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Todo explosionó el once de septiembre de 2012. La cosa se había macerado durante meses —o años o lustros— atrás, pero aquel día nos reunimos en una manifestación multitudinaria una serie de personas, no me importa la cifra exacta, éramos muchos. Tampoco intentaré explicar las motivaciones que nos llevaron a cada uno de los ciudadanos movilizados a convertirnos en multitud, en masa. Sin embargo, un porcentaje de los manifestantes estábamos allí para expresar una doble indignación, lo sé porque era —es— mi indignación y la de unos cuantos con quien sintonizamos en esta cuestión.
Por una parte, indignación con el sistema político o con el sistema tout court, es decir, con la falsa democracia que está instalada en España desde la tan sacralizada y tan funesta “transición”. Un perverso funcionamiento que permite u obliga a que los votos que los ciudadanos depositan en la mayoría de los partidos políticos —o en todos los partidos mayoritarios— se hayan empleado para fortalecer el sistema financiero y, en consecuencia, se hayan aumentado las desigualdades sociales en lugar de luchar contra ellas. Y ello sin necesidad de referirme a corrupciones, prevaricaciones y estupideces generadas desde los estamentos públicos.
Por otra parte, indignación frente a la vejación con la que se ha tratado a Cataluña, a los catalanes y a la cultura catalana por parte de buena parte de la política y del aparato mediático de España. Al menos, tal como yo entiendo estos conceptos de la catalanidad, sin fundamentalismos, considerando que la cultura catalana siempre ha sido periférica, híbrida, repleta de contagios estimulantes, que fagocita y es fagocitada… aunque no por ello pueda negarse su existencia como sistema propio. Ese sistema ha sido agredido desde el Estado español de forma recurrente, pero en los últimos años esos ataques han llegado a unos extremos de estulticia absolutamente irracionales en contra de la lengua catalana o con decisiones judiciales o políticas que contravenían lo que el pueblo de Cataluña había expresado por mayoría en elecciones o en un referéndum que se habían convocado siguiendo el ordenamiento legal vigente.
Después de aquella manifestación, de aquel grito de indignación, vino el tumultuoso vaivén de la política profesional, unos y otros, de un color y de otro, de aquí y de allí, intentaron recuperar el protagonismo que los ciudadanos les habían quitado: la partitocracia, las desinencias ruines del “pacto social” de Rousseau, la falsedad de la división de poderes. Con todo, a raíz de aquella movilización, la sociedad catalana ha planteado un contencioso de altísimo calibre: la necesidad de ejercer un derecho democrático básico, el de decidir si los catalanes quieren seguir perteneciendo a España o quieren crear un nuevo Estado. La democracia en su lectura más directa, un ciudadano igual a un voto, sin partidos políticos intermediarios. Y que ganen las mayorías, y que las minorías lo acepten, como aquellos demócratas que hace más de treinta años que perdemos y hemos aceptado ser minoría, minoría y minoría.
No se me escapa la paradoja que supone pedir un nuevo Estado para aquellos que no congeniamos con la fuerza represora de los Estados. A mí también me gusta citar a Bakunin —puede que apócrifamente— cuando se refería a los Estados como los cementerios donde se entierran las libertades individuales. Pero el internacionalismo de raíz anarquista, a mi entender, se ha convertido en algo más utópico que una utopía, al menos de momento. Y puestos a acabar en un cementerio, ¿qué más idóneo que elegirlo democráticamente?
Un año después de aquella primera manifestación y ante la convulsión y la incertidumbre sobre los caminos por los que transitará el proceso, es posible plantear unas cuantas reflexiones apresuradas sobre dónde estamos y dónde podemos estar de aquí unos meses desde el registro cultural y, sobre todo, desde el registro artístico. El campo es tan abierto que he preferido centrarme en algunas preguntas y suposiciones que surgen ante una constatación inicial: el silencio generalizado con el que la cultura y el arte han seguido todos los acontecimientos políticos de los últimos tiempos. Tal vez esté equivocado, pero tengo la sensación que los intelectuales y los artistas apenas han intervenido en el debate sobre el proceso, el cual se ha dejado desgraciadamente en manos de políticos, economistas y periodistas.
Si mi premisa es válida, ¿cómo puede explicarse esta dejadez, tal grado de insipidez? Hace poco, el artista Albert Gusi me hacía llegar una reflexión que vale la pena compartir: en el “Concert per la llibertat” celebrado el 29 de junio de 2013 en el Camp Nou se oyeron gritos poéticos y musicales; se concentraron actuaciones o participaciones de la más variada procedencia del mundo de la cultura, pero no intervino ningún artista visual. En otros tiempos, un telón pintado por Miró o por Tàpies tal vez hubiese presidido el escenario, pero en esta ocasión los artistas visuales del país que pudiesen comulgar con el sustrato soberanista de aquel acontecimiento no participaron en él. ¿Por qué? ¿No fueron convocados? ¿Ellos no lo pidieron? ¿No hay artistas que quieran un Estado propio para Cataluña? ¿Aun existiendo, esos artistas no han encontrado la manera de mostrar visualmente un grito identitario?
Es cierto que los caminos para expresar lo que algunos filósofos, entre finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, denominaron Volksgeist son eminentemente verbales. El espíritu de los pueblos, la idea de que cada nación tiene algunos rasgos culturales característicos, vendría determinada sobre todo por la lengua y la literatura. También hay unos paisajes, unos símbolos, una historia…, pero la lengua —en Cataluña, pero también en España, lo sabemos muy bien— es la que predomina en el patrón identitario. Además, en la era de la globalización se ha aireado el supuesto posmoderno que, frente a la especificidad, hay que anteponer el contagio, la transferencia. En los tiempos del ciberespacio parece que deba tenderse indefectiblemente hacia una identidad colectiva, global, a ser ciudadanos del mundo excluyendo la pertinencia a comunidades (o identidades) precisas. Y todo ello sin mencionar que la historia del arte nos demuestra que las interpretaciones identitarias de ciertas obras, a menudo, tienen más que ver con los procesos hermenéuticos que con los rastros que realmente contienen aquellas piezas. En la exposición “Joan Miró. The Ladder of the Escape”, por ejemplo, eso se podía advertir en varias obras presuntamente “comprometidas” de Joan Miró.
Sí, nos encontramos en terreno resbaladizo. Sin embargo, a pesar de esos equívocos, si es cierto que el grito identitario es más difícil de expresar con imágenes que con palabras, eso no quiere decir que lo visual sea incapaz de rebelarse frente a esa posible “falta” ontológica a la que ya se refería con gran criterio Diderot en algunos de sus escritos. La pintura, la escultura, el grabado, la fotografía, el cine, el video y tantos otros lenguajes del orbe visual han expresado o, al menos, han sugerido ideas universales, simbólicas, que no se han limitado a captar miméticamente la realidad externa. Y, más aún, en la era contemporánea dónde la obra de arte se ha atrevido a profundas reflexiones metafísicas y ha ido proverbialmente acompañada del contrapunto teórico o crítico. Sin ir más lejos, Benjamin Buchloh ha señalado que la abstracción de Gerhard Richter no pude ser más que germánica. En consecuencia, ¿este silencio de los artistas catalanes de hoy respecto al proceso soberanista quizás debamos encontrarlo en la —por otra parte, legítima— falta de motivación?
¿A los artistas de hoy les preocupa demasiado su adscripción a una comunidad nacional, que los sitúen en una historia del arte nacional? ¿Quieren que sus obras entren en museos más cercanos (MACBA, pongamos por caso) o aspiran a entrar a formar parte directamente de los relatos sobre la contemporaneidad que todavía hoy formulan los grandes museos de referencia? Y aún una última pregunta: ¿Cuántos artistas internacionales se han preocupado por la identidad en el mundo occidental, más allá de los casos de algunos artistas africanos muy interesantes? Un caso que me parece especialmente interesante es el de una obra de Marcel Broodthaers; en realidad es la contraposición de dos obras: “Fémur d’homme belge y Fémur de la femme francaise”, realizadas entre 1964 y 1965. Se trata de unos restos óseos, unos fémures sobre los que el artista realizó una pequeña intervención: los pintó con los colores y la distribución de la bandera belga y de la bandera francesa, respectivamente. Un hueso pertenece a un individuo, es invisible hasta que no pierde toda la musculatura y la carne que lo envuelve, pero Broodthaers nos sugiere la posibilidad irracional de adjudicar a estos huesos una nacionalidad tan solo con pintar sobre ellos unos colores y una disposición. (En 2010, los artistas mexicanos Jonathan Hernández y Pablo Sigg realizaron una relectura de la obra de Broodthaers en una pieza titulada “Fémur de elefante mexicano”. Aquí, el juego es llevado a sus máximas consecuencias. En México no hay elefantes y, por tanto, los artistas cuestionan el propio concepto de identidad nacional a partir de negar la posibilidad que un paquidermo sea mexicano, aunque los colores de una bandera, esos signos visuales tan directos, nos puedan hacer ver lo contrario.)
Acabo de escribir que es legítimo que un artista no se sienta llamado por estos temas. Aunque sea para refutarlos, como en los casos aludidos. Lo entiendo así. Pero tampoco no puedo ocultar que, en algunos casos, mucho me temo que esta despreocupación pueda venir dada por una mala interpretación de la globalización. El supuesto sería que algunos artistas (catalanes, españoles o de cualquier procedencia) habrían pensado que trabajar sobre el territorio autóctono, sobre las propias raíces —aun pudiendo ser mestizas—, sobre una tradición endógena, sobre la simbología política de un país pequeño, etc., fuese una deficiencia. Como si fuera necesario que todos los artistas del mundo tuvieran que seguir unas trayectorias similares a lo que los centros de decisión internacional exponen en sus salas para poder ser modernos. O posmodernos. Y es que me parece que la globalización ha acarreado muchos engaños: podemos estar conectados instantáneamente con el mundo, pero los centros de poder del arte no han variado demasiado en el nuevo régimen globalizador. Y el artista debe decidir si, para trabajar, parte de su realidad más próxima o toma otra para avanzar. Los modelos están inventados: Casas y Rusiñol fueron a París y, cuando regresaron a Cataluña, pintaban escenas de París y a la manera de París; unos años más tarde, Joan Miró viajaba cada año a París, pero allí pintaba los paisajes del Camp de Tarragona y personajes con “barretina”.
Los silencios también han venidos del mundo de la museografía. Pocas voces han reflexionado sobre lo que puede suponer la creación de un nuevo Estado respecto a las colecciones que se heredarían y, sobre todo, sobre aquellas que deberían ampliarse. O construirse de nuevo. ¿Una Cataluña independiente puede sobrevivir con la red de museos y de instalaciones artísticas con las que cuenta? Todo indica que con las estructuras actuales se puede desplegar un gran potencial. Sin embargo, es urgente que se empiece a tener políticas realmente abiertas al arte contemporáneo por parte de los poderes públicos. Si no se cultiva el arte del presente, los museos catalanes del futuro estarán vacíos de contenido o serán prescindibles. La conservación o difusión del arte del pasado es una prioridad, pero no puede ser la única. El anterior CoNCA realizó un informe sobre la necesidad de crear una colección de obras de arte a cargo de los fondos públicos de la Generalitat, siguiendo el modelo que el Estado francés impulsó tras la Revolución, pero la remodelación del Consell de les Arts propiciada por el gobierno de CiU dejó la iniciativa en nada. ¿Habrá que esperar doscientos años más?
Por otra parte, en el supuesto de una Cataluña independiente, deberían abandonarse las posiciones timoratas que se han mantenido desde la transición en cuanto al reparto del patrimonio artístico. No estaría de más una reclamación de todo aquello que, en puridad, debería pertenecer a las colecciones catalanas y que han marchado invariablemente fuera. Me refiero a todos los Miró que están en Madrid como daciones al Estado por parte de la familia del artista; a obras como “La chutte de Barcelone”, de Le Corbusier, también confiscada en el Reina Sofía; a unos cuantos Picasso; a reconsiderar el reparto del legado Dalí; y a toda una lista de adjudicaciones (¿de espolios?) que han corroborado que la España democrática se ha llenado la boca de palabras como pluralismo y descentralización, pero que todo eran mentiras.
No puedo terminar sin referirme a la crítica, o al pensamiento, a aquellos que tienen —que tenemos— el encargo de generar debate, polémica, contraste de opiniones. Seré breve: sobre nosotros recae la peor de las condenas. Frente a los gritos de los políticos, de los economistas y de los periodistas, hemos callado. Ellos, que suelen hablar como si nos representasen a todos, han impuesto unos márgenes en el debate de muy poca envergadura, limitándose a los propios márgenes de la representación política institucional y olvidando que, como señalaba al principio, todo empezó por un movimiento ajeno al partidismo. Y en esos márgenes, el arte y la cultura han desaparecido, ignorantes ellos de la importancia de contemplar esos registros. Pero la culpa es nuestra. Los silencios nunca han sido propicios cuando la historia reclama al arte y a la cultura posicionamientos. O, cuando menos, discursos.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)