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En el momento de escribir estas líneas, hace menos de una semana que un grupo de indígenas misak en Cali (Colombia) derribaron la estatua de Sebastián de Belalcázar, el conquistador español fundador de la ciudad. En plenas protestas por la reforma tributaria del gobierno, que podría parecer que nada tienen que ver con el pasado, o los conquistadores, o el imperio español, la atención sigue puesta en símbolos que reflejan todo un sistema de valores, ensalzados y fijados en bronce. No es un derribo irreflexivo, un acto espontáneo: estos símbolos llevaban tiempo en una lectura conflictiva.
Van dos veces en menos de un año que Belalcázar besa el suelo, pues en Septiembre se derribó otra estatua suya, esta vez en el Morro de Tulcán en Popayán (Colombia), un lugar de memoria para el pueblo misak.
Cada uno de estos actos son reflejo de un descontento, no con el bloque de metal, sino con el sistema que representan. Muchos, asombrados, se preguntan por qué el descontento social la toma con objetos inertes, y a menudo el discurso del aparato mediático se fija en ello, con el fin de deslegitimar las protestas, hacerlas pasar por un estallido sin sentido. ¿Cómo tomarla contra lo que es un símbolo de la ciudad, de la nación? Contra algo que no ha hecho nada. Se alza entonces una consigna que satisface a conservadores y liberales por igual: estas protestas son al final el acto de vándalos, delincuentes, sin ningún tipo de raciocinio.
Sin embargo es porque estos objetos no están inertes, que su derribo importa. Los objetos están imbuidos de significado, de vida, y estas estatuas, alzadas en su mayoría a finales del siglo XIX y principios del XX, no son tanto representativas de la figura en sí (de un Sebastián de Belalcázar que murió en el camino a España para apelar la sentencia que le había condenado a muerte), sino del sistema liberal que decidió erigirlas, y buscó en estas figuras un referente al que conmemorar siglos después. Reflejan los valores de la construcción de un estado nacional que, en muchos casos, se ha construido asentado sobre la exclusión de grupos enteros. Dichos valores se vuelven estables en estos moldes de acero o mármol, y pasan a crear nuevos lugares de memoria, en esa plaza que se convierte en parte de la rutina diaria, o el lugar para ciertos actos conmemorativos. No podemos ignorar el significado de lo material, y los lugares asociados, en la construcción y legitimación de un relato concreto, una idea de la historia que, en muchas ocasiones, antagoniza a grupos enteros.
Es decir, la violencia contra esos monumentos no es irracional, sino que está cargada de significado. Cuando los activistas misak derribaron la estatua de Belalcázar en el morro de Tulcán, reclamaban su propio relato, uno de denuncia del sistema que les había excluido, para la construcción de uno propio. El acto de derrumbe se calificó como violencia en varios medios, ignorando que la violencia había empezado mucho antes, cuando se erigió la estatua del conquistador en un lugar con un especial significado para el pueblo misak. Y es en estos actos de derribo en los que se señala la violencia estructural del sistema, que normalizamos en nuestro día a día, y que ensalzamos en estatuas, monumentos, o días nacionales.
Estos mismos activistas sustituyeron la estatua por una bandera, la misak, y el día por la proclamación del Día Internacional de la Memoria de los Pueblos Originarios en el Mundo. Ahora, podríamos tratar de colocar estos dos relatos antagónicos en pie de igualdad, pues ambos incluyen a unos y excluyen a otros. Y sin embargo uno cuenta con el apoyo de toda una estructura institucional que refuerza dichos valores, y los impregna desde la escuela hasta los medios de comunicación; mientras que el otro se propaga en los márgenes. Uno se alza como la verdad, pues así se erigió la historia positivista del siglo XIX, basada en presuntas certezas; mientras que el otro se basa en sensibilidades y en la vivencia de injusticia. Las grandes narrativas del modernismo, totalizantes, siguen muy presentes en estas estatuas.
Así pues, ¿sería posible una relación distinta con el pasado, que buscase no el antagonismo sino la agonía del reconocimiento mutuo? No sería la primera vez que se proponen proyectos similares, si bien los encontramos más asociados a sistemas ya desaparecidos, como es el caso de los países del antiguo bloque soviético, donde algunas de estas estatuas se han convertido en espacios para la práctica artística o la resignificación. Pero es indudablemente más difícil resignificar los símbolos de un sistema aún imperante, en el que muchos aún luchan por tener un hueco. La estatua de Edward Colston, en Bristol, llevaba años de complejos procesos pidiendo, primero, su retirada, y después, su recontextualización por medio de una placa explicativa. No se llegó a ninguna solución, hasta que el estallido social la tumbó.
El patrimonio, tan valorado en Europa desde el siglo XIX como representativo de una nación, va a estar siempre inmiscuido en complejas redes de significados, personales y colectivos. La iconoclastia no es la solución global, por tanto, a este conflicto de memoria, pues no es sino el reflejo del propio sistema. Son cambios más profundos los que se vuelven necesarios, no sólo en el mobiliario público sino en los discursos que repetimos en las escuelas, donde no explicamos a los más jóvenes las asunciones de algunos relatos, o los aspectos más perniciosos de algunos conceptos que seguimos utilizando de manera coloquial (ah, la bendita Reconquista). Desde la docencia, o desde la Academia, explicamos un pasado que pretendemos aséptico, y dejamos que sean otras fuerzas las que expliciten los significados, sin ser plenamente conscientes de que estos tienden a caer del lado del conformismo, cuando no son directamente reaccionarios.
Es por eso que la mirada al pasado debe ser crítica, y el reconocimiento de los vínculos emocionales explícitos desde las escuelas, desde los museos. Reconocer la multivocalidad del relato, y la complejidad inherente del estudio histórico. No se trata de ver la Historia desde el punto de vista de los vencidos, pues incluso en el lado de los vencedores siempre hubo quienes salieron ganando más que otros, y a la inversa. Hubo caciques indígenas que colaboraron con las élites criollas en el nuevo sistema, y hubo resistencias por los olvidados del sistema que fueron más allá de las barreras de la sangre o la raza. En el reconocimiento explícito de la construcción de estos relatos, y su inspección, podemos abrir hueco a un diálogo que reconozca estos lugares por lo que son: no historia, sino memoria, donde siempre hay un componente de mitificación y simplificación. Si estamos dispuestos a aceptar el olvido de esos detalles, que quitan lustre y exponen las fisuras, tal vez esa estatua merezca su lugar. Pero si en el reconocimiento del dolor ajeno vemos razones para la vergüenza, tal vez la plaza mayor no sea el sitio adecuado.
Personalmente, nunca fueron los héroes individuales los que hicieron la Historia, sino la gente común cuyos nombres hemos olvidado, y cuyos dilemas fueron tal vez más mundanos, pero más identificables. Tal vez convenga recordarles a ellos. Tal vez podamos huir de la Historia positivista de los hombres y los sucesos, y buscar una historia de la gente común, y los problemas comunes.
(Imagen destacada: Indígenas misak alzan la bandera misak sobre la estatua derribada de Sebastián de Belalcázar en el Morro de Tulcán. Cuenta de Twitter @marthaperaltae)
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)