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Los historiadores del arte argentino, aunque odien al periodismo, estarán condenados al periodismo hasta no ser capaces de discutir problemas sobre los hechos que resucitan en cajones o ficheros. Desplegar los datos históricos en la gloria de su facticidad, en libros largos con comprobaciones detalladas y fútiles (del tipo quién-cuándo-dónde), es la tarea que la historia del arte argentino se ha dado a sí misma, quizás como conato de una polémica con Hegel (a quien se atribuye el latiguillo de que “si los hechos no se adecuan a la teoría, peor para ellos”). La tecnocracia del archivo ha formado un gusto, algo parecido a la pornografía con documentos: es un gusto puramente acumulativo, una entrega a los hechos que no se pierde la tarde discutiendo ideas controvertibles, ni siquiera en el nivel del más elemental desacuerdo.
No sorprende que las propuestas de investigación artística centradas en la historia del arte compartan este rasgo de origen. Pero es notable que la lujuria por los hechos puros pueda transmitirse a un posicionamiento artístico tan enteramente subjetivo como un autorretrato. En la última exhibición de Santiago Villanueva en la galería Daniel Abate, titulada No hay futuro sin memoria, la predilección por el anecdotario histórico se manifiesta como una actitud personal, dividida entre las buenas intenciones y el humor negro, sin una pregunta que ordene el recorte histórico y traslade el interés del artista al objeto. La muestra consiste en una serie de copias de obituarios de artistas argentinos publicados en diarios entre 1943 y 1998, sobre un soporte de arpillera que cubre las paredes.
En una cultura artística como la argentina, obsesionada con su actualidad y su pertinencia mundial, los apellidos impresos en papel de diario (ídolos opacos de los años 1940, muchos de ellos, que no solo le daban la espalda al arte moderno sino que probablemente lo desconocían) vienen a recordar lo que el título de la exhibición resalta con un moralismo de tono escolar, fácilmente capaz de convertirse en su anverso (la mitificación provocadora). La exigencia bienintencionada o burlona de tener memoria se desmiente a sí misma cuando no está claro qué hacer con los hechos del pasado, más que presentarlos como el opuesto lógico de una escena artística cuya tradición es frágil.
Pero justamente el tema de la fragilidad de la tradición tiene una tradición reciente en Argentina, y Villanueva se recuesta en ella, aunque no logra explorar más lejos: Marcelo Pombo y sus andanzas con los artistas olvidados del canon; Guillermo Faivovich y sus estudios sobre Lucio Fontana y Roberto Aizenberg, o los textos críticos de Inés Katzenstein sobre la década de 1990 deberían agregarse a la bibliografía. La radicación del arte contemporáneo en Buenos Aires, y la discusión concomitante sobre cómo insertarse en sus redes (y si convenía hacerlo, y a qué precio) estuvo asociada con el motivo de la debilidad de la tradición desde el principio.
Sin embargo, al ver los obituarios de artistas como Soldi o Norah Borges en diarios viejos prolijamente fotografiados, copiados y dispuestos en una grilla, la sensación que queda es que Villanueva está utilizando el material de la historia del arte argentino no para seguir los contornos de un problema, sino para construir una actitud. Si la exposición propone algún contraste, el único espacio en el que dicho contraste tiene lugar es en la figura del artista, que redunda en el tópico de la fragilidad de la tradición mediante recursos estrictamente procedentes del lenguaje internacional. Este contraste existe, y quizás es fecundo, pero permanece implícito, y tanto más autorreferencial cuanto menos contempla su situación concreta. Sin un problema que investigar, la retórica de la investigación se convierte en una retórica narcisista: una sombra de actitud caprichosa que sobrevuela la historia, inmune a la maldición de la objetividad.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)