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Para Breton el más simple acto surrealista consistía en precipitarse a la calle, pistola en mano, y disparar a ciegas contra la muchedumbre. Esta macabra indicación, aceptable como boutade en el «Segundo manifiesto del surrealismo», se revela culpablemente frívola cada pocos días, cuando un terrorista suicida hace estallar su carga explosiva en algún mercado de Pakistán o una oficina iraquí. El compositor Stockhausen, por su parte, no se arredró ante la muerte de 3.000 personas y declaró los ataques del 11S “la más grande obra de arte jamás hecha”. Estos excesos retóricos parecen dar la razón a quienes sospechan que el arte banaliza el terror con su mero contacto. Sostener lo contrario obliga a discutir qué caracteriza la producción artística de representaciones, y qué la distingue de la que el terrorismo usa como un arma más.
Lo que denominamos arte moderno surge cuando se da un paso irrevocable en la historia de la producción de imágenes: el que lleva de la representación del martirio al martirio de la representación. Este proceso cifra una transformación radical en el papel asignado al artista. Pintores, músicos y escultores trabajaron durante siglos al servicio directo del poder, confundidos con el resto de artesanos. Igual que los tapiceros, ebanistas o maestros pirotécnicos, su función consistía en atraer el reconocimiento público, por medios estéticos, sobre el poder, revistiendo su pedestre concreción mundana con la gloriosa referencia a un fundamento ultramundano. Convocar la piedad, el respeto y el temor a través de su trabajo y dejarlos luego sobre un escabel a los pies del poderoso: el martirio (del héroe, del santo o de Dios) era un tema especialmente apropiado para estos fines. La asociación del poderoso con un martirio representado le aseguraba un dominio real. No es de extrañar que tantos calvarios cuenten con una piadosa pareja de mecenas que sonríe beatíficamente bajo la cruz.
La emancipación del artista llega cuando algunos de estos gremios de artesanos comienzan a copiar la estrategia de sus señores, volcando sobre sí mismos el reconocimiento público que despertaban sus obras. El modo de lograrlo consiste en restar importancia al tema y hacer cada vez más presente la intervención del artista. El hecho mismo de representar algo, aceptado hasta entonces de un modo ingenuo, deviene problemático. Los mecanismos de la representación se explicitan, se cuestionan, se destruyen. Desde el momento en que nace como tal, el artista moderno ejerce una severa crítica de la imagen, en su sentido más literal de “separar, decidir, juzgar” (gr. krinein). La desmenuza, separando sus componentes y aislando sus condiciones, decide sobre su dependencia de aspectos extra-artísticos (las rutinas de la percepción, las estructuras de dominio de clase, raza o género…) y la juzga siempre, inevitablemente, culpable. Para forzar la confesión de la imagen, el artista la somete a tormento en su propia obra: el martirio no es ya el motivo sino el modo de la representación.
Hoy, sin embargo, los cuerpos torturados, agonizantes o muertos vuelven a ocupar el centro de una nítida figuración. Cualquiera, en cualquier lugar del mundo, puede acceder a vídeos que muestran la degollación de rehenes, explosiones al paso de un convoy, despedidas de terroristas que proclaman su martirio inminente. El terrorismo parece apropiarse aquí de los medios audiovisuales propios del artista contemporáneo, incluso de su lenguaje. Como afirma Groys en Art Power (2008), a Bin Laden le conocemos antes que nada como video-artista (esmerado en la escenificación de su mensaje) y la brutalidad de las degollaciones filmadas no puede sino recordarnos a las performances del accionismo vienés.
Por su parte, los artistas toman también imágenes y estrategias del terrorismo. Fernando Botero y muchos otros se han inspirado en las fotografías de las torturas de Abu Ghraib (que no por proceder de un Estado buscaban menos la extensión del terror). Cai Guo Quiang simula la explosión de un coche bomba en Inopportune: first stage (2004), mediante una secuencia espectacular de nueve automóviles suspendidos, atravesados por tubos fluorescentes. La instalación va acompañada de un vídeo en loop de 90 segundos que muestra el estallido simulado de un coche en Times Square. Más allá de la mera apropiación icónica, Cai Guo-Qiang ha adoptado también la estrategia terrorista que busca a bombazos una audiencia planetaria. Sus Proyectos para extraterrestres, realizados en Japón a principios de los 90, eran gigantescas explosiones al aire libre que funcionaban como señuelo mediático: una acción efímera de pocos minutos podía recorrer luego la red de comunicación global durante meses. El procedimiento resultó de lo más eficaz, a juzgar por la audiencia de más de 2.000 millones de personas que obtuvo finalmente Cai Guo-Qiang en la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de Pekín.
Así, parece que el artista y el terrorista comparten hoy una misma estrategia: capturar la atención global mediante la producción y distribución de imágenes en la red planetaria del flujo simbólico; imágenes que bien pueden ser idénticas o muy similares. Se trata en ambos casos de una lucha por el poder (arché), ya sea mediante la entrada en el archivo o la instauración de una determinada jerarquía política. Por supuesto, no equiparamos aquí arte y terrorismo, demonizando o trivializando de un modo igualmente injustificado. Nos limitamos a constatar la analogía formal entre dos formas de lucha por el poder inscritas en el marco de una economía global de la atención que impone sus propias normas. La diferencia moral entre ambas es insoslayable: sólo una mata. Ahora bien, dejando a un lado la condena moral de los actos representados, nos interesa aquí una diferencia en la producción misma de las representaciones. Groys la expresa afirmando que los artistas modernos son iconoclastas, y los terroristas iconófilos.
En efecto, toda la estrategia del terror se asienta sobre la admisión de sus imágenes como realidad. La representación no se pone aquí en duda, y el terrorista confía en doblegarnos reforzando la fe en sus imágenes como iconos de lo real. El horror que sentimos ante ellas debe ser casi un horror sagrado, propio de un culto iconófilo. El artista, en cambio, prosigue en su trabajo la tradición iconoclasta propia del arte moderno. La suya es una labor crítica que saca a la luz las condiciones de la representación y denuncia su complicidad con el dominio. Es ésta la lucha verdaderamente política y no la del terrorismo, que se revela más bien religiosa –con independencia del contenido concreto de sus proclamas–.
Para que el arte ejecute esta necesaria crítica política, debe guardar cierta distancia entre lo real y lo representado. Ésta la encontramos, por ejemplo, en la irónica apropiación que hace Kepa Garraza de la estética terrorista de los 70. Sus Brigadas Internacionales para la Destrucción del Arte son un juego inteligente, y es precisamente esta condición lúdica la que las salva de la inmoralidad. Cuando la distancia desaparece, el terror fascina o se hace trivial. Al primer peligro se acercó Chris Burden en 1973, cuando en una performance disparó varias veces contra un Boeing 747 desde una playa cercana al aeropuerto de Los Ángeles. En el segundo cae Constantin Boym, que mezcla maquetas del derrumbe de las Torres Gemelas y del rancho Neverland de Michael Jackson en sus Souvenirs para el final de siglo. Afortunadamente, sigue habiendo un arte capaz de guardar distancia con lo real y proponer una mediación consciente a través de la crítica de las representaciones. Su pérdida significaría una victoria del terror.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)