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Es propio de algunos artistas y escritores, así como de las tradiciones que arrastran consigo, el prestar una atención desmesurada a los objetos y temas más insignificantes. Sin embargo, la imagen de simplicidad que arrojan por medio de este gesto suele tener motivaciones variopintas y formar parte de una estrategia que ha de ser considerada con detalle si queremos mirar al mundo a través de su prisma. Entre lo ordinario y su imagen se abre todo un teatro de operaciones para el cálculo y la manipulación del poema. Una suerte de alucinación microscópica que permite la asociación y la puesta en diálogo de cualquier cosa que se presente durante este acto de atención prolongada, tengan o no que ver con los propósitos iniciales que llevaron a la elección del objeto.
La cuestión es, como afirmaba Flaubert, que “todo se vuelve interesante si lo miras el tiempo suficiente”, o como sugiere el Padre Laburu con su habitual solemnidad jesuítica, que “la visión imaginaria, puede ser inducida por un agente externo -natural o sobrenatural- que suscita una realidad equivalente al engramma o puede ser simplemente infundida por Dios en el acto, en razón de su declarado apego a lo cotidiano”. Economía de la humildad y disposición espectral de los objetos, en cualquier caso, se trata de detectar ciertas interferencias en nuestro sistema de percepción provocadas por sustancias y procesos capaces de llevarnos a una forma inesperada de atención.
Más que un objeto sencillo y transparente, debemos entender por «estimulante» aquello que nos habla de un mundo de relaciones que, una y otra vez, va incorporando nuevos significados y referencias complejas y contradictorias. Su estudio implica la visión conjunta de hechos discordantes de entre los cuales difícilmente podremos excluir las referencias a nuestro propio caso, poniendo en cuestión la pantomima teorética al uso y obligando a la narración adoptada a ir de lo genérico a lo concreto. He ahí el éxito de Henry Michaux, no tanto hablar de, sino de conformar una corriente eléctrica con aquello que se trata, aceptando su aventura en el lenguaje.
Pero si algo hemos de reconocer en sustancias como el café, el azúcar o el tabaco, es precisamente la importancia que tuvieron para un sinfín de escritores que supieron precipitarse al porvenir, preocupados o no por la re-conexión del ser humano con las fuerzas cósmicas. La lista es interminable y pasa por algo que es sabido por todos; que los más acérrimos impulsores y agitadores de la modernidad fueron consumidores compulsivos de estos estimulantes. Hegel, conocido por su glotonería y para quien el ejercicio de la lectura del periódico acompañado de café y azúcar constituía una especie de oración moderna; el siempre paciente y cordial Immanuel Kant, cuya última voluntad, según nos cuenta Thomas de Quincey, consistió en tomar café, llegando a perder los nervios si se prolongaba la espera por la llegada de su taza diaria tras la comida; Voltaire, que tomaba entre 40 y 50 tazas de café al día; u Honoré de Balzac, tan diligente a la hora de narrar las dinámicas y el nerviosismo de la vida social moderna, y que terminó sus días prácticamente con los ojos negros inyectados de café. Hay otros casos, como el del fundador de la economía moderna, Adam Smith, quien, tal y como se relata en su biografía, era conocido por ser un voraz consumidor de azúcar, teniendo la costumbre de asistir a las conferencias públicas acompañado de su prima, portadora de un cesto lleno de azucarillos en el regazo que solía ofrecerle en las pausas que realizaba en sus brillantes discursos sobre la nueva circulación económica. Un pasaje, este último, que la filosofa Susan Buck-Morss lee en clave de humor psicoanalítico en su imprescindible ensayo sobre la dialéctica del amo y el esclavo de Hegel y la Revolución haitiana.
De este modo, la movilización general —técnica, demográfica y psicológica— impulsada por la modernidad y la aparición de estos objetos de consumo, en principio tan improductivos como un cigarrillo, una taza de café o una porción de azúcar, amén de otros fármacos que fueron usados de forma recreativa en su fase experimental, quedan unidos -si se puede decir así- por una interseccionalidad temporal y micro-física. Indicios históricos, huellas, pistas que se multiplican en cada temblor nervioso que producen: la explotación colonial y el control sobre la dieta, la sensualización de las mercancías y la instauración de la idea de la naturaleza como recurso, el paso de la esclavitud de las plantaciones a la constitución del trabajo asalariado fabril o la introducción del cálculo científico en el gobierno de los cuerpos. Sus propiedades más singulares (efervescencia, disociación, vaporosidad…) corresponden asombrosamente con las particularidades de un idealismo puritano donde todas las oposiciones terminan por disolverse. Puestas en un cristal de aumento, éstas podrían dar forma a una máquina caleidoscópica en constante dispersión, al modo de aquellas que encontramos en las novelas de Raymond Roussel. Una tendencia a la abstracción que nació con la vocación declarada de querer digerir la realidad completa. Algo, que de forma muy temprana despertó el interés de Nietzsche, un filosofo que practicó una especie de escritura terapéutica en la última etapa de su vida, prestando atención a asuntos tan delicados como el clima o la dieta, y en la que que acusa a la cultura alemana de ser fruto de unos intestinos revueltos, “una mala digestión que no da fin a nada”.
Estas relaciones entre el metabolismo, el pensamiento y el sistema productivo son determinantes para el estudio de los estimulantes, puesto que estas sustancias se convierten inmediatamente en arquetipos para el resto de mercancías nada mas ponerse en circulación. No tan solo por los beneficios que aportaban a las arcas de los recién formados sistemas fiscales, sino porque su ingesta se rodea de un carácter obsesivo y ritual que con un plus de exotismo termina conformando el ideal perfecto para una economía que lejos de buscar su utilidad en las necesidades humanas, se inclinará, cada vez de forma más decidida, a tomar su lugar en una encrucijada situada entre los deseos, la carencia y la imaginación.
¿No fueron las especias —condimentos para el sabor— las que en gran medida guiaron las grandes rutas por el Índico? ¿No fue el café la gasolina del nuevo espíritu burgués que afloró en la época ilustrada? ¿Es posible desligar la industrialización masiva de un estimulante como el azúcar y la necesidad calórica de la naciente clase trabajadora en la Inglaterra del siglo XVIII? ¿No es el consumo masivo de los tranquilizantes signo de una sociedad que ha intensificado en exceso el gesto productivo del obrero[1]?
El filósofo Max Jorge Hinderer Cruz[2], afirmaba que el estudio de los estimulantes requiere de un pensamiento capaz de ver la cuestión desde la perspectiva de un guante al que se le puede dar la vuelta. Tan solo si se es capaz de mirar conjuntamente el interior y el exterior, la realidad y la ensoñación, el capitalismo y la ebriedad, podrá el o la investigadora en su empeño, acercarse a la matemática oculta que rige la circulación de estas sustancias.
(Imagen destacada: Vista de la exposición Estimulantes, circulación y euforia (2017) en CCI Tabakalera. Obra en primer plano: Why not Lobby Today, de Alice Creischer. Fotografía: Mikel Eskauriaza).
[1] Franco Berardi (Bifo), Después del futuro. Desde el futurismo al cyber-punk. El agotamiento de la modernidad. Madrid: Enclave de Libros, 2014.
[2] Max Jorge Hinderer Cruz junto al comisario Pablo Lafuente colaboró estrechamente en el proyecto Estimulantes: Circulación y Euforia, realizado en Tabakalera entre los años 2016-2018. Ver: https://www.tabakalera.eu/es/exposicion-estimulantes-circulacion-y-euforia
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