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La privación de la mirada

Magazine

28 julio 2025
Tema del Mes: Cuerpos de evidenciaEditor/a Residente: Adam Broomberg & Ido Nahari

La privación de la mirada

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Al final de un verano, la subteniente Eden Abargil subió imágenes a un álbum privado de Facebook titulado El ejército, la época más hermosa de mi vida. A pesar de que el título del álbum parece un reclamo de estética sublime, la mayoría de las fotografías eran bastante mundanas. Trámites de documentos llevando un uniforme verde oliva. Abrazos efusivos con otros soldados ahora convertidos en amigos. Papeleo y trámites burocráticos y, de repente, una imagen suya mirando fijamente a la cámara posando junto a detenidos con los ojos vendados, ajenos a la situación. Al publicar banalidades de oficina junto a abusos, su álbum servía como recordatorio de cómo las fotografías producen autoridades morales; así un claro sentido de agencia se otorga a quienes las toman, mientras se les arrebata a quienes son obligados a participar en ellas. Cuando en una de las fotos, la subteniente Abargil miró a la cámara con una sonrisa burlona, no fue coincidencia que se colocase frente a tres palestinos esposados y con los ojos vendados apoyados contra un gran muro de hormigón. Quizás no sorprenda, entonces, que esta misma infraestructura, diseñada para ocultar a algunos de la vista de otros, sirviera como fondo para una fotografía donde el presente continúa borrando. En otra imagen similar, Abargil se sentó frente a otro hombre con los ojos vendados que ridiculizó precisamente por lo que no podía ver: ella enviándole un beso al aire. Su documentación degenerada no era privada. Lo que hizo que su autorretrato fuera aún más reprochable, fue la interacción que generó en su audiencia. Algunos amigos hicieron comentarios sarcásticos en la red social, sugiriendo que Abargil era más sexy cuando posaba así, y que uno de los detenidos seguro tenía una erección debido a ella.

Pero aunque esta conducta reprochable se considere aceptable dentro de la cultura militarizada de Israel, otras organizaciones y prensa internacionales discreparon sobre su conducta. Abargil sufrió escrutinio por todas partes. Incapaz de manejar las respuestas mordaces que provenían tanto tanto de su entorno como de lejos, la soldado sucumbió a la presión. Expresando una disonancia cognitiva típica de ser tanto víctima como agresora —algo muy común últimamente— Abargil declaró a la prensa que sus fotografías se hicieron sin malicia, y que no había ningún mensaje en esas imágenes tomadas cerca de la frontera de Gaza, y que los hombres que aparecen en ellas eran sospechosos de haber cruzado ilegalmente el muro. Para ella, las fotos eran un reflejo común de la experiencia militar. Pero al mismo tiempo, su narrativa de autojustificación se veía interrumpida con arranques de ira repentinos. Abargil comentó cómo odia a los árabes y qu les desea lo peor. Radiando odio desde su teclado, confesó que los mataría y hasta los descuartizaría con gusto. Concluyó que no permitiría que los defensores de los árabes arruinaran la vida perfecta que estaba viviendo. Lo crucial aquí es cómo su perspectiva y sus «postales digitales» marcaron un punto de inflexión. No por la violencia retratada en ellas, ya que vendar los ojos como castigo existe desde hace siglos. La cuestión es que ese modo de abuso solía mantenerse oculto, estaba al margen de la sociedad; se usaba en pelotones de fusilamiento y cárceles y ocurría detrás de otros muros de separación. Elevar dicha violencia a un espectáculo glamuroso, digno de ser compartido y motivo de orgullo, fue algo nuevo. Su malicia triunfal funcionó como un trampolín para acumular capital social. La tortura ahora tenía un propósito adicional, ser un dispositivo para generar clics y «me gusta»; función que permanecerá por siempre.

Lynndie England haciendo el gesto de ‘pulgar arriba’ y de apuntar como si fuese una pistola al pene de un detenido iraquí desnudo y encapuchado en Abu Ghraib (en.wikipedia.org, 2003)

Las imágenes de Abargil se compararon mucho con las de otra opresora viral, Lynndie England, igualmente caída en desgracia por las fotos donde posaba muy sonriente y con los «pulgares arriba» junto a cadáveres desnudos y rehenes agonizantes en el centro de detención de Abu Ghraib durante la supuesta Guerra Global contra el Terror. England, a diferencia de Abargil, fue expulsada de las Fuerzas Armadas de EE.UU. tras someterla a un proceso disciplinario. Sus imágenes fueron filtradas en lugar de compartidas abiertamente, pero ambos casos cumplieron la misma función. Tomar esas fotografías es parte integral del proceso de humillación. Quien retiene el poder de decidir cómo se presentan los sujetos controla su valor social. De ahí el argumento de Phillip Gourevitch, quién sostiene que republicar tales imágenes exhuma y repite su desgracia. Sin embargo, cuando a Abargil se le preguntó sobre las similitudes con su contraparte estadounidense, respondió que todo el mundo me compara con ella. Es una locura. A pesar de su mutua pasión libidinal por la tortura y la masacre de árabes, Abargil se retractó una vez más y juró que sus fotos se hicieron con buena fe, no como las de la americana. De cualquier modo, las dos soldados renegadas compartían más que un deseo ardiente de degradar a otros y otras banalidades del mal.

El hecho es que tanto Abargil como England abusaron de subalternos en mayor o menor grado. Además, el anonimato de sus víctimas es idéntico, hombres con los ojos vendados que para siempre serán otros no identificados. Privarlos de sus identidades y sus biografías, reducir toda su vida a su pérdida, es en sí mismo, parte del proceso de tortura, tanto como la creación, difusión y circulación de sus imágenes. A juzgar por su depravada teatralidad, es obvio que la violencia debe manifestarse como espectáculo para adquirir una dimensión moral. La humillación no existe en el vacío. Tanto en el caso de Abargil como en el de England, requiere y exige una audiencia para que ocurra y para que los roles de abusador y abusado se mantengan fijos. En la práctica, esto se traduce en la insistencia de los medios en dialogar con Abargil y England y no con sus víctimas. Al eliminar consideraciones morales de la conversación, los motivos cuestionables para redimir a las soldados en lugar de humanizar a sus víctimas quizás sean comprensibles dada la composición de las fotografías. Por más ambiciones políticas generosas que tengamos, cuando una foto nos presenta a una persona móvil y reconocible, con expresiones claras, es más fácil empatizar con ese sujeto que con otros encapuchados y esposados. Aquellos presentados sin vista y maniatados, despojados de sus rasgos humanos, se asimilan como cadáveres en proceso.

Se trata de enjaular el cuerpo político palestino en el sentido más literal. Cuando establecemos contacto visual con las soldados, de algún modo nos volvemos cómplices de sus crímenes. En términos más generales, las fotografías fundamentan la relación permanente e inalterable entre el fotografiado y el fotógrafo. Cuando el sujeto retratado es una persona o un grupo, su conciencia y reacción ante la cámara son esenciales para determinar su estado emocional y consentimiento básico. Cuando esa forma básica de representación les es robada, cuando sus rostros se cubren con un trozo de tela y se les impide moverse, su voluntad queda supeditada al morbo colectivo. Este tipo de privación de la mirada pervierte el componente moral más básico de la fotografía: el consentimiento. De hecho, muchos países han ilegalizado tomar y compartir fotos de personas en estados de indefensión por esa misma razón —devolverles la mirada les otorgaría igualdad y reafirmaría su identidad—.

Desde entonces, la privación de la mirada ha explotado vertiginosamente. Gracias a la vigilancia algorítmica y la supuesta imparcialidad de la inteligencia artificial, los sistemas de reconocimiento facial como Red Wolf  han proliferado en los territorios ocupados y territorios en conflicto. Abargil y England son, en este sentido, las precursoras personificadas de este nuevo modo de control social. Los sujetos perseguidos son susceptibles de ser potencialmente cegados o vigilados constantemente. No hay punto medio. La dominación saquea las libertades básicas atribuidas a los sentidos.

Soldados israelíes censurados junto a una menor palestina detenida, octubre de 2010

La violencia es una moneda de cambio en sociedades militarizadas. Cuanto más actos violentos se cometen, más se recompensan con capital económico, social o sexual. La deshumanización se socializa y se legitima gracias a este espectáculo generalizado. La privación de la mirada ahora es un asunto sistematizado. Solo unos meses después de que la subteniente Abargil abriera las compuertas, se compartió una imagen de cuatro soldados burlándose de una niña palestina con los ojos vendados que causó una nueva oleada de inútil consternación. Pero lo insólito no fue eso, sino la decisión de ciertos sitios web de anonimizar a los soldados armados que aparecían junto a la niña detenida y con los ojos vendados.

La privación de identidad subraya la opresión de algunos y protege los derechos de unos pocos. Desde centros de detención de Inmigración y Control de Aduanas de EE.UU llegan nuevas imágenes. Imágenes que invierten los roles. En la actualidad, los guardianes son los enmascarados, mientras los prisioneros están expuestos. Este cambio refleja los inmensos avances tecnológicos de las últimas dos décadas. Debido a motores de búsqueda inversa de imágenes y bancos de datos de reconocimiento facial, conservar el derecho a ocultar el rostro es primordial para proteger los derechos civiles y digitales de las personas. Colocar cámaras de vigilancia en cada esquina y escáneres biométricos en cada puesto de control hace que la ocupación sea omnipresente; inescapable. Al igual que los verdugos encapuchados de la Edad Media, ocultarse es nuevamente un derecho reservado a los carniceros patrocinados por el estado.

Agentes de policía vigilan la segunda llegada de reclusos pertenecientes a las pandillas MS-13 y 18 en Tecoluca el 15 de marzo, El Salvador. Presidencia de El Salvador a través de AFP – archivo Getty Images

Actualmente, centros de detención como El Salvador y Sde Teiman vendan los ojos a cientos de rehenes durante largos períodos de tiempo en condiciones infrahumanas. Más que una simple conducta espontánea en el campo de batalla, la privación de la mirada es, hoy por hoy, una compulsión nacional de importancia estratégica. Hacer que los deshumanizados otros ignoren el tiempo y el espacio significa arrancarlos de los pilares esenciales de la misma existencia.

(Imagen de portada: la soldado israelí Eden Abargil posando junto a detenidos palestinos en su perfil de Facebook, 2010).

Adam Broomberg (1970, Johannesburgo) es artista, activista y educador. Actualmente vive y trabaja en Berlín. Es profesor de fotografía en el Istituto Superiore per le Industrie Artistiche (ISIA) de Urbino y supervisor de prácticas del Máster en Fotografía y Sociedad de la Real Academia de Arte (KABK) de La Haya. Su obra más reciente «Anchor in the Landscape», un estudio fotográfico de gran formato sobre los olivos de la Palestina ocupada, ha sido publicada por MACK books y expuesta en la 60ª Bienal de Venecia.

Ido Nahari es escritor e investigador, actualmente cursa un doctorado en Sociología. Anteriormente fue redactor del periódico Arts of the Working Class. Sus escritos han aparecido en numerosos periódicos y revistas. Ha dado conferencias en varios museos e instituciones académicas de Estados Unidos y Europa.

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