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Cuando Robert Smithson se lanzó al oeste norteamericano para trabajar en el espacio abierto, dejó atrás los límites de la galería, neutral y aséptica, para entregarse a un cambio de escala y perspectiva. Uno de sus referentes, incluso más influyente que Duchamp, fue para él Frederick Law Olmsted, creador de Central Park y Prospect Park entre otros, e importador del movimiento paisajista inglés. Al contrario de sus colegas franceses, estos veían en la naturaleza una fuente de exuberancia imposible de coartar bajo geometría alguna. Esta diferencia franco-británica entre manipular y dejar fluir es repetida en lo natural y en lo cultural, en reconstruir y preservar, epitomizada por las diferencias entre Viollet-le-Duc y John Ruskin. Aunque parezcan frivolidades, estas distinciones alcanzan un grado repentinamente crucial cuando las relacionamos con las concepciones nacionales, aún hoy notorias. El paisajismo idealizado versus el paisaje controlado, el espejismo del encuadramiento de lo selvático y el esforzado perfeccionismo racional del ambiente no dejan de reflejar esas dos idiosincrasias coloniales del Imperio y la República. En la vía francesa destaca un apéndice catalán encarnado en el gótico falso y la fantasía mediterráneo-nórdica del arquitecto y presidente de la Mancomunitat de Catalunya, Josep Puig i Cadafalch.
Escribiendo sobre Olmsted, Smithson se acerca a una visión del mundo como ensamblaje de materia y energía, de relaciones en marcha, cuyo intento de captura por el paisajismo o la poesía lírica siempre denota una posición de separación entre lo humano y lo natural. La representación del mundo implica un uso de la tierra. Así la perspectiva lineal sirvió de base del pensamiento moderno y de la expansión colonial. La posición de los objetos en relación al espacio-tiempo, accesibles y cuantificables en sus propiedades, facilitó una ordenación y dominación sobre lo otro mineral y biológico, haciendo tangible una cartografía de lo expugnable. El poder colonial encuentra en el mapa y la cuadrícula una forma de imponer su visión del mundo. La eficacia del expolio debe mucho a la sistematización y a la infraestructura aplicada sobre las irregularidades del accidente geográfico. Esa misma capacidad de movilización participará en el ímpetu del reformismo social y algunos socialistas utópicos: si somos capaces como especie de dominar el mundo ¿por qué no hacerlo de otra forma? ¡Ahí Ildefons Cerdà, Patrick Geddes, Cebrià de Montoliu, Yona Friedman!
Siguiendo la historia, el cubismo sería el corte europeo a esa expansión, la complicación abstracta y analítica que anunciaría los procesos de cuestionamiento y lucha de clases, emancipación y transformación de los planos compositivos de la ecología natural-humana. Smithson sin embargo escribe en los sesenta y setenta, cuando primero el Minimalismo y después el Land Art, acercan una generación a unas nuevas dimensiones. Smithson salta más allá del miasma cultural que es Nueva York, del jardín de esculturas, del paisaje pastoral y del descampado suburbial – a pesar de que este último guarda para él una especial connotación familiar y le sirve de referente (A Tour of the Monuments of Passaic) – para embarrarse con los elementos y las “contradicciones físicas inherentes en la naturaleza”. Aunque cabe recordar que típicamente se ha caricaturizado la gesticulación del Land como masculina, la intención de Smithson deja entrever una necesidad espiritual de comunión con la naturaleza en un momento singular para el devenir de nuestra ecología, la ruptura del patrón oro por parte de la Reserva Federal en 1971, y la crisis del petróleo del 1973, eventos que marcaron el inicio de un ciclo de alteraciones en las que aún estamos inmersos.
Hablar de geografía, de la escritura de la tierra, del estudio de las propiedades físicas y las relaciones entre gentes y ambientes es hoy día una cuestión de emergencia que sacude cualquier actividad intelectual, campo social, o discurso político. Frente a la perturbación climática y la extinción de las especies, el ser humano vive un momento excepcional. Por un lado la producción económica es inseparable de la explotación natural-humana, de la polución y de un consumo alienado de plásticos más o menos refinados, más o menos inseridos en la cadena trófica. El antropoceno, o como Donna Haraway se ha referido el capitaloceno, va a dejar una impronta imborrable de basura y de modificación de las pautas atmosféricas. Por otro lado, el desplazamiento del ser humano como fuente primaria de interpretación del mundo empieza a ser un hecho más que una distopía lejana. No solo desde la evolución tecnológica, sino desde la filosofía reciente se ha dado prioridad a una emergencia de entidades autónomas cuyas capacidades para la generación de inteligencia, memoria, conectividad y desarrollo conducen a la pérdida de la supremacía humana. Aunque suene a algo positivo, por aquello de romper definitivamente con las dicotomías de la modernidad (cultura-naturaleza, sujeto-objeto, masculino-femenino, homo-hetero, humano-máquina, humano-animal, primitivo-civilizado, etc.), y dar reconocimiento de personas no-humanas a otros mamíferos o conseguir derechos ambientales, implica también una pérdida de la escala y proporcionalidad humana a favor de sistemas y construcciones logísticas tecno-comerciales que sólo van a tener en cuenta las particularidades de millones de seres – que se creen especiales y únicos – en la medida de su rédito mercantil. A su vez, estas dos tendencias no dejan de ser un eco del acceleracionismo conceptual y político que estimula nuestro presente. Si los indignados o Occupy Wall Street fueron la última expresión del buenismo alter-mundialista, la próxima agitación deberá asumir otra perspectiva, otra escala, que propulse una nueva geografía que supere las categorías del patriarcado, el capitalismo, y la socialdemocracia cristiana, para esta vez sí, acelerar el ritmo hacía la efectividad organizativa. Si tenemos las capacidades humano-tecnológicas para afrontar los retos de la ecología global, ¿por qué no hacerlo? Ya sea por Varoufakis o Le Pen, Sanders o Trump, la destilería político-económica occidental está en ebullición.
La mirada a la tierra del poeta Salvador Espriu, por muy desgarradora que sea en la voz de Silvia Pérez Cruz, no deja de ser el canto a uno mismo, y a aquello que con nosotros algún día desaparecerá. Todos esos pisos en los que hemos vivido, todos los rostros amados, todas esas combinaciones concretas de materia que se acumulan, como libros, fotos y cartas de los antepasados, y que en el mejor de los casos se salvan de generación en generación, todo, participa del enredo cuotidiano que reproduce a escala minúscula el largo devenir de la humanidad, que a su vez es una réplica espasmódica del movimiento hacía la destrucción final de nuestro sistema solar, de cuya participación somos diariamente inconscientes. La entropía – el movimiento contrario a la evolución – tenía para Smithson una particular significación, mientras la energía se dispersa, la mente humana intenta amañar pedazos para componer unidades que, aunque ficticias y efímeras, sirvan para imaginar estabilidades cuando todo fluye por el desagüe del tiempo. Aquellos que creyendo vencer las coordenadas vitales ganan provecho económico en la destrucción de la geografía, ya sea un huerto, un colmado, un piso del ensanche barcelonés, o un salar en Bolivia, viven aterrados por esa perspectiva que se abre insospechadamente frente a ellos, la insignificancia humana frente a la larga mirada de la materia.
La foto que ilustra este texto pertenece a una serie de retratos de fósiles hecha por el artista japonés afincado en Berlín, Akiyasu Shimizu. En particular este es un Cunnolites Elipticus, de origen cercano en el espacio, la Sierra del Montsec en Lleida, y remota procedencia temporal en el Cretáceo Superior Santoniano (aproximadamente unos 85 millones de años). El fósil es precisamente el ejemplo usado por Quentin Meillassoux para señalar una existencia fuera de la subjetividad humana solo capaz de ser captada a través de la ciencia. Si bien su posición ha sido contestada desde varios ángulos, no deja de abrir una perspectiva que recoloca al humano en un estado de aislamiento, o mejor dicho de duda, al ser incapaz de poder aprehender la realidad circundante al completo. Las entidades con las que nos relacionamos ya no tienen una agencia que las hace actrices del presente, sino que guardan para sí los misterios de su sustancia, imposibles de descifrar desde nuestra experiencia.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)