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Ver es un mecanismo, mirar es una actitud. Abrimos los ojos y el prodigioso baile de la luz en nuestras pupilas genera automáticamente colores y formas que configuran una imagen del mundo que nos rodea. No decidimos que la sangre sea roja o que las sandías tengan forma esférica, simplemente es así. En cambio, la mirada, lejos de ser un algoritmo biofísico, se construye con infinidad de intenciones, intereses, saberes y deseos que se articulan de manera compleja. Buena parte de toda esa argamasa emocional pertenece al terreno del subconsciente, de ahí que la mirada suela estar condicionada por recuerdos, estereotipos y prejuicios sin que ni siquiera nos demos cuenta de ello. Les cuento una pequeña anécdota que ilustra hasta qué punto los condicionantes de nuestra mirada distorsionan lo que vemos. Cuando era niño no tenía vecinos ni compañeros de colegio de origen asiático, así que los tebeos —sí, soy prehistórico, no existía internet— habían instalado en mi cabeza la idea de que “los chinos eran amarillos”. Años más tarde, cuando abrieron el primer restaurante de comida china en el pueblo, fui con unos amigos y me sorprendió que los camareros, si bien tenían los ojos rasgados, no eran de color amarillo. En lugar de pensar “vaya tonterías dibujaban en los tebeos” les dije a mis amigos que aquel restaurante no era auténtico, que los chinos de verdad eran amarillos. La mirada se imponía al simple acto de ver.
Eso es exactamente lo que nos ocurre a las personas con diversidad funcional cuando nos exponemos a la mirada de “los normales”. No estamos en su vida cotidiana porque se han encargado de quitarnos de en medio generando un universo paralelo (escuela especial, transporte especial, residencia, domicilio sin apoyos, etc.) que impide conocernos a base de compartir vida. Y los tebeos (arte, cultura, medios de comunicación, etc.) siguen representado poco y mal nuestra realidad. Básicamente, sólo se muestran los tullidos filosuicidas (Mar adentro, Million Dollar Baby), los que convierten su vida en un tratamiento médico para “curarse” (Superman, La Marató de TV3) y los que resultan “inspiradores” (Stephen Hawking, paralímpicos) para las aburridas vidas de “los normales”. Hay otros elementos que refuerzan este universo simbólico intrínsecamente negativo sobre la discapacidad.
Por un lado, en las leyes como la de eutanasia o la del aborto se valora —implícitamente, no sé si somos educados o hipócritas— la discapacidad como una característica personal que devalúa el valor de las vidas de quienes cargamos con esa etiqueta. En lugar de legislar de manera universal el derecho a la interrupción del embarazo y a recibir apoyos para poner fin a la propia vida, las leyes españolas señalan con un dedo inquisidor aquellas vidas de menos valor que justifican autorizar el aborto con un plazo superior al del resto de la población, o dar apoyos para el suicidio que no se prestan a las vidas realmente valiosas. Ojo, este argumento no va contra el aborto ni contra la eutanasia, todo lo contrario, reivindicamos un aborto libre y una eutanasia universal, porque lo discriminatorio son los textos legales que configuran el aborto y la eutanasia como actos eugenésicos.
Por otro lado, siguiendo con los elementos que generan ese imaginario colectivo violento contra la diversidad funcional, hay que hablar del lenguaje. No existe pensamiento sin lenguaje (del tipo que sea) ni lenguaje sin pensamiento. Quizás sería más ilustrativo referirnos al lenguaje-pensamiento. A día de hoy, palabras como “disminuidos”, “persona con discapacidad”, “gran inválido” o “gran dependiente” siguen conformando el lenguaje-pensamiento oficial y oficialista, como en su momento desde esas mismas instancias se defendía el uso de “subnormal” o “minusválido”. Todos estos términos comparten el hecho de centrar nuestra realidad en “algo malo que le pasa a nuestras capacidades”. Sí, algo que le pasa a la persona, porque por mucho que se repita el mantra de que “la discapacidad resulta de la interacción de las deficiencias (ya vamos mal) de la persona con el entorno social” la realidad es que ninguna ciudad, escuela o tren tienen un “certificado de discapacitante”, seguimos siendo las personas las que “albergamos el problema”, tal y como acreditan los “certificados de discapacidad” con nombre y apellidos, emitidos por equipos profesionales multidisciplinares y megachulis. Por eso, desde el Movimiento de Vida Independiente, proponemos “diversidad funcional”, para que el pensamiento no pivote sobre las capacidades del individuo sino sobre el hecho innegable de que todos los cuerpos son diferentes, funcionan de manera diferente, y una minoría sufre discriminación generalizada por habitar en la periferia de la campana de Gauss de esas diferentes funcionalidades. Se trata de situar el problema en la gestión comunitaria de esa diversidad, igual que ocurre con las diversidades sexuales, culturales, religiosas, etc. Pasar de la “tragedia personal” a la “gestión comunitaria de la diversidad” no pretende ser políticamente correcto, sino situar la cuestión en el terreno de lo político.
El Diversorium es un artefacto de artes escénicas en el que artistas y público encarnan diversidades de todo tipo, de alma mutante y espíritu ubicuo, creado con la intención de generar alianzas y de cuestionar la segregación y el imaginario colectivo sobre la diversidad funcional. Al compartir en el encuentro festivo, a ambos lados del escenario, la misma alegría o inquietudes que los normales creen exclusivas de su privilegiada posición, estos se verán expuestos, sin escapatoria posible, a la imagen que les devuelve el espejo que nunca quieren mirar, el de la vulnerabilidad humana, el de su propia fragilidad. ¿Qué justifica que unos vivan libres en su casa y su comunidad y otros no puedan decidir con quién conviven, quién toca sus cuerpos o a qué hora se acuestan, si tanto unos como otros necesitan de los demás? ¿O es que usted cultiva y caza lo que come y va a buscar al río el agua que bebe? No se engañen, tampoco se nos encarcela por una cuestión económica, hay experiencias que demuestran que vivir en el propio entorno con asistencia personal es más barato y más eficiente económicamente que encerrarnos en instituciones. Se nos sigue institucionalizando por inercia, por dejadez y porque se nos mira esperando que seamos amarillos como los chinos de los tebeos, asumiendo que nuestras necesidades y aspiraciones vitales son esencialmente diferentes de las de quienes nos encierran. En cuanto al imaginario colectivo, pocas cosas son tan efectivas para cambiar la mirada como la convivencia lúdica y el disfrute y creación artística, a ambos lados del escenario. Ahí es posible captar a la persona en todas sus dimensiones, poniendo en valor la diversidad humana más allá de las ideas productivistas que se empeñan en considerar defectuosa, discapaz, a la persona diferente, eludiendo la responsabilidad comunitaria sobre cómo nos organizamos para que todas las maneras de ser y estar en el mundo encuentren un espacio de reconocimiento a su igual dignidad a la de cualquier otra persona.
Cuando ustedes se decidan a venir a pasarlo en grande a uno de los fiestones del Diversorium, recuerden, la visión es un automatismo biofísico, pero la mirada se construye y se educa. No se conformen con esa mirada automatizada, pobre y empobrecedora, que les dice que una gallina es un águila defectuosa. Ustedes merecen disfrutar de un mundo multicolor, rico en todo tipo de diversidades, más realista y menos prejuicioso, un mundo que también será mejor para ustedes si conseguimos sostener una mirada que ponga en valor la dignidad de lo vulnerable y lo frágil por encima de cualquier inercia materialista, productivista y reduccionista de lo que supone ser humano. ¡Viva la diversidad!.
[Imagen destacada: Vaciarte, Diversorium-Festival BAM 2022, Barcelona. Foto de Eva Carasol. Imágenes del Diversorium, vestuario de Osias Yanov, Festival BAM 2022, Barcelona. Fotos de Eva Carasol]
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)