirse más feliz, a fin de cuentas.
Pero nuestro cuento sería ciertamente soporífero si no contara, pues, con los celos y la amargura de los aspirantes al carné de conducir. Es bien sabido: uno no puede soportar el fracaso propio y, por norma general, le resulta más satisfactorio fastidiar al prójimo.
Sí, esa felicidad fácilmente conseguida ―la que cambiarse de sexo procuraba― era fuente de fuertes codicias. Y por mucho que sacarse el carné de conducir y cambiarse de sexo eran cosas diferentes, casos equidistantes del caótico cacao mental intrínsicamente humano, por mucho que transitar resultaba ser un trámite demasiado sencillo con solo llamar a tu hada madrina, Mandarina, para que ¡PUF! te acudiera en ayuda; a los amargados aquellos, les parecía más excitante hacerles la vida imposible a Cándida y los demás por mera envidia insana que ponerse en su piel y ser más empáticos, o poner manos a la obra para alcanzar su sueño de conducción y, empíricamente, hacerlo realidad.
En boca de los celosos-aspirantes-carentes-de-coraje, estas personas que cambiaban de sexo, estos «enfermos crónicos», no podían beneficiarse de dicha fácil felicidad. Decían que cambiarse de sexo ―o incluso cambiarse de género sin tener que someterse siquiera a ninguna intervención quirúrgica― eran «modas». «Modas» que «hacían daño» ―¿a quiénes realmente?, se lo preguntamos, si parecían ser ellos mismos los que más sufrían por no conseguir sacarse su carné de conducir—. Mientras montaban numerosos circos que daban pena, haciendo de paso peligrosos paralelismos sin pies ni cabeza entre personas que se cambian de sexo y agresores machistas que pudieran entrometerse supuestamente en cárceles de mujeres para cumplir sus penas; no se hablaba de los carnés que se suponía que era ello lo que les tenía que importar verdaderamente.
Había otros lamentables celosos-aspirantes-etcétera mucho más radicales que hasta salían a decir ¡totalmente desacomplejados! que la posibilidad de cambiarse de sexo ―en otras palabras, la de poder ser quien quisieras ser―, arrinconaba «a quienes se podían sentir un ornitorrinco o… [redoble de tambor] Lady Gaga».
Por no hablar de las más altas representaciones públicas que pensaban que «los vicepresidentes y los consejeros se iban a convertir en vicepresidentas y consejeras» a pesar de ellos mismos. Así, «los Enriques serían Enriquetas». Y los Enriquetos no querían tener tetas. Por medio de tratamientos hormonales u operaciones quirúrgicas. O sí. No lo sabemos. Tal vez fuesen Enriquetas de verdaz sin saberlo siquiera ellxs mismxs porque no se lo habían planteado, les daba demasiado miedo o, érase esa vez, no se les había dado la voz y quizás ―QUIZÁS (¿quizás?)― en el fondo, sí lo deseaban. Nadie lo sabía porque solo su mandona de presidenta hablaba por ellxs, en su nombre, frivolizándolo todo, todo el rato. ¡ZAS! A ésta, lo único que le interesaba era las cervezas ―¡ay sí!, y, sobre todo, no cruzarse con su ex―.
Su execrable autogobierno autorizaba que se automovilizaran en sus autopistas autonómicas autobuses autonaranjas con horrorosos mensajes cuyo contenido no reproduciremos aquí porque huelga recordar que LA TRANSFOBIA ES DELITO.
¡También en aquel presunto mejor mundo posible!
De hecho, dicho mundo era en realidad ―por suerte o por desgracia; usted sabrá, ¡por supuesto!―, un reino. Y ahí iba ―y sin IVA― el meollo del asunto porque se conducía… carruajes. Sí, ¡carruajes! Lo que explicaba la dificultad añadida al papeleo burocrático infinito de aprender a manejarlos. Pese a que eran carruajes modernos todos, que iban con motor, volante de dirección de acero de diseño, sistema antibloqueo de frenos ABS de última generación incluso, así como salpicaderos con pantallas táctiles en su interior; no era cosa fácil formarse a su uso, aun teniendo el «Carruajes para Dummies» en casa o no.
Además, estos contemporáneos carruajes tenían incorporado el inconveniente de contaminar mogollón y, para dos alienígenas como nosotros, con cabezas de col, que lo estamos observando todo desde el universo, nos regocijamos de no vivir en aquel presuntuoso inmejorable mundo de los humanos de malas pulgas estos porque parece más bien una pocilga, un infierno asqueroso, que otra cosa.
Ja, Ja, Ja.
No divaguemos en demasía con nuestras maliciosas histerias sin embargo, y volvamos al planeta Tierra, siguiendo la maravillosa historia de Cándida y su país de las más rancias villanías.
Pues para ir al centro comercial, cada sábado, y gastar su sueldo, era necesario tener un carruaje, pero sobre todo el mencionado carné. Para desplazarse con miras a contaminar más y alimentar la máquina consumista sin cesar, entonces se requería también el famoso carné. No era tanto un carné de conducir como tal finalmente, sino más bien un inenarrable coso cuyo orgulloso poseedor se convertía ipso facto en el putísimo amo del capitalismo, ¡vaya!
Esta trecena de millones de aspirantes-amargadotes-etcétera se mantenían en sus trece. Pues continuaban convirtiendo el relato en una farsa globalizante frivolizante ginfizzante del consumismo total, para hacerse pasar por las víztimas de su propio espeluznante fracazo: su mayor infelizzzidad. ¡Relax! Rolex. Hacía falta consumir, ¡sí! El Corte Inglés. Consumir más y más y más. Lujo, ¡Chanel! Reproducir el modelo en cadena. CuántoAntes ―no es una marca―. Reproducirse. Cadena de superhipermercados. Durex, ¡fuera! Flujos, ¡hola! Festival de espermatozoides. ¡Olé! Vivan las macarras superhipermarcadas. El ex de la otra loca fabricando minipepsicolas con su fálica cola en Iberdrola y ¡BAM!; sin más patrocinios, engendraban bebés que bajo su patria potestad serían a su vez abuelos de nietos que tendrían más bebés para consumir más más más más más más mámámámámámáááááá. ¡BANG!
¿Apagón?
¡Qué va! Amazon. Apple. Manzana del Edén: en fin, todo se resume en cazar en su zona de confort.
El desgarrador frenesí gastador les alejaba de todo razonamiento racional como abejas a años luz de su néctar y, poco a poco, perdían la consciencia de que sí su mundo podía ser realmente el mejor de los mundos posibles si se dejaran de tonterías, de rascarse la barriga o cascársela bien a gusto los que no se sacaban el puñetero carné, y empezaran a legislar nuevas leyes que reformarían el acceso al Santo Grial de su felicidad. Una felicidad menos contaminante para el medio ambiente y más limpia, pura, sencilla, en adecuación con la naturaleza verdadera del ser humano. De lo contrario, ese peculiar mundo seguiría tal cual es, yéndose de cabeza al garrete. O ¡al Water-Closet!
Vayamos al grano, si le parece: De tanta ceguera capitaconsumodesigualista, los súbditos, ―bueno― los ciudadanos, los habitantes, los individuos ―se llamen como se llamen, ¡joder!― no se daban cuenta de la inmensa libertad que gozaban. No, no, no se daban cuenta y volvían a llenarse la boca por sí solos con la palabra «libertad» desproveyéndola de sentido y otorgándosela como si fuesen sus inventores etimológicos pasándose sus colegas de la RAE por el forro y utilizándola como mero lema electoral, ¡demasiado fácil encima!, para las próximas autonómicas o las generales y que repetirían hasta la saciedad. Sí, una «libertad» ad nauseam vaciada de su verdadero significado para manipular mejor a las masas y hacerlas entrar en su escatológico mundo paralelo metaversico sin versos poéticos alguno ni nada. Un nec plus ultra perverso sin néctar para las abejas en el que los amargados-aspirantes-carentes-de-todo no dudarían en usar cualquier escabroso medio a su alcance para derogar todos los avances sociales, saturando espacios públicos de bienes común y redes ―también sociales―, creando una especie de caldo de cultivo radical bien caluroso destinado a descultivar el pueblo entero y volverle bobo.
[Retome su aliento]
Cándida, que no tenía carné sino coño, notaba en carne propia el peligro crecer cada vez más. Cándida, nada naïve, sabía bien que, ante las amenazas de quienes lxs atropellarían a ella y su collective, con sus carruajes nuevos una vez obtuviesen el carné de conducir, había de actuar urgentemente, pero… ¿cómo? Cándida estaba cagada de miedo y sin Mandarina, su hada madrina-madre coraje que los celosos ya se habrían encargado de recolectar-requisar como en otros oscuros tiempos para mandarla a la más abyecta de las exterminaciones, sentía cómo empezaba a perder toda entereza, valor y arrojo; y, por encima de todo, rechazaba la idea de convertirse en aspirante-a-mierda-blablabla…¡Socorro! que gritaba ahogadamente al vacío, con sus angustias privándola de toda socarronería. ¡Socorroooooooooooooooooooooooooooooo ho ho holiii!!!
De repente, desperté.
Metafórica y verdaderamente.
Con el canto melodioso de una erubescente Lolita en una franquicia de Drag Race, por allá, en las Américas, y un exuberante hihihilo de baba mío en la comisura de los labios.
¡Fuera las cabecitas coliflor gainsbourguianas de los marcianos, los mediocres aspirantes al carné de conducir, la derecha y la extrema derecha, los ornitorrincos, Lady Gaga! Lady Cándida había muerto en el preciso momento en el que había abandonado el onírico rico mundo de los sueños.
O de las pesadillas, ―según cómo se vea―.
Retomé, pues, mi vida.
Con mis amigas. Dos palomas.
Sí, palomas de verdad ambas. Reinas y divinas. Como la queen francesa epónima, ganadora de otra franquicia del famoso concurso de drag; o las azulitas aves de Cenicienta.
Mis palomas from Maspalomas me habían escrito desde su Palomar para encargarme la fortuita misión de escribirles un relato y, pese a haberles contestado afirmativamente, excitada viva en su momento, al final, ya no sabía qué gestarles, trastocada todavía por aquel extraño sueño.
Como Cenicienta, empecé a garabatear principios de cuentos ―y ¡ojo!, no príncipes azules de cuentos, que ¡jolines!, el romanticismo era so 1952 y solo mis palomas podían ser las únicas azules, en el fondo―, buscando una fábula estimulante cargada de punchlines políticas a cuál más burda pero mi mente se quedaba siempre en blanco nada más redactar la primera línea.
Yo quería componerles algo a mi imagen y semejanza, algo loco, ¡bastante loco!, y no se me ocurría nada. ¡Qué raro! En verdad, no me sentía lo suficiente segura. Me incomodaba mi eficaz sátira. Me incordiaba la explicita perspicacia de las palabras elegidas. ¡Excusas! Cándida y yo éramos las mismas y sus miedos eran míos, en realidad. Sí, me aterrorizaba expresarme sin filtros, exponerme en mi totalidad, desnudarme íntimamente para mostrarme tal cual soy. Porque opinar suele equivaler ―equivocadamente― a oponerse en la mente de muchos. Exposición = confrontación. Y yo, que no quería confrontarme ni oponerme con nadie, me olía de antemano que lo que estaba a punto de escribir no le iba a gustar a todo el mundo. Porque es imposible agradar a todo el mundo. Atención, spoiler: ¡no existe el mejor de los mundos posibles! Es una utopia falacia. Sorry Pangloss ―¡léase a Voltaire!―, y sí: a pesar de mí misma, me carcomía la desagradable idea de desagradar con mi labia glosseada.
Me equivocaría si no reconociera que cualquiera necesita sentirse aceptado en un momento dado de su vida. La mayoría de las personas trans sabrán muy bien a que me refiero ya que este sentimiento, ese deseo por encajar, se agrava mientras vamos superando las pruebas, casi hercúleas, del sistema en el que vivimos, para encontrar, por fin, nuestra identidad verdadera, asumirla públicamente y sentirnos respetadxs. Porque ahora, hablando en plata, si bien las escalofriantes punchlines aquí transcritas son reales, éstas mismas, así como la impropia comparación con el carné de conducir made in Feijóo son, además de insultos hacia nosotrxs y nuestro colectivo, un peligro para nuestros derechos tan difícilmente ganados hasta ahora y todos los futuros que nos quedan por ganar todavía.
En fin, con todo esto, quizás quizás quizás me tocaba a mí ahora ir más allá de ese deseo de encajar, dejar de buscar una especie de validación permanentemente sino mojarme, abrazar esa etiqueta de activista de la que tanto renegaba por el pasado y hacer que me importaran un comino los juicios externos, al menos lo más mínimo posible, pasar a otra cosa mariposa, crecer y madurar… Como muchos de los proyectos en los que trabajé, este también tiene su je-ne-sais-quoi de terapéutico finalmente.
Retomé la pluma ―la mía (igual fuese yo también otra paloma como mis queridísimas amigas)― y volví a dar vida a Candy Cándida candidata lucida a escritora-criticona-política redactando ese alegato en un buen arrebato de rabia.
Al fin y al cabo, si con algo había de confrontarme yo, era con mis mayores miedos.
Deshacerme de ellos.
Sí, como Cándida, debía confrontarme airosamente con mis demonios,
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)