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Hechos y datos, o todo lo contrario. Identidad nacional, lo simbólico, Catalunya, España, arte contemporáneo y demasiadas cosas más.

Magazine

15 septiembre 2013
Tema del Mes: Como explicar CatalunyaEditor/a Residente: A*DESK

Hechos y datos, o todo lo contrario. Identidad nacional, lo simbólico, Catalunya, España, arte contemporáneo y demasiadas cosas más.

Cuando hablamos de Catalunya/España siempre hay una serie de códigos aprendidos y no comunes. Y símbolos, que ya no códigos. Símbolos: uno de los motivos de que todo esté estancado, sin futuro. La política en España y Catalunya se «ejecuta» a un nivel simbólico. Jordi Pujol subiendo una montaña para, desde la cima, convocar elecciones. Los slogans electorales vacíos y el PP sin presentar un programa electoral ganando las elecciones. Al moverse todo a un nivel simbólico no hay opción de que cuadre con lo práctico. Y lo simbólico viene desde la definición de la identidad nacional tanto en Catalunya como en España. Una creación de identidad en la que el arte -en ambos casos- jugó un papel limitado, si lo comparamos con otros países europeos que hicieron la misma jugada en el mismo momento. Francia se reinventa a sí misma desde la cultura, y el arte tiene en ese momento una posición primordial, tanto en contenidos como en contenedores. Los ingleses se acercan más a la historia y logran que «su» cultura pueda ser desde Shakespeare a la tecnología. Alemania creará su monstruo desde el pensamiento y Finlandia da vía libre a algunos artistas para que directamente se inventen una identidad y le den una imagen.

La identidad catalana actual se «crea» en la poesía. La recuperación de Verdaguer como quien sienta unas bases, Carles Riba con la precisión y el deseo de un pasado histórico, J.V. Foix con el enlace con lo moderno desde el reconocer el lugar y Josep Carner con la cotidianidad aceptada. Y aquí lo tenemos: un país con el deseo de una historia, ordenado, con una voluntad de modernidad y con autobuses y gente. Si necesitas algo de «rauxa» (rabia, empuje, visceralidad, entusiasmo) también lo encontrarás, sea en los intersticios de los mencionados poetas o en otros que sirvan para meter notas de sensualidad sin perder, demasiado, las formas. También Joan Salvat-Papasseit es una carta a utilizar en todas las partidas, Gabriel Ferrater en alguna de ellas. Si la definición de la identidad catalana se encuentra en la poesía -algo bien bonito, por otra parte- es lógico que estemos en un nivel simbólico, que nada sea lo que parece y que todo sea interpretable. Poesía, vaya.

En Catalunya, la mirada a la historia -en términos identitarios- se hace tanto desde el noucentisme (la recuperación del clasicismo) como desde el modernismo (el germanismo wagneriano) y siempre como un deseo más que como un plan, siempre acercándose a algo mítico. La planificación de un pasado y un futuro institucional se dejó en manos secundarias. Joaquim Folch i Torres haciendo el futuro MNAC (Museo Nacional de Arte de Cataluña) pero intentando que nadie se enterara del proceso, por ejemplo. Figuras que no se recuperan ya que tampoco interesa que los entresijos de la gestión salgan a la luz, cuando en otros lugares serían autores venerados y servirían para explicar la historia en sí.

Entre definición simbólica de la identidad y el uso de la historia, el arte fue simplemente los artistas como seres individuales, poco más. No una secuencia, no un continuum, no una cartografía. Si hay grupitos es para que se separen. Catalunya no quiere escribir una historia de su arte, y menos una historia del arte contemporáneo, ya que no sabe qué es el «arte catalán» ni quiere saberlo. Mejor tener una serie de nombres individuales a los que mover de vez en cuando pero sin tejer un recorrido, una genealogía, un debate. Y la ascendencia limita considerablemente la escritura de una historia que no se deja escribir. El ejemplo de Picasso es interesante: puede ser y no ser, al mismo tiempo, un artista del arte catalán. Pero no es catalán. Aunque podría serlo, aunque su presencia en la ciudad de Barcelona fuera importante y sus conexiones con el contexto cultural catalán y catalanista amplísimas. Hay algo que no está bien al meter a Picasso en una historia del arte contemporáneo catalán así que mejor pasar página y no escribir este capítulo. O esta historia. No era realmente de los nuestros. Miró sí, Torres García sí aunque no quisiera, Dalí sí pero mejor no tocar a Dalí… ¿cómo vas a construir una genealogía cuando te has dedicado a separar al máximo los puntos, llevando los artistas a la capa lo más lejana posible de la realidad social y convirtiéndoles en cromos con los que sea fácil jugar? Tàpies lo mismo.

Los textos, y las ideas, de estos artistas no circularon, no afectaron. No es que no escribieran (y muy bien algunos de ellos) es que no ha interesado un diálogo en el tiempo. A los maestros no se les toca, se les deja en su altar, se les celebra en su muerte y se comercia con sus cadáveres. Y, en paralelo, se olvida la capacidad de un posible tejido institucional para asentar lo que sea que quiera asentarse. La identidad catalana no pasa por los museos, y menos de arte. El Museo de Historia de Catalunya es un ejemplo de un museo tardío que nadie se cree, ni sus propios fundadores. Un museo pensado mucho después de la construcción identitaria catalana, el 1996 y con el objetivo de «conservar, exponer y difundir la historia de Catalunya como patrimonio colectivo y fortalecer la identificación de los ciudadanos con la historia nacional» (Decreto 47/1996, 6 de febrero). En arte la identificación no se busca, la historia no es más que la de la generación anterior (con suerte) y lo de la historia nacional mejor lo dejamos que no nos vamos a ensuciar en este charco.

Pensemos un momento en Euskadi, ese espejo. La genealogía, aunque en permanente discusión, es algo asumido. Unos artistas referentes, una generación posterior, después otra que responde a la segunda y una recuperación ideológica constante de los primeros. Sin tapujos. Y los artistas vascos en los 90 disfrutando de Nueva York gracias a la creencia institucional de que tenía sentido que estuvieran allí, trabajando lo internacional y, oh sorpresa, desde lo simbólico. Sin necesidad de reinventarse con vergüenza en cada generación sino asumiendo lo que hay y trabajando con ello.

Si la creación de la identidad catalana moderna implica mantener el status quo en un nivel simbólico, la identidad española es algo más caótica. Para empezar, siempre con la duda eterna entre la unidad y la pluralidad. Desde un principio y hasta hoy. Con el ejército de por medio (la bandera española se define en 1785 como herramienta naval), con el contacto directo entre una literatura costumbrista y una idea conservadora de España, con conatos de modernidad absoluta sofocados con violencia, con el uso y el abuso de “El Quijote”, con un pasado colonial que glorifica una corona hasta que ya en un post-colonialismo se esconde el tema como sea, con revisiones constantes -y contradictorias- de la historia tanto en los libros de texto escolares como en las universidades, con conceptos alternos como «el Estado integral», «Una, grande y libre», «Café para todos», «la furia», «la roja» y todos los intentos lingüísticos de obviar un problema que no se quiere saber cuál es. Y sin olvidar la potencia de nombres como Velázquez, Goya o Zurbarán, que se utilizan para mantener una idea de cultura de alto nivel, algo de lo que estar nacionalmente orgulloso. Y, paradójicamente, en este caos de idas y venidas se definen una serie de instituciones estatales que permanecen. Las academias, el Museo del Prado, así como una centralidad en la capital -Madrid- que se convierte en un el lugar donde apostar fuerte, sea desde posiciones liberales, de izquierda o absolutamente fascistas. El Estado, como aparato, se convierte en Madrid y Barcelona pasa a ser Catalunya.

Las instituciones catalanas nacen sin el poderío español (el Institut d’Estudis Catalans podría ser el equivalente a las academias, pero su visibilidad y capacidad de acción es mucho más limitada, para poner un ejemplo) y la construcción de estructuras estables se dejará, en Barcelona, a manos de los industriales. La literatura serán las editoriales. El teatro serán los teatros. Y ¿el arte? El arte, sin industria, no tendrá un museo en condiciones y se perderá la oportunidad de ser otro París. Aunque los momentos siempre han sido convulsos: la inauguración del Museu d’Art de Catalunya estaba prevista para el 7 de octubre de 1934. No pudo desarrollarse como se quería: el día antes, Lluis Companys proclamó la independencia de Catalunya, el ejército español ocupó las instituciones y el museo se inauguró bajo armas. Una fiesta.

La dictadura franquista aniquiló toda posibilidad de realizar un trabajo institucional de futuro desde Catalunya y, bajo Franco, se intentó esconder todo el material artístico posible para que, por lo menos, no se perdiera. Pero algo se destruyó, algo como es la creencia y la confianza en un tejido institucional y algo como es la capacidad de acción planificada. De la creación de una identidad simbólica se pasó al mantenimiento casi religioso y secreto de ella. Los códigos pasaron a ser ocultos, los silencios los lugares a compartir. Con miedo en el cuerpo.

La desconfianza y el miedo serán el punto de partida para todo lo que pase en la península desde el 1934 hasta la actualidad. Lo simbólico saltará a ocupar sentido en lo popular y lo identitario será remarcado -en Catalunya- mediante el Barça, Els Pastorets y, más adelante, la aparición de TV3 y Catalunya Ràdio. En España el nuevo populismo identitario recordará constantemente el papel del rey en el 23F hasta el tedio, los socios del Real Madrid ondearán banderas españolas como propias, se focalizará constantemente en enemigos externos y se discutirá sobre el «problema catalán» con pasión.

Sumando a la discusión simbólica, los procesos inacabables para definir y asentar museos e instituciones artísticas en Catalunya terminarán cansando y separando el tejido artístico y cultural de las instituciones en sí que, una vez abiertas al público, lo tendrán crudo para ser su referencia. Pero en el proceso de apertura y definición institucional del territorio algo pasó: la tradición asociativa de Catalunya (un método para mantener un tejido «a la contra») dejó amablemente paso a una estructura débil y quiso creer que ahora todo funcionaba, aunque nadie saliera de los términos simbólicos: los museos se abren para que sean parte del símbolo, no para que sean. Después, la política, y el ideario identitario, será ocupado por posiciones neo-liberales, con lo que el desmantelamiento estará servido. Si Malraux construyó una red institucional en Francia, el Conseller de Cultura de la Generalitat Ferran Mascarell podrá pasar a la historia como alguien que cierra Catalunya, aunque no sea todo responsabilidad suya. La historia y sus simplificaciones.

La crisis actual, por otro lado, conlleva el control del capital en menos manos. Manos que, en el caso del arte, apuestan claramente por un mercado que está en Madrid y no en Barcelona. Un mercado no de primer orden, pero un mercado al fin y al cabo. Si sumamos la potencia de las herramientas de estado, que siguen en Madrid y no en Barcelona, se entiende que el desmantelamiento de la estructura cultural pública en Catalunya (de la Generalitat y organismos catalanes) comporte el salto del oasis al desierto.

Existen, siempre, posibilidades. Opciones, capacidad de acción. Si durante las vanguardias hay grandes momentos en Catalunya, si el anarquismo es algo que alguna vez alguien sabrá sacarle todo el partido y no ser eso molesto que se esconde, si bajo algo terrible como la dictadura no se desapareció, si las instituciones artísticas (así como la auto-organización del contexto) han sido modelos para el Estado -y más allá- en algunos momentos concretos, si existen nombres y nombres de artistas que pueden servir para componer una genealogía creíble, si la globalización permite reconocer modos de hacer aplicables para la mejora local entonces parece hasta lógico superar la depresión mental que supone una crisis económica e ideológica como la actual. Sin olvidar que la capacidad de acción de los «pequeños» es, a veces, mucho más efectiva que la de los grandotes. Un ejemplo (y recuperando la mirada tangencial al País Vasco): el Institut Ramon Llull podría ser un ente de internacionalización mucho más efectivo que el entuerto institucional generado en el Estado español y que nadie sabe muy bien cómo funciona. Pero, de nuevo, la tradición de mantener objetivos (por confusos que sean) y estructuras estatales en Madrid se contrapone a la fragilidad institucional contemporánea en Barcelona. Pueden haber cambios en Madrid, pero en Barcelona los cambios ya han llegado y no ha habido tiempo para la negociación.

Director de Index Foundation en Estocolmo, comisario de exposiciones y crítico de arte. Sí, después de Judith Butler se puede ser varias cosas al mismo tiempo. Piensa que las preguntas son importantes y que, a veces, preguntar significa señalar.

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