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El siglo XXI se podría caracterizar, entre muchas otras cosas, por una sobreproducción irrefrenable de imágenes. La televisión, la prensa, la publicidad, Internet y las redes sociales –incluyendo sus propios usuarios–, colapsan las múltiples pantallas (ordenadores, smartphones, iPads…) con imágenes procedentes de innumerables fuentes. La descontextualización y reinterpretación constante de las mismas es algo inevitable, pero el ritmo frenético de producción dificulta la reflexión pausada respecto a las connotaciones que se pudieran desprender de ellas. En consecuencia, estas imágenes de consumo –imágenes fast food, las podríamos llamar– se ven despojadas de gran parte de su poder y circulan ante el espectador en un desfile tan multitudinario como anodino, que solo de vez en cuando interrumpe la letanía constante para remover conciencias y producir trending topics eventuales, pequeñas sacudidas que nos sacan de nuestro estado letárgico durante unos instantes (de un modo inofensivo, eso sí). Por otro lado, mientras las imágenes que son destinadas a ser consumidas por la mayoría de la población se multiplican exponencialmente y nos anestesian mermando nuestra capacidad de reacción, son otro tipo de imágenes las que conquistan una nueva parcela de poder: las imágenes captadas por cámaras de vigilancia que controlan nuestros movimientos en cárceles, supermercados o espacios (supuestamente) públicos, permitiendo a sus destinatarios finales definir a la perfección nuestros patrones de comportamiento o consumo.
Hasta el 22 de mayo, la galería G7 del Instituto Valenciano de Arte Moderno acoge la primera exposición retrospectiva en España de Harun Farocki, cuya obra invita a reflexionar sobre el origen, función y destino de las imágenes. Sobre los dispositivos que las han producido, los modos en que circulan, los públicos a los que van dirigidas o la principal finalidad de las mismas, y de los discursos que se generan a su alrededor. Expulsado en los años 60 de la Academia de cine y televisión de Berlín por motivos políticos, Farocki empezó a realizar cine experimental influenciado por directores como Jean-Luc Godard, Chris Marker o el tándem Jean-Marie Straub/Danièle Huillet. Posteriormente, trabajó como redactor de la revista de cine Filmkritik e impartió clases en lugares como Düsseldorf, California o Viena. Desde los años 60 y hasta el 2014 (año de su muerte), el cineasta alemán persistió incansablemente en su intención de despertar la conciencia crítica del espectador ante las imágenes.
En el libro Harun Farocki. Against What? Against Whom?[[Harun Farocki. Against What? Against Whom?, Antje Ehmann y Kodwo Eshun (eds), Londres, 2010, Koening Books.]], Georges Didi-Huberman recalca que “no hay una sola imagen que no implique, simultáneamente, miradas, gestos y pensamientos.” Teniendo en cuenta esto, resulta “especialmente absurdo intentar descalificar algunas imágenes bajo el argumento de que aparentemente han sido manipuladas”, ya que “todas las imágenes del mundo son resultado de una manipulación.” ¿No es acaso la elección del plano una manipulación en sí misma? ¿No lo es también la decisión de tomar la fotografía en un momento determinado y no en otro? En la serie de obras Parallel I-IV (2012-2014), se plantea una hipótesis inicial que ha acabado convirtiéndose en hecho: las imágenes generadas por ordenador tienen ya la capacidad de sustituir a las filmadas, cuya función podría verse finalmente desplazada hacia otro ámbito. Somos capaces de “crear” una realidad virtual y las imágenes en 3D que la conforman interactúan con nosotros de manera directa y real. Reconstrucciones de campos de batalla se utilizan para el entrenamiento de soldados o incluso con fines terapéuticos. En Serious Games I-IV (2010), Farocki registra varias de estas sesiones de terapia y entrenamiento. Una despersonalización extrema de la guerra que pasa por recrear un espacio que termina con la muerte del avatar.
Que las guerras propulsan el desarrollo tecnológico de las sociedades es una afirmación tan indiscutible como demoledora. La relación inherente entre producción y destrucción siempre estuvo ahí. En efecto, la Segunda Guerra mundial dio el primer impulso para el desarrollo del avión a reacción, el ordenador, el sonido estéreo o la radio de onda corta. En el ensayo La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre[[La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre, Naomi Klein, Ed Paidós, Barcelona, 2007]], la periodista Naomi Klein cita innumerables ejemplos de grandes catástrofes que han sido utilizadas para obtener rentabilidad económica, manipular a la población o implantar a la fuerza reformas económicas (en su mayoría privatizaciones), políticas o sociales. La desaparición de más de 30.000 personas en la Argentina de los años 60, la masacre de la Plaza de Tiananmen en China, la Guerra de las Malvinas o el ataque de la OTAN contra Belgrado en 1999 son solo algunos de los ejemplos más representativos.
Detrás del horror que supone la muerte de millones de personas encontramos una rentabilísima industria que mira hacia delante con avidez y saca provecho de los estratos más débiles de la sociedad. Una industria cada vez más poderosa y despersonalizada gracias a los innumerables avances tecnológicos. En obras como Auge/Maschine (Eye/Machine, 2000-2003), Farocki nos muestra que la era electrónica ha sustituido a la era mecánica, el trabajo manual se ha ido eliminando progresivamente (y desplazando hacia los países más pobres) y las máquinas han sustituido la mano de obra. La guerra se presenta como un hecho “sin presencia humana”, como un acontecimiento que no tiene en cuenta a las personas, aunque estas estén presentes de modo inevitable. Ya no es necesario que el hombre sostenga la cámara para obtener un registro de lo que está sucediendo en el campo de batalla, porque dicha cámara se puede colocar directamente en un proyectil teledirigido.
En Nicht löschbares Feuer (The inextinguishable fire, 1969), una voz en off que apela directamente al espectador, pregunta cómo mostrar el horror provocado por el Napalm. Un cigarro se quema a 400ºC, el Napalm a 3000ºC. Frente a la espectacularización y la pornografía emocional propuesta frecuentemente por el cine de Hollywood para mostrar las atrocidades de la guerra, Farocki opta por el distanciamiento brechtiano, las imágenes de archivo, la sobriedad extrema y la indagación pertinaz.
Para entender las causas y consecuencias de la guerra, una posible metodología es visitar el lugar donde se producen las armas, analizar sus ritmos de trabajo, sus métodos de funcionamiento (Eye/Machine I, II y III). Para entender el funcionamiento de las cárceles (I Thought I was seeing Convicts, 2000), nada mejor que desplazarse hasta ellas, visionar las grabaciones de las cámaras de seguridad, estudiar los patrones de comportamiento de carceleros y presos. De este modo, Farocki convierte las llamadas imágenes operativas (aquellas cuyo fin no es entretener ni informar, sino que forman parte de una operación) en discurso artístico.
Pero una de las obras mostradas en la retrospectiva que mejor permite conocer el trabajo del cineasta alemán es, sin duda alguna, Schnittstelle (Interface, 1995). En esta instalación documental mostrada en este caso mediante dos pantallas, el director reflexiona sobre el proceso y las consecuencias del montaje a partir de imágenes de su propia obra. ¿Cómo funcionan la codificación y decodificación de mensajes?¿Qué relación somos capaces de establecer con las imágenes que aparecen en pantalla? ¿Cómo interactúan las imágenes entre ellas cuando se enfrentan o superponen? Al ver a Farocki ante la mesa de edición, me acuerdo inevitablemente de la serie de documentales Cinéastes de notre temps; en concreto del capítulo dirigido por Pedro Costa y dedicado a Jean-Marie Straub y Danièle Huillet (Où gît votre sourire enfoui?, 2001). En él, Straub y Huillet toman constantes decisiones ante la mesa de edición. Las imágenes que acabarán formando parte de ¡Sicilia! (1999) aparecen en pantalla: los fotogramas avanzan, retroceden, se detienen. Ambos directores debaten de modo incansable respecto a la pertinencia o no de incluir un único fotograma. Un fotograma que tal vez los espectadores no perciban, pero que no deja de ser, en cierto modo, una cuestión de vida o muerte.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)