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John Wilkins, que vivió hacia la segunda mitad del siglo XVII, es conocido por su voluntad de crear un sistema de unidades que sirvieran para todos. No sólo definió una longitud, un volumen y una masa universales, sino que además especuló entorno la posibilidad de generar un lenguaje mundial; un lenguaje que sirviera para clasificar todo el conocimiento del mundo. En éste, cada palabra se definiría a sí misma y por ello funcionaría para todos [[Jorge Luís Borges explica el funcionamiento de este lenguaje en el ensayo «El idioma analítico de John Wilkins». versión digital: http://www.ccborges.org.ar/constelacionborges/enciclopedia/El%20idioma%20analitico%20de%20john%20wilkins.pdf]].
Pero creer en un sistema de representación universal es eliminar cualquier diferencia, es pasar por alto todo lo que no se puede clasificar. Es no tener en cuenta que las palabras, en sí, no tienen ningún significado, que es la relación de cada uno de nosotros con ellas lo que las vincula a un significado; es pensar que las relaciones entre las personas, las palabras y las cosas están en todas partes y son iguales para todos. Quizás esta fe en un alfabeto común para poder leer todas las cosas viene de una voluntad de entendernos. Pero quizás esta manera de entendernos sólo sería posible por imposición de una ideología más poderosa. Quizás, si realmente fuera posible un sistema de representación universal, no sería necesario comunicarnos.
Aunque el equipo de la Haubrok Foundation de Berlin, aseguran no saber con detalle qué prácticas se habían llevado a cabo anteriormente en el recinto del barrio de Lichtenberg, donde desde hace un año y medio se encuentra esta fundación privada dedicada al arte, sí que pueden explicar algunas cosas. Se sabe que se trata de un antiguo complejo industrial de 18.000 metros cuadrados, construido a principios del s.XX y pensado para ser una Spiritusfabrik (fábrica de destilados). Se dice que a partir de la década de los 50 fue ocupado por los servicios de espionaje de la DDR, escondidos detrás de una aparente actividad de «control de los transportes». En la actualidad se han reformado algunos de los trece edificios que conforman este complejo industrial y se han abierto al público del arte contemporáneo, ofreciendo exposiciones de la colección Haubrok, talleres para artistas y un laboratorio de impresión digital. Desde principios de junio, uno de sus 13 recintos acoge una exposición de obras de Stanley Brouwn.
La chica que vigila la exposición asegura que la remodelación de este espacio se ha hecho de manera fidedigna a cómo se cree que había sido originariamente. Todo es blanco, vacío, las ventanas son cuadradas y los cristales gruesos. En cada cámara hay una pieza de Brouwn, y todas ellas pasan desapercibidas casi por igual. Con su trabajo, el artista señala a las medidas, los sistemas métricos: la letra del alfabeto que nos permite leer el espacio, el elemento más básico, y quizás el más abstracto, aquel que pretende establecer una relación entre el espacio y el sujeto, que quiere ofrecer una medida para cada cosa y que debe poder servir a todos.
Si trato de hablar de Brouwn sólo puedo decir que no sé más de lo poco que se deja saber de él. Por las redes se encuentra casi un único retrato de este artista, que no va a las inauguraciones y que tiene un control riguroso sobre las imágenes que circulan de él y de su obra. El esfuerzo para permanecer en un estado de ausencia lo caracteriza. Con todo esto, sin embargo, se forma la paradoja: y es que la única manera de estar ausente es asegurándose de ser. Asegurándose de ser lo que falta. Asegurándose de ser aquello en lo que los que están presentes piensan. Ser pensado es una forma de ser, posible sólo gracias a la acción de los demás, y que escapa por completo del control de uno mismo, que difícilmente podrá saber jamás todas las veces que ha sido pensado. Ser ausente consiste en desaparecer y que te busquen, que te piensen y que te hagan real en una dimensión virtual, donde la idea de ti se llenará de idealizaciones, de recuerdos y de hipótesis.
Buscar a Brouwn y no encontrarlo. ¿No es ésta, también, una forma de construir una identidad? ¿O de crear una representación a partir de las pocas pistas que nos deja y por medio de unos parámetros más o menos universales? La tendencia a universalizar es quizás una reacción al miedo que puede provocar pensar que cada realidad es una interpretación, y que incluso nosotros mismos somos diferentes cuando estamos ausentes y otros nos hacen, pensandonos. Cada sistema métrico quiere ser universal, como también lo quiere ser cada alfabeto y, parece que con su desaparición, Brouwn quiera decirnos que su presencia no es necesaria -por lo que su mensaje es universal-.
Pero creer esto sería, hasta cierto punto, un gesto de ingenuidad, pues implicaría pasar por alto el hecho de que su ausencia, la imposibilidad de su representación, es parte también de su obra: ¿Cómo medir lo desconocido, lo que se nos escapa? ¿Cómo describirlo y representarlo por medio de unos sistemas que no contemplan las particularidades del modo de ser de lo que no quiere estar? ¿O de aquello a lo que no podemos tener acceso?
La chica que vigila el espacio opina que toda la caseta parece haber sido hecha pensando que contendría la obra de Brouwn. Si me pregunto por qué, me doy cuenta que hay una asociación de ideas que me resulta inevitable. El hecho de saber que este lugar había sido una Spiritusfabrik me remite al hecho de llamar «spirits» a aquellos líquidos fácilmente evaporables, relacionándolos así con lo que se escapa, que desaparece: un suspiro místico que durante mucho tiempo no se pudo clasificar porque los métodos científicos no podían demostrar su existencia. Sólo los sostenía la fe.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)