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Con ciertos artistas sucede como con ciertos escritores: producen vértigo por no saber bien cómo enfrentarse a ellos. En el origen de dicho vértigo pueden hallarse diversos factores. Desde el desconocimiento absoluto del artista hasta el exceso de (re)conocimiento de una figura inquietante por la economía de su potencial notoriedad, se suceden -con posibilidad de solapamiento- casi en ristra una serie de situaciones con gran talento para el mareo estético. Y para un spleen sin París que habrá de ser superado, ya fuera de la sala de exposiciones, gracias a la dilatada trascendencia de las cosas banales.
Dentro de ese conjunto de artistas cuyo nombre todos conocemos (o debiéramos conocer), ya sea por activa o por pasiva, de oídas, de vistas o leídas, Anish Kapoor es –al menos para quien escribe- un ejemplo perfecto del aturdimiento provocado por una celebridad totémica. Y no tanto porque su nombre venga precedido de ese “sir” con el que tanto se deleitan algunos británicos en su gusto por las jerarquías de rancio abolengo, sino porque con Kapoor podría suceder eso -tan esnob a veces- de que la curiosidad funciona mejor con el anonimato y gracias a la distinción que otorga el rol de portavoz de lo incógnito y de difícil acceso. Porque, ¿qué añadir, que no sea un contraataque, de alguien del que se dice que ha cambiado el modo en cómo concebimos la escultura y cuyas instalaciones son la envidia de muchos museos, gracias al aforo completo de sus ciclópeas intervenciones escultóricas en el espacio?
A pesar de lo dicho, Berlín –una ciudad que no se caracteriza por el esnobismo de otras- se congratula de (re)presentar en sociedad a Kapoor con una exposición monográfica que, como dice el propio artista, en ningún momento pretende ligarse con la condición pretérita de toda retrospectiva. Esta vez el título juega con la obviedad (y no obstante, deja abierta la puerta de cierta ambigüedad antes de entrar en el mayestático edificio de la Martin-Gropius-Bau): Anish Kapoor in Berlin. Como sucede con las celebridades, artísticas o no, los números se emplean cualitativamente y demuestran que el tamaño sí importa. Y es así como se nos informa de que el edificio acoge unos 70 trabajos de Kapoor, dispuestos a lo largo y ancho de más de 3000 metros cuadrados. Pese al enorme presupuesto que maneja la exposición, la información que la acompaña es casi inexistente. Y aunque el arte sea algo que se experimenta, como rezan los eslóganes de nuestro capitalismo emocional, también debería ser un territorio que se acompaña con un mapa de coordenadas posibles. Toca pues, volver más tarde a Kapoor, no en Berlín, sino desde esa crítica que se basa en la reseña celebratoria, en los conceptos grandilocuentes de escaso sedimento conceptual y que, además, funciona como un manual en torno al uso del epíteto y la sinestesia en cuestiones de arte.
Con todo lo dicho hasta ahora, cabría esperar aquí una crítica airada contra Kapoor. Especialmente si uno ha sido educado en las derivas conceptuales y políticas del arte. Una crítica contra la lectura habitual del artista demasiado célebre (pero también desconocido); contra su instrumentalización autorizada (y autoritaria); contra los exorbitantes presupuestos del objeto hecho fetiche para una élite; contra la firma individual en obras que se perciben hechas por tantos otros dentro de un estudio que también sirve como caso de estudio de nuevos modelos de fábrica. Y sin embargo, a veces uno siente la necesidad de olvidarse de todos los sanos y necesarios prejuicios y practicar, no la experiencia sublime del arte, sino la colisión con unas formas estéticas y la menospreciada condición material del arte. No obstante dicho encuentro esté, como siempre, marcado por la impaciencia y por la trivial culpabilidad de recorrer cutáneamente en menos de una hora algo que ha sido construido durante meses. Y de que visitar una exposición no sea pasar una tarde en otro portaventura estético, sino dejarse epatar por el arte, aunque sea burgués y aliado de las industrias culturales.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)