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Ese martes por la tarde no sería como todos los demás, aun habiendo empezado de la forma más normal. Como de costumbre, me dirigí hacia el metro, para tomar la línea violeta a paralelo. En el funicular a Montjuïc, recordé, como siempre lo hacía cuando caminaba por ese lado de la colina, la escena del principio del videoclip de la canción Slow de Kylie Minogue, una inmersión hacia el fondo de la ciudad, en el contexto de la ciudad de Barcelona, hacia tejados planos de edificios en tonos tierra, las líneas de secado de la ropa al sol. Entré en la Fundació Miró, me dirigí hacia el auditorio, y entré. Ya había algunas personas dentro y una vez más -todas las semanas la misma sensación-, me sentí socialmente rara, básicamente por mi poca capacidad de interactuar con mis colegas. Parecían tan bien adaptados como grupo y yo era el satélite constante, gravitando en su periferia, con una fuerza magnética manteniéndonos a millas de distancia.
Entonces ella entró. No más alta que mi hermana de 12 años de edad, cabello castaño grueso, enormes ojos almendrados -‘olhos de Espanhola ‘, los habría llamado mi abuela de haber visto la joven-cool-dura-rápida-magnética-et al. Chus Martínez, que estaba a punto de empezar su seminario en mi programa de máster de ese día. Felizmente ignorante como yo era en ese período, más preocupada por mi aventura sexual posterior que con Krauss o Adorno, no tenía ni idea de quién era esta mujer menuda con los ojos grandes. Sin embargo, ella me fascinó en el acto. Yo era muy buena en esto de enamorarme al instante en esos años.
Vino a hablar sobre el tedio, y nunca he logrado saber si estaba tratando de ir a tono con su tema, porque habló a un ritmo constante, no hizo gestos con las manos y no adoptó el humor como una estrategia de compromiso. Detrás de ella, una enorme proyección de vídeo de niñas asiáticas entrenando en un gimnasio de una escuela anónima resonaba con su teoría. Era de hecho un video aburrido, pero no sé si por esto, o a pesar de esto, fue muy hipnótico. Me preguntaba si el artista estaría cómodo con la idea de convertirse en una ilustración de arte aburrido.
Toda mi vida he sufrido de una terrible forma de hastío, lo que me impidió tomar parte activa en mi propia vida y me ha dado el encanto irritante de una persona cínica. Ahora, esta mujer me estaba dando una herramienta para la vida, enseñándome a sacar lo mejor de mi aburrimiento. La quise mucho por eso. Quise seguirla a Bilbao. Quería ser tan inteligente, rápida, original, pequeña y viva como ella, en lugar de la rubia lánguida y aburrida que era. Pero eso me impediría poner su mensaje en la acción, por lo que me conformé en seguir bebiendo de sus palabras.
Esto me llevó a practicar la transformación de la materia del tedio en palabras, como un procedimiento cuasi químico y un modo de relacionarse con el mundo. Es por esto que este artículo, publicado hace más de diez años, en el primer número de A*Desk, me ha parecido un alegre, relevante y oportuno encuentro.
Texto seleccionado: Modere su entusiasmo, de Chus Martínez. Publicado el 6 de febrero de 2006
MODERE SU ENTUSIASMO
El texto está escrito en ocasión de una exposición conmemorativa realizada en la galería Carmen Waugh en 1970, cinco años después de su muerte. Greco se quitó la vida en Barcelona en 1965 no sin antes escribir la palabra FIN en su mano izquierda y anotar todos los detalles de su agonía en la etiqueta de una botella de tinta. Aparentemente Greco había anunciado ya en varias ocasiones su deseo de hacer de su muerte su obra maestra. De ellas, tal vez la cita más pertinente en este contexto sea una encuesta realizada en 1960 entre los miembros más prominentes de la comunidad artística bonairense en la que se les preguntaba por sus proyectos para el próximo año. La respuesta de Greco era rotunda: “suicidarse”. Se desconocen las causas que le llevaron a posponer proyecto tan ambicioso, aunque su declaración no deja dudas sobre la importancia que a éste confería, no sólo dentro de la inesquivable dialéctica entre la vida y la muerte, sino en el ámbito de su práctica artística.
Greco como muchos otros contemporáneos suyos era perfectamente consciente de la condición post-medial del arte contemporáneo. Si la Modernidad se había empeñado en definir y proclamar lo específico del medio por excelencia, la pintura, ese mismo empeño había abierto las puertas a la negación de lo esencial y el abrazo a lo general, a aquello que no sólo pertenece al arte sino a la esfera de la vida. La metáfora de una unidad indivisible, propia y constituyente de una experiencia única e inabordable desde cualquier otro medio había quedado históricamente expuesta como nunca antes. Alberto Greco lo sabe, de modo que puede proponer su suicidio como una legítima acción artística y no debe entenderse tan sólo como un acto personal de desesperación. Sin embargo el acto de Greco es la demostración del poder de dicha metáfora, del eco, de la fuerza de la tradición histórica sobre el acto premeditado e instigador de este artista. Cualquier gesto o teoría que apunte hacía la existencia de un “interior” protegido, ajeno, a un “exterior” es una ficción metafísica. Eso lo hemos aprendido de la mano de Derrida quién supo formularlo en el contexto de una época que lo sospechaba y obraba en consecuencia. Bien sea lo “interior” de una obra de arte como aquello opuesto a su contexto, bien sea entendido como un momento cumbre de la experiencia viva como lo opuesto a su repetición en la memoria o en los signos, en ambos sentidos es una falacia. La idea de lo propio, de lo genuinamente propio no puede darse.
La escritura debiera poder constituirse como un esfera en la que explorar las familias de referencias que nos han servido para explicar, ilustrar y corroborar lo que estaba sucediendo.
El suicidio de Greco lleva esta sospecha al extremo. Nada parece ser más nuestro que la muerte de uno. El principio de identidad parece quedar probado en ese momento límite de la experiencia, intransferible e incomunicable. La muerte de Greco está pensada para ser pensada, no para ser recreada a modo de experiencia por otros. Nada es idéntico a sí mismo y toda interioridad se construye desde la exterioridad por lo tanto esta muerte contextualizada dentro del corpus de su ya mítica trayectoria artística es un acto de apropiación subversiva destinada a implosionar la teoría de la especificidad de los medios artísticos.
Si algo podemos reclamar de la escritura de arte hoy no es, la aseveración de las cualidades de lo artístico, sino la investigación de los diversos frentes abiertos tras la herencia de los 60s y 70s. El caso de Arthur Danto es muy ilustrativo en este sentido. El filósofo y crítico Norteamericano se adentra en disquisiciones sobre el rol que teoría y escritura deban adoptar “frente” al arte contemporáneo siempre desde parámetros ontológicos. Pareciera que la mayor preocupación de la filosofía, y de buena parte de la crítica, sea determinar todavía la naturaleza del ente, si es o no es arte. Por una parte el arte es un fenómeno que nunca ha dejado de existir y por otra la teoría filosófica no sabe como abordar la duda del fin del arte enunciado por Hegel. Danto encuentra una respuesta cuya primera parte reconcilia la ineludible realidad de la práctica con la inoperancia de una disciplina de dar cuenta de ella. El arte, descubre Danto, no ha terminado. Lo que ha llegado a su fin es la forma histórica del mismo. Lo que hemos agotado es el modelo “ontológico” que explicaba arte frente a realidad. Es por eso que puede anunciarse, siempre según él, que nos hallamos ante un arte post-histórico. Hasta ahí todo parecen buenas noticias. Lo peor está por venir.
Lo que caracteriza esta nueva etapa es la indiferencia, la imposibilidad de privilegiar nada sobre nada. Esto no es sinónimo de mal arte, sino de una práctica cuyo motor es la entropía no es el genio, no el afán de alcanzar el dominio del tercer espacio entre realidad y ficción, como en gloriosa etapa histórica. Si menciono el ejemplo de Danto es porque ejemplifica un importante momento en la crisis de la relación entre arte y escritura. Del mismo modo que Greco, Danto es consciente de que no podemos recurrir al poder de la metafísica para explicar los cambios y las transformaciones en el arte y en la función social del arte. Y como Greco, Danto también opta por el suicidio después de dejar claro que lo ha comprendido.
El arte no ha terminado. Lo que ha llegado a su fin es la forma histórica del mismo. Hemos agotado el modelo “ontológico” que explicaba arte frente a realidad.
Lo que ninguno de los dos parece aceptar es el autoimpuesto límite de la clasificación. La función del arte no es la de producir objetos que se distingan ontológicamente del resto de los objetos y la de la escritura no es la de establecer una clasificación dentro de esa curiosa esfera. Las aspiraciones de la escritura sobre arte tienen mucho más que ver con la teoría del conocimiento que con la metafísica tradicional. La noción de “calidad” ha sido desplazada por otra categoría: la relevancia. Lo que realmente debería concernir a la escritura es el espectro de interacción entre las concepciones mentales, con las que el arte opera, los intentos de representarlas, y los sistemas cognitivos que posibilitan la estructuración y la comunicación entre fuente y receptor. Definir es sólo una parte minúscula dentro de todo lo que nos queda por hacer. De hecho, el punto de partida no es la seguridad de saber que estoy escribiendo sobre arte, sino la ambivalencia que se deriva de escribir hoy sobre una práctica compleja en la que tiene la misma importancia el consenso que el antagonismo que genera. La investigación de la crítica y de la teoría debiera intentar elucidar cómo la práctica artística converge o se distancia de los imaginarios sociales, de qué manera el objeto artístico “institucionaliza” determinados aspectos de ese imaginario, de las diversas cartografías ideológicas, y socio-económicas que intentan, dentro y fuera del arte, representar eso que conocemos como “mundo”.
La escritura debiera poder constituirse como un tercer espacio, no el espacio de legitimación o de mera representación verbal. Una esfera en la que explorar las familias de referencias que, tradicionalmente nos han servido para explicar, ilustrar, corroborar lo que estaba sucediendo. Hemos heredado una disciplina y un reino con sus cortesanos, si la década de los 60´s y 70´s supusieron un serio instento de instaurar una república necesitamos estudiar y contrastar convenientemente la relación entre las explicaciones pasadas y las presentes, el sistema de deseos que vertemos cada vez que citamos.
Proponer trabajos críticos en este sentido, que partan de la historia del esfuerzo de experimentación cognitivo con el que nos confronta cualquier trabajo de arte contemporáneo que merezca ser citado, es, a mi entender, la mejor manera de descubrir lo que la crítica tiene aún por delante.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)