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La hipótesis es la siguiente: ¿Y si las obras más importantes de Pedro G. Romero fueran las que ha realizado Israel Galván? En otras palabras: ¿Y si el archivo, que es la figura principal de la producción del artista andaluz, fuera mucho más poderoso cuando se oculta, cuando se difumina en la escenografía y en la gestualidad, que cuando se formaliza, se vuelve físico, se exhibe? Que yo recuerde, he visto obras y exposiciones de Romero en el CCCB, la Fundació Tàpies, el Reina Sofía y el Museu Picasso: ninguna de esas piezas o muestras me pareció tan interesante como los espectáculos de Galván.
En ellos Romero actúa como guionista y documentalista musical, al tiempo que colabora en la dramaturgia. Georges Didi-Huberman, en El bailaor de soledades (Pre-textos, 2008), su imprescindible aproximación filosófica al arte de Galván, habla poco de arte contemporáneo. En la línea de tantos otros intelectuales europeos y norteamericanos, su fascinación por el flamenco lo lleva hacia el baile y el toreo. Pero lo que dice sobre arte contemporáneo es altamente significativo: afirma la grandeza de Galván y lo define como “nunca grandilocuente, jamás retórico”. En algunos momentos une a ambos artistas: “la obra de Israel y de Pedro G. Romero se propone ante todo construir una musicalidad”. Desconozco los pormenores del proceso de conceptualización y de realización, colaborativo, pero sí que puedo intuirlo en el resultado. Por ejemplo, en Lo real, se recorren canciones y poemas del siglo XX, desde el sonsonete de Los Piconeros que Imperio Argentina interpretó en la película Andalusische Nächte hasta «Hitler in my heart» de Antony & The Johnsons, pasando por “Fuga de muerte” de Paul Celan, en una inteligente armonía que debe de ser obra de Romero.
Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en una exposición, donde el artista-comisario revela textualmente su guión, de modo que la ruta se convierte en física y discursiva, en un espectáculo de danza el protagonismo es performativo. Del actor-bailarín-protagonista. El rol del espectador es bastante pasivo y, sobre todo, se encuentra desinformado: no hay catálogo, no hay introducción ensayística a cada parte o sección, no hay más información que la del folleto.
La interpretación de Galván y sus bailarines y músicos es tan poderosa que lo intelectual tarda mucho en llegar. En un décalage que difícilmente ocurre en una exposición de arte contemporáneo. En otras palabras: Galván casi consigue borrar a Romero. El artista y su cuerpo crean y destruyen la obra al mismo tiempo en que la interpretan. El video o mi memoria no serán más que registros de una obra fugaz que ya no existe. En Economía: Picasso, la exposición que comisarió junto a Valentí Roma, el artista andaluz osó situar su Archivo F.X. a la misma altura de la obra picassiana. La inmaterialidad del arte contemporáneo de Galván hace que la comparación o el diálogo entre ambos sea mucho más sutil. El cuerpo del bailaor aparece con una fuerza desproporcionada. El artista, nos dice ese cuerpo extraño, esa gimnasia brutal, soy yo. Todo lo demás sólo existió para que yo existiera.
Mi descubrimiento personal, sin duda tardío, de Israel Galván, me ha permitido reconectar con mis raíces andaluzas (mi padre es de la Alpujarra, mi madre de Córdoba) a través del arte contemporáneo. Pero al mismo tiempo me ha hecho desconfiar de los formatos, las retóricas en que se difunde lo que comúnmente llamamos “arte contemporáneo”. No tengo respuestas sobre ello. Pero creo que tiene sentido, no obstante, formular las preguntas.
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