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Mucho se ha dicho sobre Room Art Fair, la feria madrileña de arte joven, que sigue teniendo un modelo expositivo rompedor a tres años de su primera edición. Y es cierto. Tal vez no sea nada nuevo el salir del white box, otros hicieron antes del hotel un lugar para la exposición artística; quizá los pasillos angostos cubiertos hasta el techo de motivos castizos tengan sobre todo una función de asfixia, nada que ver con movidas modernas ulteriores. Puede incluso suceder que las camas dobles que ocupan la mayor parte del espacio —volviendo imposible el estar en una sala con más de cinco tipos— solo fueran guiños a cierta pieza de Tracey Emin, o a la naturaleza arropadita y acomodada que caracteriza a buena parte de nuestros artistas emergentes. Quién sabe.
El hecho es que Room Art Fair conjuga la interioridad y la precocidad, muchos artistas imberbes por ahí, generando una sensación de cercanía horizontal, valores absolutos donde las relaciones sustituyeron el contenido. Así las cosas, ora ves una galerista recostada sobre un butacón orejero haciendo punto de cruz, ora saludas a una novísima promesa por las escaleras, ora quedas convidado a tomarte fotitos en el cuarto de baño.
Poca broma con las fotos, por cierto, son una maldita pandemia. El fotocall es una posibilidad constante en todos los stands donde las esferitas de alcanfor brillan por su ausencia, esto es, en todas las galerías que figuran en calidad de espacios modernos que acaban de empezar o superan la crisis como pueden. Porque en Room Art Fair también existe mucha galería de pintura realista chapada a la antigua, mucho Salón des Refusés donde la pincelada y la impresión siguen siendo el horizonte insuperable de nuestro tiempo. En cuanto a las cámaras, el absurdo y la parajoda [sic] llegan hasta el punto en que, ante un lugar donde todo el bacalao consiste en anunciar la existencia de otra feria en MAD «bastante similar a Room Art Fair solo que sobre fotos», un servidor tiene que asumir la obligación de ofrecerse voluntario para fotografiar a la anunciante del stand sobre una cama. El triunfo del paradigma relacional, supongo.
Y como que tanta relación estrecha y tanto vínculo personal abruma —intuyo— en la medida en que el público se encuentre habituado —como es mi caso— a una relación vertical con la cultura visual —la misma tarde que visité Room Art Fair pasé por El espejismo exótico, la exposición de Casa Sin Fin, donde Julián Rodríguez desplegó una teórica bestial sobre el pensamiento poscolonial avant la lettre de tantas figuras francesas de entreguerras; un servidor tomaba apuntes, copiaba la palabra del maestro. Y claro, cuando el elemento de maestría se desdibuja, cuando el networking, la formación de comunidad y el espíritu hogareño asumen la torre de mando, entonces una persona interesada en aprender tiene que aceptar el intercambio de tarjetitas como sucedáneo.
Pero aquí hemos venido a otra cosa, hagamos memoria sobre la función principal de la feria como escaparate de variedades, lugar para exhibir el género, anunciarlo y mercadearlo; así pues, ¿cuáles son las piezas mejor vistas del rebaño? Un ejemplar suculento es Face 2 Face de Mario Bastian, la instalación del espacio In-sonora que realiza una suerte de mapa sonoro y de geometría variable sobre tu cara cuando entras en el baño, una versión hi-fi de la mirada a la Gorgona y el paso del tiempo que cualquiera experimenta una vez por la mañana todos los días del año. Cada vez el fin del mundo, como podría decir Derrida.
Muy golosas también son las galerías Factoría de Arte y Desarrollo o SC Galery, cuyo catálogo de artistas urbanos (Boris Hooper, Vinz, El Tono, Wester Collective) destaca sobre el resto de propuestas similares. En Factoría de Arte y Desarrollo, por su parte, descubrí a Jorge de la Cruz, un dibujante excelente cuyo imaginario animalista y cuyas obsesiones sociales resultan bastante sobrecogedoras; trabaja por ejemplo sobre las luchas entre las mafias que copan el negocio de los peluches de dibujos animados en tamaño humano. Hace poco vimos una pelea entre Bob Esponja y Hello Kitty. Y allí estuvo de la Cruz para trabajar la dimensión estética del mundo infantil convertido en un escenario de wrestling.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)