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Las partes y el todo: políticas de representación nacional

Magazine

16 septiembre 2013
Tema del Mes: Como explicar Catalunya

Las partes y el todo: políticas de representación nacional

La dificultad de un debate desapasionado sobre los distintos nacionalismos depende de la posición desde la que deseamos hablar. Cuando la economía entra en juego, parece que la discusión sobre la identidad se ve aliviada: el dinero ordena, es la agencia que gestiona las vidas y la miseria de muchas personas en situación de precariedad. Cuando el principio de rentabilidad entra en juego, las políticas identitarias de los nacionalismos se repliegan hacia nuevas posiciones estratégicas. De ahí se deriva una de las preguntas más conflictivas a tenor de la crisis económica en España y la constante pérdida de credibilidad en los llamados “mercados”: ¿Resulta rentable seguir estando asociados a la “marca” España? De la que se surge esta otra cuestión. ¿Qué hay ahí afuera? En la economía financiera tardocapitalista, donde el valor de las naciones se tasa como en el Monopoly, los sentimientos sobre las identidades nacionales quedan relegados al bazar especulativo de las “marcas en los mercados”. La esfera del arte contemporáneo debería ser un lugar para este debate desapasionado; un espacio para la discusión protegido de los vaivenes de la política pero con vistas a una interacción con las políticas públicas en materia de arte. Al menos con aquellas administraciones que las tengan. Los conceptos de estado nación, diferencia cultural o identidad híbridas se han convertido en comercializables. “Vender naciones” o “vender autenticidad” son parte de una actividad comercial. Por un lado, los productos culturales intensamente connotados por la pertenencia a un lugar son candidatos al mercado de lo exótico. Por otro, toda especificidad cultural resulta de un valor insoslayable en un mundo cada vez más globalizado. Los grandes museos de arte contemporáneo y las bienales son escaparates para ese intercambio comercial. La transformación de los museos en corporaciones les confiere un carácter de instrumentos del capital al servicio de los gobiernos. Una de las consecuencias de esta transformación del museo contemporáneo en un complejo de entretenimiento es la exposición de gran éxito, un evento de gala ribeteado con llamativas campañas de publicidad y marketing. Los defensores de estas actuaciones afirman que estos programas pretenden mejorar la comprensión entre diferentes culturas. Según narra Brian Wallis, exposiciones de masas como “Turkey: The Continuing Magnificence” (1987-88) y “Mexico: A Work of Art” (1990) giraron por Estados Unidos con el fin de vender la imagen y los productos de los países en desarrollo a los mercados estadounidenses [1]. Los museos convertidos en receptáculos para el espectáculo y el turismo sirvieron de contenedores para el branding de identidades nacionales. En la década que le siguió, los museos y el comisariado simplemente heredaron esta transacción de “paquetes” nacionales. No hace falta acudir a las hemerotecas para recordar los ríos de tinta que la exposición de arte español “The Real Royal Trip” generó hace ahora casi una década, cuando en 2004 recaló en el PS1 de Nueva York bajo la firma de Harald Szeemann. Aquella intervención participaba de la tradicional (y todavía en boga) promoción de los pabellones nacionales en exposiciones internacionales pero en la era del curating.

Lo verdaderamente interesante de estos modos representacionales está en la misma de idea del estado nación, la cual es la solución al problema y el problema al mismo tiempo. Es sabido que actualmente este concepto atraviesa una crisis manifiesta. Por un lado, la disolución de los estados nación en una supra-nación llamada Europa es objeto de un euroescepticismo que tiene su epígono en la postura desconfiada (heredera del thatcherismo) de David Cameron en el Reino Unido. Por otra parte, la Unión Europea únicamente puede mantenerse en un estricto recuento y ordenación de sus miembros integrantes: los estados nación. La dialéctica entre las partes y el todo, el fragmento y la totalidad pocas veces alcanza tanta complejidad como cuando pensamos los bordes territoriales y fronterizos, pues a la discontinuidad simbólica y política se le suma la continuidad geográfica y espacial. La omnipresente bandera de la Unión Europea puede servir como toda una metáfora de las aporías del estado nación. Ella enseña orgullosa doce estrellas porque este número es tradicionalmente el símbolo de la perfección y la armonía, lo completo y la unidad. Al contrario de la creencia popular, el número de estrellas no tiene nada que ver con el número de los estados miembros (mucho más numerosa). El círculo muestra un orden, un sentido de la racionalidad medible. Todo lo contrario a lo que una constelación de estrellas realiza, esto es, ordenar un aparente caos entre puntos diametralmente distantes. Puntos que aparecen desconectados entre sí y que pueden generar una forma, un sentido, a través de un ejercicio de imaginación colectiva. En una constelación europea ¿cuáles serían las estrellas? En la bandera de la Unión Europea, cada estrella significa la figura jurídica del estado nación. ¿Dónde ha quedado aquella idea de articulación basada en una Europa de las regiones? ¿Existe alternativa al estado nación? ¿No es acaso un retorno al estado nación cerrado y ensimismado lo que las corrientes antieuropeistas populistas tratan de forzar en la actual coyuntura de colapso? El estado español ofrece un caso paradigmático en este sentido, con dos nacionalismos pujantes como el vasco y el catalán continuamente presionando sobre los vértices sensibles de la integridad de la Forma. Lógica pero paradójicamente, la única manera para alcanzar un nuevo estatus vendría de esa misma figura a la que se le ha diagnosticado estar en crisis: el estado nación. Una Europa forzada a gestionar las estrellas aparece entonces como horizonte, alternativa y solución pero también como el problema de la realización.

Una de las teorías del posmodernismo que estableció en su día una nueva relación entre lo particular y lo universal fue la del regionalismo. Los términos de “particular” y “universal” parecen ahora más apropiados que el binarismo gastado de la relación entre lo local y lo global. Dentro del debate de la arquitectura, el regionalismo crítico emergió a finales de 1970 y comienzos de 1980 como una corriente crítica que usaba las fuerzas contextuales del lugar (la geografía, el clima y la cultura locales) para dar sentido a las nuevas construcciones. Primero Alex Tzonis y Liane Lefaivre, y más tarde Kenneth Frampton, establecieron una teoría donde la sensibilidad hacia el entorno circundante influía decisivamente en las formas de hacer arquitectura. Pero el regionalismo fue más que eso: fue también una herramienta política del posmodernismo crítica con la homogeneidad de la modernidad, cuya forma de organización política suprema era el estado nación moderno. Las teorías regionalistas pregonaban la liberación de los localismos, el culto a lo vernáculo, la diferencia y el exotismo sin necesariamente tener que dar alas a los múltiples nacionalismos inscritos dentro del estado nación [2]. Este canto a la distinción podría incluso verse como una variante europeizante del entonces tan de moda multiculturalismo. ¿Pero quién osa hoy siquiera emplear la palabra “regionalismo”? Lamentablemente pasó a mejor vida como una categoría cultural difícil de traducirse en la arena del idiolecto de la política.

Sin embargo, no hace tanto que la idea de una “Europa de las Regiones” ha sido impulsada desde diversos estamentos europeos. Esta “Europa de las Regiones” no ha acabado de despegar del todo como entidad supranacional a la vez que como utopía realizada de manera que el País Vasco, Galicia, Cataluña, Bretaña, Saxonia, Valonia, Flandes, Tirol o Galés (por poner algunos ejemplos) pudieran establecer una relación de vecindad paritaria dentro de una nueva categoría: la Euroregión. Estrellas en una galaxia. Sin duda, existen tímidos experimentos, por ejemplo cuando se llega a acuerdos transfronterizos, estrictamente puntuales. Desde el lugar donde escribo, la Euroregión se extiende entre el País Vasco y Aquitania incluyendo distintos territorios pertenecientes a los estados de España y Francia. Existen una serie de tratados económicos para implementar esta Euroregión surgida por la alianza de dos regiones en dos países vecinos. Estas relaciones transfronterizas son alentadas por gobiernos autonómicos y regionales así como por los propios estados; el regionalismo, en cualquiera de sus variantes, parece siempre más tolerable que el nacionalismo. Pero mientras que el concepto de estado nación parece en decadencia en un mundo globalizado, la actual configuración del mapa de Europa podría hacer efectiva el viejo ideal neoliberal de que Occidente ha llegado finalmente a un punto de su realización donde (después de la desintegración de la ex-Yugoslavia) el mapa parece definitivamente completado, y sin ánimo de volver a ser modificado. El credo neoliberal, no obstante, se regenera constantemente, como una sustancia mutable que elabora de sus desechos materia de primera mano. Por ese principio de rentabilidad inherente al capitalismo que apuntaba al comienzo, si hay que cambiar los mapas, se cambiarán. Lo que parece estático a los ojos del observador contemporáneo resulta mudable en el curso de la historia.

Pero en el mercado global, el regionalismo tiene dificultades para vender. A diferencia de las ciudades, en competencia unas con otras por atraer al turismo y convertirse en marcas comerciales, las identidades regionales mantienen una resistencia a la hora de venderse en el mercado de la cultura internacional. Sociólogos como Richard Sennett han reflexionado sobre las alianzas económicas subrepticias entre ciudades pertenecientes a países distintos, en una nueva actualización de la constelación como forma latente. Basta con coger el prospecto comercial de cualquier compañía aérea para visualizar estas constelaciones. Las grandes y medianas ciudades son los lugares donde los las fluctuaciones del capital global más se sienten. El campo ha sido apartado del negocio hace tiempo. Todo esto conlleva el desplazamiento de ciudadanos a través de las fronteras. Esto es todavía más perceptible en el ámbito de la economía inmaterial y cognitiva de la creatividad, de manera que la internacionalización de los contextos artísticos ya no debería verse exclusivamente en tanto que “producto interior exportable”, sino también en la hibridación internacional de esos focos urbanos que son las ciudades. ¿Cuántos comisarios y artistas internacionales de otras latitudes tenemos en nuestras ciudades? La clave ya no está en cómo forzadamente se exportan artistas, sino en cómo involuntariamente se importan a los núcleos urbanos. “Importación” y “exportación” difieren por completo del concepto de “inmigración”, que es siempre obligado, por mucho que se utilice desafortunadamente el eufemismo de “movilidad exterior” como así ha ocurrido en boca de la Ministra de Empleo para describir la actual fuga de jóvenes españoles. Las corrientes y los flujos migratorios en el arte contemporáneo suponen una buena vara de medición en la estimación del capital creativo de un país; qué países exportan, cuales importan, etc. La reciprocidad de ambos movimientos es la prueba de una situación al alza. No por casualidad podemos echar un vistazo a algunos países en pleno proceso de expansión económica, Brasil, México en Latinoamérica, o Turquía, Polonia en Europa, y comprobar la emergencia de artistas, comisarios e instituciones de esos mismos países. ¿Alguien conoce algún país como mayor número de jóvenes artistas y comisarios en continua movilidad global que Turquía?

Cualquier identidad diferencial necesita de un proceso de transcodificación o mediación dirigido al consenso del aparato curatorial y discursivo de la institución arte. Hoy por hoy, la forma del estado nación es la que garantiza esta traductibilidad. El otro gran paradigma que ya ha sido integrado y está siendo explotado es de los antiguos países comunistas de Europa del Este. La imagen del artista del Este es completamente localizable y figurable en el imaginario de la institución arte. Pero fuera de esta representación, el estado nación es la agencia que ejecuta la realidad social e histórica de ese país traducible a la comprensión regulada de las identidades. Los pabellones de algunas naciones sin estado en la Bienal de Venecia, sea el caso conjunto de Cataluña e Islas Baleares, parten con un hándicap desde el comienzo y en la mayoría de las ocasiones están destinados a ser productos de consumo interno aún delante de un escaparate internacional. Una verdadera posición post-nacional para las artistas y agentes productores implicados ante la disyuntiva de tener que actuar en representación implicaría no tener nunca que tomar partido por alguna de las dos partes en conflicto, sino más bien el poder participar a la vez de una y la otra pero también, en una realización dialéctica, de ninguna de las dos.

[1] Brian Wallis, “Selling Nations: International Exhibitions and Cultural Diplomacy”, en Daniel J. Sherman/Irit Rogoff, eds., Museum Culture: Histories, Discourses, Spectacles (Minneapolis, MI, 1994), pp. 265-81.

[2] Ver Peio Aguirre, “The State of Spain; Nationalism, Regionalism and Biennialization”, en e-flux Journal # 22, 2011. http://www.e-flux.com/journal/the-s…

Peio Aguirre escribe sobre arte, cine, música, teoría, arquitectura o política, entre otros temas. Los géneros que trabaja son el ensayo y el metacomentario, un espacio híbrido que funde las disciplinas en un nivel superior de interpretación. También comisaría (ocasionalmente) y desempeña otras tareas. Escribe en el blog “Crítica y metacomentario”.

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