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«Hoy la teoría critica -bajo el atuendo de ‘critica cultural’- está ofreciendo el último servicio al desarrollo irrestricto del capitalismo al participar activamente en el esfuerzo ideológico de hacer invisible la presencia de éste: en una típica ‘crítica cultural posmoderna,’ la mínima mención del capitalismo en tanto sistema mundial tiende a despertar la acusación de ‘esencialismo,’ ‘fundamentalismo’ y otros delitos.» Slavoj Zizek, (El Sujeto Espinoso. Pág 176)
Un recurrente cliché en el lenguaje comisarial y crítico hoy en día consiste en despachar cierto conglomerado discursivo a la hora de hablar de una obra o artista con el par privado versus público sin detenerse con más detalle en cada una de estas dos categorías.
A la luz de los cambios producidos en las lógicas de la producción, esta revisión de categorías estancas acerca de lo privado / público (no tanto en su aplicación a los obras de arte, sino a los roles que artistas, comisarios y crítica adoptan en el reparto laboral de la cadena productiva) se hace más necesaria que nunca. En el contexto actual, esta tríada (artistas, críticos y comisarios) nos asegura como mínimo que sea imposible referirse a cada una de ellas evitando u obviando las otras dos. Como trasfondo de esta cadena y acto seguido, se encontraría el mercado, con sus agentes reguladores, y también las instituciones públicas, también con sus propios mediadores igualmente reformadores, como si la competencia entre las esferas públicas y privadas del arte se hubieran enzarzado en una ridícula disputa por saber quién ejerce una mayor autoridad moral o criticismo.
Pero, si nos es más o menos fácil plantear la pregunta ¿qué sería de una crítica que no reflexiona adecuadamente sobre su propio campo de actividad? entonces, ¿cómo no reflexionar sobre la urgente redefinición del rol del comisario? Nadie negará que, si ha habido un cambio sustancial en el ámbito artístico en los últimos, pongamos diez años, éste lo encontraremos en el ascenso y emergencia de la figura del comisario. Otra característica de este cambio estará en que esta nueva presencia, lejos de considerarse como un quebrantamiento de la ley, (del mercado, de los poderes, de los roles definidos o de los discursos) ha venido a ser celebrada o progresivamente asimilada por las partes interesadas en el mantenimiento del status quo o en el resurgimiento de una vocación vacante hasta entonces, el semi-profesional amante del arte convertido en mediador.
Lo que merece ser destacado es que, a día de hoy, parece imposible separar o hablar de la función de la crítica sin, inmediatamente, referirse al rol del comisario. Es cierto también que, cada vez es más difícil encontrar críticos puros en el contexto del arte y que casi todos ellos/as comisarían. Sin embargo, de manera opuesta, es conocido el caso de críticos que según van subiendo o aceptando encargos -o incluso puestos institucionales- progresivamente dejan de escribir reseñas en revistas y periódicos (como si éstos fueran una especie de género menor) al mismo tiempo que miran con recelo aquello que se escribe sobre su práctica curatorial. Las razones de esto son tanto económicas como de orden moral.
La fantasía de la necesidad que tenemos de dotarnos de una critica fuerte persiste, entre críticos y comisarios; confundida muchas veces con el impulso adolescente que supone poner en marcha una revista.
Mientras que escribir reseñas o artículos reporta cantidades ínfimas de dinero, tal y como está el sector editorial, el comisariado está revalorizándose a pasos agigantados. Sólo hay que ver las tarifas de las instituciones dedicadas a pagar a los contribuidores textuales y los honorarios del comisariado, aún manteniendo las proporciones del trabajo realizado en cada uno de los casos. Esta situación, ha conducido a una manifiesta situación de crisis en las formas en las que se escribe sobre arte, mientras la fantasía de la necesidad que tenemos de dotarnos de una critica fuerte persiste, entre críticos y comisarios, aunque difícilmente se realice algo efectivo al respecto. Esta fantasía, confundida muchas veces con el impulso adolescente que supone poner en marcha una revista, es compartida por críticos y comisarios a lo largo y ancho del mundo.
A este respecto, el crítico literario marxista Terry Eagleton dice en su libro de memorias, (El Portero. Ed. Debate, 2004) un tanto irónicamente, que cuando un izquierdista está sumido en una crisis lo primero que hace, casi como acto reflejo, es o sacar una revista o convocar un congreso. Sin embargo es un hecho que el comisariado parece situarse en una tendencia ascendente de crecimiento y la crítica parece encogerse de manera galopante. Otra de las diferencias que surgen aquí es la distinción entre un género llamado “crítica de arte” y otro denominado genéricamente como “escritura sobre arte.” En su artículo de Art Monthly el artista y crítico J.J. Charlesworth plantea esta disyuntiva al mismo tiempo que menciona que siempre que cíclicamente se menciona una “crisis del arte” lo que este diagnóstico vendría a revelar es la pérdida de autoridad de los valores de los que se disfrutaba previamente a la hora de escribir y analizar el arte1.
Así, este síntoma de una crisis en la crítica ha sido ya detectado y puesto en las manos de “curadores,” hasta el punto de haberse creado iniciativas del estilo de The Institute of Art Criticism en la Frankfurt’s Staedelschule, (no podía ser en otra ciudad) fundada en el 2003 por su director Daniel Birnbaum y por la Text Zur Kunst Isabelle Graw. Seminarios del tipo The Power of Criticism con los October-fellows tienen lugar allí.
A este respecto me gustaría traer al debate una mesa redonda que tuvo lugar en dicha revista en diciembre 2001 donde nada más comenzar se citaba Crisis and Criticism de Paul de Man, donde éste establece que los dos, la crisis y la crítica, van a menudo juntos de la mano y a menudo de manera productiva. De Man proclama que está en la naturaleza o en la lógica estructural de la crítica misma el estar en un estado perpetuo de “crisis.”2
Las razones de esta crisis son múltiples según los participantes, pero resumiendo quizás la principal razón se situaría en la absorción de espacios para la crítica por el mercado y la consiguiente esterilización de la crítica como simple placebo (Buchloh dixit) sin una función social real. A esto habría que añadir la heterogeneidad de formas en la cuales la crítica hace su aparición, desde el modelo belletrístico (como una escritura que no aspira a ser literatura pero que “es” sin duda una forma literaria, un poco a lo David Hickey y próxima a lo que Charlesworth llama “escritura de arte”) y otra con un mayor contenido discursivo, amén de las diferencias estructurales que surgen de una crítica en revistas, periódicos y otra en catálogos de artistas e institucionales por lo que cualquier intento de crítica debería ser, en primera instancia, una práctica sitespecific, o lo que viene a ser lo mismo, escribir teniendo en mente al lector potencial y jugar con ello de manera positiva. Esto significa en términos generales cambiar o variar los modos de escritura, alterar las velocidades y permanecer siempre fresco, flexible y dispuesto.
Esto nos haría reconsiderar los lugares donde se ejercería la teoría crítica o la crítica de arte, pues es bien sabido por todos nosotros que gran parte de los ensayos fundamentales aparecen en catálogos de instituciones más que en revistas especializadas.
Esto no justificaría, en ningún caso, los casos de mala escritura crítica cuando habitualmente los críticos se apartan de su voz habitual y simplemente ensayan mala literatura belletrística.
Otras reflexiones que emergen en el debate de October se situarían en la caída de la figura del crítico en cuanto a figura pública que ejerce una opinión sobre lo que “hay que mirar” o simplemente decir: “Ojo, esto es importante.” Esta función está cambiando y ya no corresponde a la crítica sino más bien a la figura del “experto.” Éste es el que ejerce poder de cara a los museos y el mercado. Hay cierto consenso entre los más jóvenes (George Baker, Helen Molesworth ) en indicar que los curators hacen obsoletos a los críticos, o que los primeros han desplazado la crítica y el poder y la función de la crítica.
El capitalismo ha encontrado en la figura del comisario independiente su mejor embajador.
Andrea Fraser por su parte indica que ella no ve como separadas el desarrollo de la crítica de una práctica artística sino que más bien contempla la crítica como una práctica artística en sí misma o una forma de arte más. Es decir, como algo orgánicamente vinculado, lo cual reclama cierta conciencia de site-specificity a la hora de escribir que indicaría que el crítico tiene en mente a la audiencia a la que va dirigido el texto y es consciente de que cada medio y contexto es singular y particular, lo que exige una multiplicidad de voces y registros aplicados a cada situación. Este argumento encuentra defensa en Robert Storr mientras que es insuficiente para Benjamin Buchloh, más partidario del todo o nada en cuanto a la manera de ejercer la crítica. Una pregunta que emerge de contemplar la crítica como actividad artística, con la consiguiente ampliación del término “artista”, estaría en ¿podrían los curators contemplar su actividad de una manera similar? La tesis de que la figura del curator ha estratificado y fragmentado aún más la esfera del arte es discutible y al mismo tiempo argumentable. Sin embargo, las relaciones entre críticos y curators apenas son estudiadas o comparadas, mientras que en los últimos años hemos asistido a gran cantidad de textos y estudios donde el curator es (casi siempre de manera ultra-optimista) visto como la nueva figura crítica. Un poco de críticismo aplicado a lo que se está convirtiendo el “curating” no nos vendría nada mal a ninguno de los que intentamos producir discurso crítico, escribiendo, comisariando o inmersos en prácticas híbridas y colectivas.
En esa mesa redonda Helen Molesworth habla de que “el curator contemporáneo es ahora alguien que busca nuevo talento, no alguien que espera conseguir la información de algún otro lugar. Me pregunto si parte de la ansiedad sentida aquí por parte de los críticos –y ahora hablo como crítica y no como curator– es que la voz del crítico no es escuchada de la misma manera en el espacio del museo (…) Ahora el museo está deseando, eso parece, validar más arte, y validarlo más rápido que nunca antes. Esto crea una crisis de juicio, de la formación de cánones, tanto para la crítica como para la historia del arte.”3 A nadie se le escapa que en la década de los 80, los comisarios de exposiciones eran mayoritariamente críticos o académicos universitarios. Apenas había comisarios que no fuesen críticos.
Ahora, con la separación o bifurcación de estas dos tareas decisivas dentro del sistema de producción estas dos figuras pueden entrar en tensión. Lo que hoy en día nadie pone en duda es que la usurpación por parte del comisario del rol que anteriormente estaba reservado casi exclusivamente a la figura del crítico lanza la cuestión del renovado interés por el retorno de la corriente de pensamiento pragmatista-liberal. Esto equivale, según Richard Rorty, a que las esferas públicas y privadas deben permanecer separadas. Las necesidades de auto-creación personal (lo que equivale a lo privado) y el ejercicio de la política (lo que equivale a lo público) deben de mantenerse cada una en su propio ámbito, lo que viene a sugerir debemos intentar alcanzar la “excelencia poética” los fines de semana, mientras que el resto de los días la acción social debe recaer en la búsqueda del bien común de todos. Cuando estas dos esferas se mezclan, como resultado de la envidia, el egoísmo o el subjetivismo individualista, los resultados son desastrosos para la política. Esta división, por otra parte, lo que garantizaría es, como buen pensamiento de corte liberal, la libertad individual, el respeto por la profesión, la protección de la subjetividad y el individualismo necesario para buscar la expansión dentro del sistema.4
Esto conlleva, según Rorty, y de manera polémica a considerar a Derrida como un filósofo irrelevante para la política y a su vez como el más grande de los pensadores-artistas-literatos.
En mi opinión, y en un ejercicio de maximalización, el trabajo del comisario se mantendría en un principio ligado mayormente a la esfera pública, pues su trabajo, aún perteneciéndole, y habiendo sin duda alguna trasvase de subjetividad, queda diluido en lo público. El horizonte de esta disolución la conforma primero su propia subjetividad en tanto que agente / mediador / productor, pero también la institución y su burocracia, las políticas culturales de la administración, las horas de gestión, la base económica (tanto su sueldo como los presupuestos), el espacio arquitectónico, los discursos imperantes del momento, la mediación en todos sus frentes (mediáticos, comunicativos y networks), los/las artistas (sobre todo) las obras, la segunda literatura o escritura crítica, el conflicto y finalmente el espectador, la audiencia o el sujeto receptor de la experiencia.
Resumiendo, el contexto, como una superestructura discursiva, engulliría la fuerza productiva del comisario y la devolvería transformada, licuada, tamizada en una experiencia principalmente del orden exclusivamente visual. (De ahí que comisarios que no comisarían exposiciones sino que están involucrados en otros tipos de mediación parezcan más invisibles).
Es decir, el excedente productivo de esa actividad que es “comisariar,” estaría en su necesaria división, estratificación y segmentación. En el magma de la esfera pública.
Esta evaporización de la fuerza productiva del comisario a las que aquí aludo, dejaría sus huellas en los propios cuerpos de aquellos/as trabajadores de la mediación artística y cuyo efecto más inmediato es una continua sensación de falta, carencia o insatisfacción.
La compensación a esta insatisfacción casi ontológica o ansiedad crónica se traduciría en un deseo de hacer más y más, de actividad frenética. Especulando un poco más, y a la luz de algunos casos concretos, podríamos decir que sólo en esta repetición agonística podremos hallar los rasgos de la necesidad autoafirmativa y la auto-creación personal en el comisario y no tanto en el contenido de esta o aquella exposición. Consecuencia de este síndrome son es el incremento de la velocidad.
Hoy en día, la labor del comisariado ha sufrido una aceleración tal que sus efectos redundan en un nivel de profesionalización y especialización de la gestión de recursos inimaginables en el pasado. La espontaneidad ha dejado paso a la competencia y la carrera desenfrenada, la territorialización, el exclusivismo y cierto antagonismo demagógico.
Efectos todos estos, del alto grado de codificación de la ideología neo-liberal o, para ser más exactos, consecuencias del triunfo del capitalismo tardío en el terreno del arte contemporáneo. No supondría ninguna perogrullada decir que, el capitalismo ha encontrado en la figura del comisario independiente su mejor embajador.
No obstante, el sueño de la borradura de las divisiones culturales del trabajo debería estar en la agenda de cualquier artista o productor cultural que se pretenda crítico o progresista.
Es una exageración, sin duda, decir que una vez que la exposición ha sido realizada, el comisario no se queda con nada para sí, al margen de cuotas de respetabilidad y un salario bien ganado, aunque la gran cuestión está en ver cómo la subjetividad es inoculada en el pensamiento de los artistas y en el ambiente expositivo. A este respecto las fricciones, las imperfecciones y los ruidos son a veces más relevantes que los comisariados perfectos o de guante blanco.
Su labor como facilitador/a, mediador/a, catalizador/a, informador/a está asentada en un pragmatismo donde difícilmente es posible contemplar la total revolución del sistema o el cambio, como por otra parte se le atribuye a la izquierda más radical, sino más bien en la re-organización y trabajo de base. A pesar de que la fantasía de poner patas arriba el sistema del arte anime a comisarios que se pretenden más innovadores, la realidad cotidiana de la vida institucional nos muestra que su espíritu es simple reformismo, que no es poco. Existe la necesidad de que los curators trabajando en instituciones sean conciliadores.
Reforma y comisariado van juntos de la mano y lejos de constituir un binomio negativo se trata de su raison d’être más productiva y provechosa socialmente a medio-largo plazo.
Es quizás por ello que ha ido saliendo a escena un hartazgo manifiesto en cuanto al rol que el comisario ejerce (en tanto que “independent curator” y cuyos modelos más representativos tenemos todos en mente) en ciertos ambientes artísticos anclados en una supuesta herencia izquierdista radical cuyo pensamiento es la deslegitimación del comisario, la negación de su figura y todo lo que representa, como si de un emisario del capitalismo opresor se tratara. Ejemplos de estos dos casos, tanto la celebrada del independent curator y comisario networker, como su opuesto, es decir, la negación del comisario y su sustitución por otros términos como “productor cultural” o “investigador” están bien identificados en el contexto del arte en España. Parece como si no existieran términos medios o posibilidades para escapar a esta polaridad asfixiante en nuestro país.
No es fácil producir criticismo en un entorno donde abundan los Ferrero Rochers o en un contexto donde la metáfora del “traje del emperador” es la norma habitual.
Siguiendo con las relaciones público / privado, recientemente comentaba con otra persona que la escritura (incluso en el ejercicio de la crítica) es el desnudamiento del yo más absoluto, es como una exposición de la desnudez del autor en la plaza pública, como adentrarse en un circo romano y esperar a ser devorado por las fieras. Los conflictos de esa persona con la escritura no coincidían con su posición con el comisariado, más asumible en cuando los pudores de uno. Mientras tanto hablábamos de una tercera persona cuya patología era el caso contrario, pues podía escribir y publicar regularmente, ocultando su yo una vez accionado el botón SEND mientras que el mero hecho de comisariar una exposición le producía una sensación esquizoide difícil de superar.
La pregunta que emerge aquí es ¿es más público comisariar que paradójicamente “publicar” o viceversa? ¿Qué es más íntimo?
Unas sobredosis de ánimo deconstructivo no vendría aquí nada mal. Derrida nos dice que la deconstrucción no es más que eso, performativizar estas diferencias entre lo privado y lo público y hacerlas visibles.5
Mientras que tradicionalmente (y de manera reaccionaria) se proyecta una visión de la tarea del artista como perteneciente a la esfera de lo privado, sin reparar en que gran parte del legado crítico se lo debemos a artistas que incorporan el criticismo en su propia práctica, (de Donald Judd a Andrea Fraser por poner dos ejemplos) y la del curator perteneciente a la de lo público, aquí me gustaría romper los tabúes y reivindicar ciertas actitudes borderline tanto en los roles como en las prácticas. Como dice Slavoj Zizek, contradiciendo a Rorty, “la separación de lo público y lo privado no se produce sin antes dejar ciertos rastros.”6
¿A qué clase de punto sin retorno nos conduce el argumento de que el rol del curator pertenece exclusivamente a la esfera de lo público mientras que el artista pertenece a la esfera de lo privado? Semejante argumentación nos haría pensar en la erotización del trabajo del comisario y la erotización de la labor del crítico sin tener que fetichizarlas.
Estos rastros a los que alude Zizek pueden ser descritos como tendencias políticas antagónicas. Lo que aquí nos interesa es el establecimiento de un paralelismo que, como si de una boutade se tratase, intenta equiparar una situación liberal-pragmatista con el rol del comisario, mientras el crítico mantiene una resistencia negativa-deconstructiva. La figura del curator sería el efecto de un contexto altamente liberal mientras que el crítico permanecería dentro de la esfera izquierdista o de tradición marxista.
Si el curator está próximo al pragmatismo (pongamos el caso de un Richard Rorty o un Habermas) y el crítico a una clase de análisis de corte marxista (pongamos el caso de un Fredric Jameson), entonces la tensión entre el curator y el crítico debe producirse de manera ineludible en cualquiera de los ámbitos de trabajo.
Las preguntas que surgen aquí son: ¿Cuál es, en el estado actual del discurso artístico, el espacio de subjetividad que artistas, curators y críticos comparten al margen, pongamos el caso, de los efectos del mercado y en el medio de las políticas institucionales?
¿Puede haber un lugar compartido más allá de la división en el sistema de la producción que cada uno de estos roles conlleva? La resistencia a la teoría que ya preconizara Paul de Man tiene hoy en día en el contexto del arte su campo de lucha y sus ejemplos más palmarios los podemos encontrar en nuestro país con el debate sobre la irrupción de los denominados “estudios visuales” como una corriente teórica desligada de la corriente de October.
Lo complicado y específico de cada caso está en separar y aislar una contradicción de una paradoja, y ésta de una antinomia. Todavía en los 80, en un contexto propiamente norteamericano, la teoría crecía como setas y era imposible para los artistas el crear al margen de una vorágine de re-lecturas francesas y psicoanálisis expandido.
Hoy en día, el marketing corporativo del mercado establece sus fuerzas uniéndolas al nuevo consenso curatorial. El comisariado, al menos en Europa, está empezando a establecerse mediante una conciencia de comunidad, consenso y cierto political correctness que evita el conflicto y cuyo poder conduce a una sensación de en-powerment desesperado por parte de la comunidad de artistas. Un modelo de mezcla de admiración/rechazo hacia la figura del comisario empieza a extenderse incluso en las prácticas de los artistas, como si de cierta Crítica Curatorial deudora de la Crítica Institucional se tratara, lo cual lejos de producir buen arte, produce simple crítica mala.
Ejemplos de este modo de crítica basado en el rechazo (en el fondo admiración) son fáciles de encontrar en países del Este y también en grandes capitales. Todo esto junto está conduciendo al crecimiento de la auto-conciencia curatorial o hacia un curating de MCD (o Mínimo Común Denominador) o incluso a cierto over-curating. Efectos de esto son la homogeneización de discursos y la total ausencia de especificidad con el consiguiente empobrecimiento crítico. No es fácil producir criticismo en un entorno donde abundan los Ferrero Rochers o menos en un contexto donde la metáfora del “traje del emperador” es la norma habitual.
Sin pretender que este mismo texto se convierta en una alabanza de la crítica en detrimento del comisariado, y lejos de la falsa nostalgia que la falta de una crítica fuerte nos causa a todos nosotros, lo que debemos reivindicar es una mayor hibridación de las prácticas artísticas.
La función de la crítica estará siempre “beyond recognition” (parafraseando a Craig Owens), sin embargo, el comisario necesita del reconocimiento social y del respeto. No obstante, en una utopía liberal, la autoridad del crítico y la autoridad del comisario mutarían hacia la respetabilidad social.
El artista Liam Gillick distingue el hecho de que el comisariado ha entrado en una fase dinámica y que la mayoría de los que antes eran críticos hoy en día son comisarios al mismo tiempo que su papel en tanto que crítico lo entiende como una voz semi-autónoma que se convierte en débil. Y dice que “los más brillantes, y los más listos, se implican en esta múltiple actividad de ser mediador, productor, interface y neo-crítico.”7
Gillick argumenta que todo gira en base a evacuaciones de un lugar a otro y que esta redefinición de los roles se asemeja a un campo de batalla de la lucha por el espacio crítico donde la idea del periodo moderno tardío de que el artista desarrolla una especie de doble en la figura del crítico ha mutado en una voz comisarial que permanece en paralelo con la del artista.
Un ejemplo paradigmático de paralelismo lo tendríamos en alguien como Donald Judd, para quien escribir crítica de arte no era más que una manera de matar el tiempo. Lo cual nos llevaría a considerar la función crítica como parásito. Esta condición de la crítica de arte, al igual que la deconstrucción como método parasitario, nos llevaría a plantearnos cuestiones del uso del estilo dialéctico, la pereza y la distracción como herramientas de producción. Tanto el placer de leer crítica como la pereza que lo acompañan lo encontraremos tanto en su ejercicio como en la parte del lector. Yendo un poco más allá del caso de Judd lo que éste nos demostraría es que no existe tanta diferencia entre leer y escribir y que todos aquellos que leen ese género que llamamos crítica acabaran incorporándolo a su propio cuerpo de trabajo.
Otro aspecto a tener en cuenta está en que la expansión del comisariado coincidiría aquí con la expansión del multiculturalismo como ideología principal, sustituyendo la anterior tarea de la teoría crítica de raíces próximas a la Escuela de Frankfurt.
El multiculturalismo, con sus luchas que giran sobre los derechos de las minorías, los diferentes estilos de vida y otras cuestiones de reconocimiento social vendrían a validar la homogeneidad del capitalismo como sistema mundial.
Slavoj Zizek ha detectado esta equivalencia entre multiculturalismo y capitalismo cuando afirma que en “la problemática del multiculturalismo que se impone hoy –la existencia híbrida de mundos culturalmente diversos- es el modo en que se manifiesta la problemática opuesta: la presencia masiva del capitalismo como sistema mundial universal. Dicha problemática multiculturalista da testimonio de la homogeneización sin precedentes del mundo contemporáneo.”8 Como ejercicio de lectura podemos coger dos ejemplos y leerlos en paralelo con la frase que acabamos de citar. Un ejemplo es el libro FILES que el MUSAC publicó como promoción del museo con motivo de la feria ARCO 04 y donde yo mismo colaboré comisarialmente.
El siguiente ejemplo deberemos leerlo en paralelo con la cita de Zizek que viene a continuación, este ejemplo, estará en la celebrada figura del comisario como idealista free-lance que tiene en los aeropuertos su habitat o ecosistema cotidiano.
“La actitud liberal ‘políticamente correcta’ que se percibe a sí misma como superadora de las limitaciones de su identidad étnica (ser ‘ciudadano del mundo’ sin ataduras a ninguna comunidad étnica en particular), funciona en su propia sociedad como un estrecho círculo elitista, de clase media alta, que se opone a la mayoría de la gente común, despreciada por estar atrapada en los reducidos confines de su comunidad o etnia.”9
El sistema del arte se sostiene gracias a un esquema de alianzas institucionales y profesionales entre agentes varios, donde la sintonía en materia de política cultural o ideológica no siempre es su motor principal, sino más bien éstas son de corte meramente libidinal o de simpatías variadas. Este sistema no encarnaría sino a un pensamiento de corte liberal-pragmático.
Las instituciones más progresistas en cuanto a estructura y contenidos son a día de hoy las gobernadas por izquierdistas capaces de ser habilidosos y soportar las cantidades de poder e impotencia que poseen los sistemas burocráticoadministrativos.
A estas alturas, la extendida cultura de la queja y denuncia no nos conduciría sino a un callejón sin salida por mucho que continuamente miremos de reojo a la promesa de que fuera, en el exterior, las cosas están más avanzadas. Falsa promesa.
La tarea del comisario también está rodeada de lo indecidible. Cualquiera que sea la decisión que el comisario adopte, sea correcta o incorrecta, ésta estará atravesada de manera indisociable por la indecibilidad. Lo que pone en evidencia esto es que, por encima de la elección y selección, está la cuestión de la decisión. Esto explicaría el porqué de la abierta participación de comisarios progresistas o de izquierdas en programas o proyectos en los que aparentemente no debieran participar o sorprende que participen.
Esto no es algo que debiéramos denominar como corrección política sino que participa de lleno de la lógica de la indecibididad. ¿Cuál es la buena decisión, entonces, declinar participar con la violencia inherente de un no como respuesta o aceptar las reglas de juego y decir sí? ¿Cuál es la opción más radical?
Lo indecidible lleva a la cuestión de los espacios de no-afirmación.
Una izquierda de corte activista, pero amparada en su propia resistencia y en la creación de “lobbies”, sugeriría que estos espacios de no-afirmación son reaccionarios.
El curator no puede decir ‘no.’ El comisario sólo puede decir ‘sí.’ Este espacio de no-afirmación es lo que Derrida llama indecidibilidad.10
Sin embargo, el gesto de izquierdas -siguiendo una vez más a Zizek- en el comisario también estaría en esta suspensión del marco moral abstracto lo que viene a ser lo mismo que la indecidibilidad. De ahí la paradoja y el rechazo que genera la definición del curator como selector o new selector, como si comisariar fuera una mera cuestión de selección, gusto o simple decisión afirmativa. En teoría política, la indecidibilidad y la decisión son dos elementos que se atraen y se repelen. Es en esta paradoja que Ernesto Laclau dice sobre la decisión que: “La condición de posibilidad de algo es también su condición de “Lo indecidible no es meramente la oscilación o la tensión entre dos decisiones; es la experiencia de aquello que, aunque heterogéneo, extraño al orden de lo calculable y de la regla, aún está obligado –es de obligación de lo que debemos hablar- a rendirse a la decisión imposible, a la vez que toma en cuenta la ley y las reglas. Una decisión que no pasara por la dura prueba de lo indecidible no sería una decisión libre, sería solamente la aplicación o el despliegue programable de imposibilidad. Al decidir dentro de un terreno indecidible estoy ejerciendo un poder que es, sin embargo, la condición misma de mi libertad.”11
La violencia de decir “no” está siempre presente y es una de las posibilidades a la hora de tomar cualquier decisión de trabajo a la vez que cuestiones vinculadas a las esferas de lo mainstream y lo alternativo tienen en este “no” su piedra de toque.
De ahí que tanto curators como críticos podemos aprender de modelos críticos puestos en marcha por los artistas como en el caso de los noruegos Gardar Eide Einarsson y Matias Faldbakken cuyo trabajo en campos tan diversos como la edición, la escritura, la escultura social y el activismo, pone en interrogación las divisiones laborales que estamos mencionando al mismo tiempo que cuestionan performativamente el participar o no participar en un sistema que rechazan y a la vez necesitan.
Si para alguien como Terry Eagleton “la principal misión del crítico marxista es participar activamente en la emancipación cultural de las masas y ayudar a dirigirla. Organizar talleres de escritores, estudios de artistas y teatro popular; transformar el aparato cultural y educacional; las actividades de diseño y arquitectura públicas; una preocupación por la calidad de la vida cotidiana desde el discurso público hasta el “consumo” doméstico,”12 entonces la conciencia de resistencia que emerge de esta afirmación sólo puede contrastar con lo inevitable de esta otra gran frase de Fredric Jameson, quién al comienzo de su fulgurante Las semillas del tiempo escribiera que: “Parece que hoy día nos resulta más fácil imaginar el total deterioro de la tierra y de la naturaleza que el derrumbe del capitalismo: puede que esto se deba a alguna debilidad de nuestra imaginación.”13
El curator va cavando un vacío detrás de sí mientras la división del trabajo en la cadena productiva del arte sigue su marcha in crescendo. Mientras tanto, la fuerza de una espiral lo arrastra hacia un vacío liberal, hacia la contingencia absoluta.
Esto es lo mismo que validar una línea de pensamiento que argumenta que el mundo no necesita construirse sobre los cimientos de la utopía futura sino sobre la base de un pragmatismo liberal.
Sin embargo dentro del comisariado sin duda hay una tendencia hacia el pragmatismo y también una tendencia hacia la utopía. Es en el cruce de este pragmatismo con una visión utópica de la práctica artística donde se puede producir el cortocircuito. Pero como solución temporal sólo podemos reivindicar que los curators escriban más y los críticos comisarien más.
NOTAS
1 J.J. Charlesworth. The Dysfunction of Criticism. Art Monthly # 269. 09-03. pp.1-4. Este texto es la
continuación a otro publicado sobre la crítica de arte por Michael Archer en la misma revista (AM264) a la que continúan discusiones por críticos como Matthew Arnatt o Alex Coles.
2 The Present Conditions of Art Criticism. October nº 100. Spring, 2002.
3 Ibid. Pág. 219
4 Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad. Ed. Paidós. Barcelona. 1991.
5 Jacques Derrida. Notas sobre deconstrucción y pragmatismo. En “Deconstrucción y Pragmatismo”. Chantal Mouffe (comp.) Editorial Paidós. Buenos Aires. 1998.
6 Slavoj Zizek, Mirando al sesgo. Editorial Paidós. Buenos Aires. 2000. pp. 259-263
7 Liam Gillick en conversación con Saskia Bos. En Modernity Today. De Appel Reader. # 1. Ámsterdam, 2004.
8 Slavoj Zizek, Multiculturalismo o la lógica cultural del capitalismo tardío. En “Estudios Culturales. Reflexiones sobre el multiculturalismo.” Eduardo Grüner (comp.) Ed. Paidos, Buenos Aires, 1998. Pág. 176
9 Ibid. Pág. 179
10 Jacques Derrida. Fuerza de Ley. La fundación mística de la autoridad. Ed. Tecnos. Madrid. 2002.
11 Ernesto Laclau. Deconstrucción, pragmatismo, hegemonía. En “Deconstrucción y Pragmatismo.” Chantal Mouffe (comp.) Editorial Paidós. Buenos Aires. 1998. Pág. 108
12 Terry Eagleton, Walter Benjamin o hacia una crítica revolucionaria. Editorial Cátedra, Colección Teorema. 1998. Pág. 152.
13 Fredric Jameson. Las semillas del tiempo. Editorial Trotta. Madrid. 2000. Pág. 11
Peio Aguirre es crítico de arte y comisario de exposiciones.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)